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Pero antes quiero precisar lo de Cagliostro. Me dijo: «Si va usted a La Gorgona por esos años que dice, no deje de visitarme. Me hallará disfrazado de cura en el palacio del obispo y podré contarle cosas». Le pregunté si en ese caso me reconocería. Me respondió que no: «Hace ciento setenta años, amigo mío, usted aún no existía». «¿Cómo, entonces, podremos visitarle? ¿A la manera, acaso, de una premonición?» «A la manera de un sueño. Sólo así tal encuentro no podrá influir en los hechos posteriores. Tenga usted en cuenta que si el ir y venir de la gente al pasado, como yo he ido tantas veces, o al futuro, como he ido también, pudiera alcanzar otra clase de realidad que la del sueño, estaría en nuestras manos la corrección de la historia, así como la prevención de las catástrofes, si bien es cierto que el hombre es tan estúpido que si le anuncian el abismo, se arroja a él más de prisa.» Me daba cuenta, Ariadna, conforme le escuchaba, de las puertas que así nos quedan francas, pues jamás se me hubiera figurado que se pueda ir más allá de la contemplación desconfiada del pretérito. Sin embargo, ¿lo comprendes?, aun a riesgo de no pasar de meros entes oníricos, podríamos hablar a Agnesse y también a sir Ronald, y su respuesta, soñada o no, serán palabras suyas. Bien, de acuerdo, no lo crees: lo impide tu conciencia de griega cultivada, mas no olvides que los misterios de Eleusis te pertenecen; yo no te comprometo a admitir que sea cierto, sino sólo a que escuches un relato, lo que oí de labios de ese hombre a quien llaman el Gran Copto, cuyo origen, cuya verdadera identidad desconozco, cuya razón de existir no se me alcanza, pero que bien pudiera obedecer a que está también formado de la sustancia del ensueño. Tus objeciones, no obstante, no las encuentro serias: que una invención novelesca, que patatín, que patatán. De acuerdo, ¿por qué no? Lo novelesco es una categoría legítima en la estética y en la historia. Quien a esta última entidad, que ya de por sí tiene un nombre imponente, la ve en su conjunto abrumador, como a ti te sucede, acaba por entenderla al modo de un proceso fraguado en el laboratorio: dadas ciertas personas y ciertas circunstancias, y puestas al fuego en un perol, se cambian en estas otras: igual que en la cocina. Pero mi corazón no abarca inmensidades abstractas, sino vivas, y, uno a uno, a su modo, es cada hombre una novela. Por otra parte no te obligo a que lo admitas: me basta con que sepas que ese obispo y ese supuesto cura a quienes visitaremos en La Gorgona, andan buscando un tesoro. Novelesco también, ¿verdad? No sabes cómo me alegra que lo sea, con toda la carga de inverosimilitud que te apetezca, aunque te convenga recordar que los españoles exploraron el Amazonas porque andaban tras un príncipe de oro, y que mientras perseguían, a través del desierto, la juventud perenne, descubrieron el Misisipí: siempre es bueno que se busque lo irreal, a condición de que sea en la tierra. Lo malo es si se va por ello a la luna. Cagliostro pretende nada menos que explorar los subterráneos del castillo en que habita el general Della Porta. ¿Que allí no hay nada? ¿Qué se hizo del oro y la plata de los Templarios? ¿Qué de sus misterios y secretos? ¿Piensas que todo se lo llevó Philippe le Bel para pagarle las minutas al señor Nogaret?

Ariadna, mi niña, olvídate de todo, quizá también de ti misma, y dispón al asombro ese ánimo entusiasta que alguna vez te sirvió para elevarte…Sí, no te enojes: aludo con alguna ironía a aquella ocasión en que fumaste marihuana, en que encendiste el porro en espera de que el humo sirviera de vehículo ascendente y de que te llevase, ¿adonde? Ni tú misma lo sabías: a un mundo de colores, de sonidos, de movimientos, torbellinos en que se engolfa, ¿quién? Porque habrías perdido la noción de ti misma y habrías sentido que alrededor pasaba algo, pero no a quién pasaba. Bueno, semejante a eso debe de ser, yo nunca fumé yerba, y describir sus efectos es como quien tropieza con un muro encalado. En todo caso, tú lo ignoras lo mismo, porque la yerba te mareó, quedaste fuera de juego, pero sin levantarte un solo pie sobre el nivel de tu propia conciencia. La barca que yo te invito a tripular no se menea, el aire que te invito a respirar a limpio huele, la mano a que te ofrezco asirte otras veces la has cogido. Ven, pues; acomódate ya. No sé si es la calandria la que canta, ni si responde el ruiseñor, allá ellos con sus canciones cruzadas; pero hay músicas que traspasan la umbría, salidas de minúsculos pechos entusiasmados: aunque descubro al escucharlas su revés melancólico, cantos de quienes saben que el bosque va en seguida a enmudecer, que el viento le robará las hojas, que cuajará en las ramas la nieve como marañas de cristal y que ni tú ni yo habitaremos ya la Isla. Estáte sosegada y deja que te coja de la mano: no es más que un tiempo breve, lo poco que tardaremos en desvelar cierto jirón de niebla que nos separa de la otra Isla, la que buscamos, ahí detrás, ahora. Pero, ¡no temas! No voy a conducirte delante del espejo, menos aún ante las aguas del lago, ahora reflejando un pedazo de luna. No te moverás de ahí, de ese sillón en que a veces me siento, y tú a mis pies, en que a veces te sientas y yo, como ahora, en la alfombra, alejado, acariciando, todo lo más, mi pipa. Te reservaba una sorpresa, y no era esa proclamación de la palabra prepotente, ese júbilo de quien posee el sésamo, con que te recibí, sino un cuento más largo, que te debo y que te contaré ahora, y fue que quise llevar a cabo las enseñanzas de Cagliostro, y lo preparé todo como un teatro: ventanas entornadas, una vela en el fondo, encendida, y el espejo en la silla, el de mi cuarto, que sabes que es capaz, y que con algo de esfuerzo mete en su cuadrilátero la batalla completa de Lepanto. Aunque yo no buscaba en él un golfo histórico, sino el espacio de mar indispensable para que pudiese navegar el Artemisa , libre ya de galernas, la proa a La Gorgona. Pues no me fue posible arrancar al espejo ni la más modesta imagen, una gaviota volando, como no fuera la de mi rostro, cada vez más ceñudo y más desesperado, sospechoso ya de que Cagliostro me había embarullado, de que sus procedimientos no pasaban de mero ensayo de hipnotismo, o de otro género de sugestión, y de que me había hecho ver lo que él había querido que viese, aunque lo visto formase parte de la historia real y de la sabida, por eso. Te aseguro, Ariadna, que cuando la decepción me abandonó (jamás como en aquel momento se calentaron mis facultades críticas, aplicadas, a ratos, al que me había embaucado, a ratos a mi propia credulidad) no quedé muy bien ante mí mismo. Pero de aquel naufragio, y acaso como su consecuencia inevitable (yo necesitaba de alguna manera seguir a flote, quiero decir, averiguar la historia que pretendo regalarte), del fondo de la memoria, con muertos que vienen de las tumbas, igual que las palabras olvidadas que emergen del pasado y nos muestran su carga intacta de amor o de desprecio, así se levantaron imágenes antiguas, las de aquella vidente aldeana que leía en el fuego lo que estaba pasando en medio de la mar remota, ante los ojos estupefactos de la mujer y el niño que interrogaban por la suerte del marino partido, padre y esposo: escondía su morro gris el acorazado España y lo sacaba en medio de la espuma: el puente, la chimenea, las casamatas de los cañones, chorreaban el agua antes de hundirse otra vez, pero ni un solo bote salvavidas quedaba en la cubierta; y pudo verse también al comandante, un hombre pequeñito que se había amarrado a algún lugar, con el oficial de derrota, y conducía la nave con coraje y decisión: a aquel lugar espantoso le llaman el golfo de las Penas, pero eso no lo sabía la que sacaba las imágenes del fuego, ni la otra que, con su niño, las contemplaba. Todo esto lo recordé, como acabo de decirte; y tenía delante el fuego de nuestra chimenea, bailándole las llamas, alegres y dramáticas, y creándole formas innumerables. Se me ocurrió que acaso yo pudiera, como aquella mujer, interrogar al fuego… ¿Por qué no ha de residir en él, mejor que en un espejo, el secreto de lo pasado y de lo que ha de pasar, no solamente de lo que está pasando? Es posible que aquí nuestros criterios diverjan, Ariadna. Alguna vez, riéndote, me has contado que, en Nueva York, en momentos de angustia, acudiste a la maga, aquella que es de tu tierra y habla tu misma lengua, bueno, no exactamente, sino un dialecto próximo, que entiendes; y que ella trajo a un espejo la imagen de tu madre, de quien pudiste escuchar palabras de seguridad. Un espejo, Ariadna. En los espejos dice leer Cagliostro: cosa, el espejo, de ese mar tuyo, tan hermoso, en el que alguna vez quisiste competir con los delfines, en el que alguna vez pudiste competir con las sirenas. (En nuestro lago hay sólo unos pescaditos colorados.) Espejos, cosa vuestra, de esas riberas, no de las mías. En las riberas del océano, y también en los montes aledaños, y en los de tierra adentro, las verdades del tiempo se leen en el fuego. Como lo hacía Viviana, la que tuvo a Merlín prisionero en la tumbaga fulgurante de un anillo; como lo hizo Nyneve, que encerró al tal Merlín en el palacio de palabras, viento y ensueño que él mismo había inventado, y allí espera. Lo nuestro, Ariadna, es el fuego: por eso interrogué, temblando de esperanza, al de la chimenea, y las llamas respondieron. «¡No! -grité- ¡El Artemisa , no! ¡Antes, antes! ¡Quiero enterarme de algo de la revolución de La Gorgona!» El bergantín donde Agnesse dormía, tranquilos ya su corazón y el mar, se hundió en el centro oscurecido de las llamas, y apareció la Isla…

Me dijiste una vez, una ocasión dramática seguramente: «Nos han quitado a Dios. No quedan más que el amor y la magia», y con «amor» en este caso, querías decir «el sexo sublimado», que era de lo que estábamos tratando; pero a lo largo de la conversación se puso en claro que a lo que te referías era más bien a una especie de misticismo que usaba el cuerpo como instrumento, pero que no era únicamente corporal, aunque no parezca apropiado llamarle espiritual, ya que en lo que consistía realmente (en lo que consistirá si las cosas te salen bien) era en una especie de adhesión total de una persona a otra, aunque en posición de reciprocidad, según el modelo divino, puesto que Dios se daría entero a quien se le entregase de ese modo. Aparte de que en tu caso encuentro bastante desproporcionada la sustitución de Dios por Claire, ese hombre entero y verdadero, singularmente entero, no cabe duda de que ese tipo de adhesión personal es lo que se advierte en las miradas de ciertas muchachitas que en la cafetería de la universidad se abrazan a sus amigos, casi diríamos que se adhieren como el sello al sobre de la carta, y sería estimulante si no supiéramos que esa mirada de ambición totalizadora en la posesión y en la entrega, pierde el brillo y el calor después de un ejercicio sexual intenso, y se torna en mirada de aburrimiento y decepción unos meses después, a veces unos días solamente, como le pasó a la pobre Karen, la recuerdas, aquella de Connetticut, que vino a preguntarme, desolada, por qué no le había advertido a tiempo lo que era de verdad el matrimonio. Lo malo de ese modo de amar es que se espera demasiado de lo que sólo da de sí lo suficiente, lo indispensable, si se le sabe conducir con tino, casi con frialdad, o al menos con esa inteligencia que viene del instinto y que sabe o adivina dónde empiezan los límites. Siempre opuse a tu manera mística de entender al amor (que es además una manera teórica, pues tu experiencia, hasta ahora, es limitada), esa otra que se parece más bien a una obra de arte; pero ya sé que tu concepción del ejercicio amatorio (repito, perfectamente teórico) con insistencia en el arrebato, el deliquio y el éxtasis, se contrapone a la mía. Deberías, sin embargo, tener en cuenta que ese modo de amar que esperas y al que aspiras no te vino de un deseo especial y singular (tu deseo no es ni más ni menos que el mío o el de cualquiera), sino que te fue sugerido por Claire, de quien escuché alguna vez esa teología del amor decapitado; pero, ¿sabes por qué te la comunicó?, ¿por qué quiso hacerla tuya? Pues para que lo ames a él como puede amar a Dios una monjita mística: pura imaginación operando en el vacío; en una palabra, para saberse adorado, pero sin necesidad de un dardo áureo que te traspase.