Изменить стиль страницы

Tú eres, Ariadna, la alumna distinguida de la sección de Historia Contemporánea, la discípula amada en quien Alain Sidney, llamado Claire en la intimidad, puso todas sus complacencias, que no sé todavía si fueron también las científicas o sólo las eróticas; asimismo conozco las de los otros colegas, todos admiradores tuyos según la misma vacilante dicotomía: hay que ver Ariadna, esta muchacha griega, qué talento para la investigación, qué finura de trabajo, su tesis es un asombro de precisión y de orden, tiene unas lindas tetas. Siendo las cosas así, y estando como estabas al tanto de lo escrito por Claire y de su trascendencia y riesgo, ¿a qué vinieron semejantes preguntas, y, sobre todo, aquel «¿Entonces?» proferido casi como un desafío? Más que a mí, modesto profesional de la Historia Literaria, se te alcanza la importancia de lo que Claire sostiene (y ya veremos luego que no es un descubrimiento, aunque no sepamos exactamente lo que sea): Napoleón no ha existido jamás, fue una mera invención técnica para explicar sucesos inexplicables, la historia entera del siglo XIX resulta inteligible gracias a esa ficción. ¡Pues toma, claro! ¡Si supieras lo que han dicho en mi país, cómo se ha recibido la noticia! Ya no hay Napoleón en Chamartín, ni victoria nacional sobre las tropas imperiales, y al pueblo se le arrebata la gloria de las guerrillas, merced a la cual pudo aguantar un siglo de opresión sin que el orgullo popular padeciese, sin que los condenados a la abyección se sintieran abyectos: pues cada uno de ellos, en los peores momentos, se tenía por un Juan Martín posible; pues todo se les reduce ahora a unas escaramuzas con Dupont, con Murat, o con Soult, exageradas en su importancia por la propaganda cortesana, que en el mito del pueblo invencible halló pretexto para cien años de conspiraciones, pronunciamientos y fraudes a la democracia. Pero, ¿y los rusos? Ahora mismo tengo encima de la mesa el New York Times de esta mañana, y, cuando llegues, te lo mostraré: la Academia Soviética se pregunta a qué extremos de demencia llegan los intelectuales bajo el capitalismo, siendo como se ve que son capaces de sostener con todo lujo de aparato científico y precisamente gracias a él, que el invasor de Rusia no es más que el nombre de una mentira. ¿Y el Beressina? ¿Y el mariscal Kutuzof? ¿Por qué se incendió Moscú? Pues entre Rusia y mi patria queda el resto de Europa, glorificada o aplastada por el Corso. ¡Son muchos los intereses que se sostienen merced a Napoleón, muchas las realidades que en él se justifican y hallan nombre -¡los palacios y puentes de París!-, para que vaya a recibirse y aceptarse sin más trámites la afirmación de Claire! No dudo que el libro se lea, ya lo creo que se leerá, pero como una novela fascinante escrita por un inglés que enseña Historia en Norteamérica. ¡Y de qué modo escrita! Porque, evidentemente, Claire lo hace de maravilla. Cork, el de Manchester, comienza su recensión, que tengo a mano, diciendo: «También a mí, a los quince años, se me ocurrió que Napoleón no había existido nunca, que era un sueño de todos, si bien las pruebas en contra, tan abrumadoras, que me llegaron después, me hicieron renunciar a tan generosa idea. Verla ahora sostenida por la pluma y el ingenio de alguien tan reputado como el profesor Alain Sidney, me hace retrotraerme a los lejanos años adolescentes y al deleite que me causaba todavía la lectura de Alicia en el país de las maravillas. Confieso que el fabuloso cuento de Lewis ya no me atrae tanto, acaso porque los críticos, de puro manosearlo, lo hayan echado a perder; pero quizá se deba a que el ejercicio científico, si no me ha secado el manantial de la imaginación, lo ha al menos encauzado. Es muy posible, pues, que el ánimo con que acometo la lectura del ingente libro de Sidney no sea el apropiado. Lo deploro». El artículo de Cork es un ave rara: rechaza la tesis, pero admite la legitimidad de la ocurrencia y admira, o dice admirar, los métodos puestos en juego, el aparato científico y, por supuesto, su prosa. «Aquellos, sin embargo, a quienes la presencia de Napoleón en la historia y en ciertos monumentos aún erguidos o francamente acostados resulte embarazosa o sencillamente intolerable, aquellos que borrarían de buena gana los nombres de Austerlitz, Fontainebleau y Santa Elena de la memoria y de los mapas, encontrarán una especial satisfacción, un deleite semejante al de quien remeje el hierro en el seno de la herida, en esta lectura, cuyo efecto menos visible sólo puede ser definido con una palabra francesa, soulagement . Y todos recordaremos aquellos versos de un poeta español escasamente conocido: "… ¡Lástima grande / que no sea verdad tanta belleza!".»

Pues vuelvo a lo de aquella tarde, aunque ya en mi despacho, y a la angustia con que me preguntabas si el mamotreto de Claire sería un disparate formidable, la obra de un cerebro perturbado, si no la burla imponente que se engendra en la frustración. Me daba pena ver cómo perdías por momentos la confianza, no ya en el que ha sido tu maestro, el que te ha dirigido una tesis por todos alabada, sino ante todo en ti misma, en tu capacidad para discernir de las pruebas y de los razonamientos. La puerta del despacho de Claire queda vecina con la mía: te sugerí que fueses en busca del texto con el fin de examinar conjuntamente algunos pasajes discutidos, y lo que encontraste fue un mazo de galeradas, ese capítulo en el que se cotejan, no tanto en su contenido como en su escritura, ciertas páginas de Chateaubriand, de Metternich y de Vigny. En las primeras se narra y califica la muerte del duque de Enghien; por las segundas conocemos la entrevista de Dresde; en cuanto a las del poeta romántico, se imagina en ellas lo acontecido entre el Corso y el papa prisionero: son éstas, precisamente, las que sirven a Claire de fundamento para la exposición de su punto de partida metodológico, es a saber, que, con los mismos medios lingüísticos, la narración, la descripción de lo ficticio, se lleva a cabo por procedimientos sustancialmente distintos de los usados cuando se narra, cuando se describe la verdad de un suceso. Es así que Chateaubriand y Metternich describen o narran por los mismos procedimientos, con los mismos instrumentos que Vigny; luego el contenido de sus relatos es igualmente imaginario. Con ese metro riguroso, reducido a media docena de principios, mide Claire varios cientos de obras históricas concernientes a Bonaparte, y de modo deslumbrante por su peso y su lógica, va mostrando la verdad y la mentira de lo que se relata hasta dejar bien clara la falsedad de todas las referencias a Napoleón examinadas, las cuales, además, clasifica como de origen o fuente francesa (Chateaubriand), alemana (Metternich), e inglesa (¿quién?). Confío en que algún día el método de Claire, esa multiplicidad de técnicas por primera vez manejadas en la investigación histórica, llegará a ser usual, y que algún día habrá asimismo envejecido y tendrá que ser superada; hoy es tan abrupta su novedad, es tan desafiante, que no me extraña la repulsa con que fue recibida y la chacota general con que los más manifiestan su personal e irreparable rutina. Aquella noche, Ariadna -tú leías- fuimos progresivamente ganados por un discurso de estructura rigurosamente matemática y por una palabra de expresión rigurosamente poética, de modo que el resultado fue la más perfecta embriaguez, la más inconcebible, de la inteligencia y de la sensibilidad. Reconozco que llegó a importarme un bledo lo que se debatía: si Napoleón fue algo más que una palabra favorecida, acunada, amamantada por la necesidad política.

Una vez le pregunté a Claire, a raíz de los primeros acontecimientos, que cómo se le había ocurrido la idea, o cuál había sido el camino que le llevara hasta ella, y lo que me respondió no dejó de chocarme: como que oí palabras a causa de las cuales a lo mejor nosotros dos, quiero decir tú y yo, estamos ahora en la Isla, y salvo esos días en que mis cursos me llevan a acompañarte por las mañanas y a regresar contigo en los atardeceres, te espero a la hora del crepúsculo como voy a hacer ahora, y consumo un pitillo tras otro hasta que escucho tu bocina; te contemplo después mientras parqueas, y cómo agitas la mano al descubrirme, afectando sorpresa: sabes de sobra que te aguardo; y después te embarcas y conduces el bote hasta una mano que te ayuda a saltar y una mejilla que recibe tu beso. «Hoy no has tenido carta. Me preguntó por ti Natalia, la ucraniana. Dentro de dos días, a las seis de la tarde, hay reunión del departamento: me encargó Olga que no te olvides de asistir. Hoy apenas comí: me tomé sólo un sandwich en la cafetería y regresé al despacho de Claire porque me mandó recado de que a las dos y media me llamaría.» «¿Te dijo dónde está?» «Por fin no telefoneó. Estoy preocupada.»

Claire me contó aquel día que siendo niño, al oír el nombre de Napoleón, le sonó como si fuese falso al mismo tiempo que conocido, como el nombre de nada puesto a nada. Tenía siete años, ¿sabes?, una edad muy temprana para ciertas intuiciones, una edad en que se piensa que tras un nombre hay siempre una realidad; pero, me explicó Claire, lo suyo fue como si aquel nombre le recordase algo que ya sabía, o como si a su conjuro se destapase un saber hasta entonces velado. Me dio a entender que aquella convicción debía haberle venido como el color del pelo y la forma de la nariz, con los mismos cromosomas, pero esto, claro, es lo que él dice ahora, el modo como lo interpreta. Lo que le sucedía entonces era que, cuando hablaban de Napoleón en el colegio, se levantaba y decía al profesor que aquel emperador no había existido nunca: «Pero, ¿cómo lo sabes? ¿Contra quién peleó entonces Pitt el Joven? Y, ¿a quién venció en Trafalgar el almirante Nelson?» «Pitt el Joven peleó contra la República Francesa; Nelson venció al almirante Villeneuve.» Pues ésa fue la explicación que me dio Claire, fíjate bien. Hay a quien le sucede eso mismo con Dios, que escucha su santo nombre y lo recibe como palabra vacua, y el resto de su vida se lo pasa convenciendo a los otros de que Dios no pasa de eso.

3.- Nos gustó la cabaña. No sé a quién más de los dos, pero, en cualquier caso, tu entusiasmo pareció mayor que el mío, y no por lo que ibas a cobrar de comisión, un 10 por ciento sobre la renta, sino por verdaderas ganas que tenías y ocultabas de pasar allí unos días, de ver cómo el otoño se metía en el tiempo, se apoderaba una a una de las hojas del bosque: se te notaba en los ojos, en el ágil manoteo, sobre todo en la voz, cuando elogiabas las virtudes y méritos de la Isla y del refugio, lugar para el amor también, no sólo el estudio y el recogimiento. Fueron unos minutos en que, de hallarse Claire delante, se hubiera sonreído un poco con esa su sonrisa de anglosajón prepotente ante los pueblos inferiores, y en el caso de ir más allá de la sonrisa, que ya basta por sí misma para sentirse uno molesto, te hubiera reprochado como a meridional incorregible el movimiento y la expresividad, justo lo que yo alabo de ti, la voz que sube y se quiebra, y lo que dicen tus manos cuando la lengua se recrea. Estaba entusiasmado contemplándote -me había sentado en uno de los sillones y te veía ir y venir, abrir puertas y armarios, detenerte junto a la chimenea, describirme la llama estremecida del hogar en las noches oscuras, y la luz de las bujías trémulas si quisiera encenderlas, creando en las esquinas las sombras del misterio y del miedo-, y tardé en darme cuenta de tu deseo: cuando lo comprendí, me apresuré a invitarte: «¿Por qué no vienes también y me acompañas durante todo este tiempo?». Y señalaba con el dedo extendido el camarote del pirata, el que me había gustado para mí y ahora ocupas, esa celda encantadora para refugio de un intelectual cansado. Me preguntaste si te lo ofrecía en serio; te respondí que sí, y quedaste pensativa durante un rato largo, hasta que me dijiste: «Habría que ir y venir de la universidad todos los días». «Bueno, ¿y qué? ¿No vas desde tu casa?» Fue muy curioso, un poco incoherente, al menos según mi modo racional de enjuiciar: no respondiste ni que sí ni que no. Dijiste: «Me apetece bañarme. Te ruego que no mires: no quiero que me veas desnuda». Y sin que yo asintiese, sin que siquiera protestase contra la tentación, saliste, y unos minutos después, traidor que soy, gente de poco fiar, te vi braceando lenta por las aguas del lago, salir más tarde y esconderte de prisa, quizá en el interior de la cabaña. Me gustó entonces tu cuerpo, delgado y moreno, no rosado como el de las vikingas, sino de patinada piel como las teclas de un piano viejo. Y recordé mientras lo contemplaba aquel poema egipcio que Claire no te recitó nunca, porque probablemente no figura en su limitada antología: «¡Es tan hermoso zambullirse en la alberca y bañarme allí ante ti! ¡Mira qué bella estoy, cómo mi túnica mojada moldea mi cuerpo! Somorgujo junto a ti, y, al emerger, voy a tu lado y llevo prendido en los rizos un pececillo rojo. ¡Acércate y escrútame!». Regresaste al salón enjugando el cabello. «Estaba un poco fría el agua», y me pediste whisky, si llevaba: te lo di de mi frasco de plata, el que me regaló Tatiana cuando aprobó summa cum laude , la tesis que yo le había dirigido. Me preguntaste una vez, hacía poco que éramos amigos, si Tatiana había sido mi amante; me eché a reír: Tatiana es una muchacha juiciosa; cree en el matrimonio y va a casarse con un químico cuáquero al que ha rescatado de la droga. El frasquito de plata para el whisky que me dejó como recuerdo lo había recibido de su padre, oficial del ejército del zar salido apenas de la escuela cuando aquello de la revolución. Tatiana es el fruto tardío del matrimonio entre el teniente emigrado y una señorita colombiana hallada en no sé qué catástrofe: hablaba el español, Tatiana, balanceante y dulce de su madre, el más bonito que he escuchado jamás. No. No fue nunca mi amante.