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Yo, ya ves, no quería escribirte de eso y me salió: se conoce que era algo que necesitaba decirte, algo de lo mucho que indudablemente te diré. Pero de lo que ahora intentaba tratar, lo que realmente venía a cuento, es acerca de lo mágico, ese segundo término invisible de lo que sobrevive a la muerte de Dios: mete cuanto quieras en el ámbito, desde las premoniciones a las revelaciones, aunque no el transcurso de la historia, sino sólo algunos de los medios para llegar a ella, entre los cuales cuento unos que son legítimos y otros que no lo son; pero, principalmente, las personas que pueden valerse de ellos y las que no. A Cagliostro, que pasa por este mundo como un lucido charlatán, no puedo hacerle objeciones. En principio tampoco tengo nada que oponer a que tu Claire practique el espiritismo, a condición de que no lo utilice para la investigación. Yo puedo, en cambio, valerme de las llamas para averiguar eso mismo que él busca, porque no estoy comprometido con la ciencia por un título solemne, porque no traiciono lo que me justifica; antes bien, si no metiera en las palabras esas imágenes surgidas en las llamas, serían imágenes inútiles, y a lo que yo me debo es precisamente a las palabras, y como son palabras lo que vas a recibir, ¿qué más te da que procedan del fuego o de un espejo, o que las haga salir de tu cuerpo dormido? Lo que yo quiero, a lo que aspiro, es a levantar, es a oponer a ese mamotreto de Claire, razones sobre documentos, un mamotreto distinto, palabras que encierran hechos y figuras. Yo no voy a demostrarte que las cartas de Agnesse son apócrifas y que forman un solo cuerpo con ese gigantesco apócrifo que es la historia de Europa durante cuarenta años; lo que voy es a contarte, por sus pasos, eso sí, por qué en un momento dado pudo Agnesse escribir que Napoleón era un bulo. Reconoce al menos que sacar tal conclusión del espectáculo del fuego es necesariamente hermoso. Encontrarás, entonces, justificado el abandono, en el Mediterráneo ya tranquilo, del bergantín Artemisa , y que atienda a los sucesos anteriores en unos cuantos años, pocos, ya que, por alguna razón, los que gobernaban antes, permitieron que sir Ronald habitase en la Isla, y también por alguna razón le expulsaron quienes vinieron después. La revolución se sitúa entre ese después y ese antes, y lo que los libros nos dicen no basta para explicar esa cuestión menuda de sir Ronald, cantidad desdeñable en un conjunto tumultuoso y precipitado, en algunos aspectos catastrófico, pero en modo alguno original, sino como cualquier revolución: a ti te quito para ponerme yo. ¿Será que los banqueros y los marinos fueron más sensibles a la poesía que los importadores y los ingenieros navales? Porque el libro que he leído en la biblioteca de la universidad, una monografía con la historia completa de la Isla, aunque abreviada, aclara que la revolución la sufragó Inglaterra sin más propósito que asegurarse una alianza estratégica y disponer de ciertos astilleros que le proporcionasen barcos: en la Isla de La Gorgona se construían los mejores navios de aquellos tiempos, veloces y resistentes como delfines. Pero a un historiador moderno, que explica lo sucedido en el mundo por la lucha de clases, y la revolución de La Gorgona por la inquina que se tenían los burgueses importadores y los banqueros aristócratas, ¿qué puede interesarle la suerte más o menos adversa de un poeta nacido en una cuna blasonada que a lo largo de su vida sólo mostró interés y amor por el amor y la poesía? Aparte de que seguramente no se conservarán documentos en que se registre y ratifique el paso de sir Ronald por La Gorgona. Tenemos que fiarnos de sus palabras, las cuales, por otra parte, no tienen por qué mentir, al menos más allá de lo que un gran poeta puede entender por verdadero.

Había un hermoso fuego en la chimenea: llamas largas, rojizas, y llamas cortas, azuladas, como un bosque de color y movimiento; y había también agujeros oscuros, como túneles ardientes, ¡yo qué sé! Me puse a contemplar, conjurando el misterio con mi deseo, y entre las llamas se perfiló la cabeza de Ascanio Aldobrandini, aún no sabemos quién es, una cabeza hermosa y decidida, el gesto duro, hecha de dardos implacables la mirada, pero ligeramente cojo. Se dirigió a un concurso de hombres enmascarados, y al lado de él, en la mesa que tenía ante sí, yacía también su máscara. «Si no le recordáis, yo os lo recordaré: Galvano della Porta, que enviaron a Prusia para que se hiciese militar en la escuela del rey Federico. Su padre era uno de los nuestros: suministraba a los buques bastimentos de boca y cañón, pero al hijo le atraía la gloria. Fue recomendado del emperador, salió teniente, y como aquí no tenemos ejército, se contrató con el zar, y llegó a general después de pelear todas las guerras. Si ahora regresa, es por haber sentido que la voz de la patria lo ordenaba.» Hablaba Ascanio con gravedad, tranquilo, sin redondear las palabras, sino recreándose en sus aristas. Alguien le preguntó desde el corro: «¿Por qué, entonces, se esconde?». «Porque trajo consigo una enfermedad espantosa que comienza ya a dañarle la nariz.» La imagen de un rostro carcomido como la pata de un mueble viejo sacudió seguramente aquellos corazones en cónclave, y algunos de los presentes reprimieron una exclamación de espanto. «Entonces, ¿cómo va a dirigirnos?» «Yo recibiría sus instrucciones… No olvidéis que soy el que le esconde, el que ha comprometido la cabeza en su seguridad.» «¿Y cuál es su manera de pensar?» Ascanio hurgó en el bolsillo y extrajo, con parsimonia, un papel doblado. «Si os complace puedo leeros su manifiesto.» «Sí, sí, claro, por supuesto.» Alrededor de Ascanio Aldobrandini había crecido el espacio, y era como una ventana o como un escenario rodeado de llamas. Hacia el lugar alumbrado en que se hallaba Ascanio, se tendieron las cabezas sin rostro. «A los hombres honrados de mi país, paz y esperanza. Guerra implacable, entenderlo, a los que nos oprimen.» Ascanio hizo una pausa, y paseó la mirada alrededor: comprendió, por la posición de las cabezas, que detrás de las máscaras se ocultaban rostros anhelantes, y alargó, por eso mismo, la duración de la pausa. «Empieza bien. Continúa», dijo entonces alguien, impaciente. No voy a repetir, Ariadna, punto por punto, el texto entero, prosa entre la arenga y el panfleto, con invocaciones a Dios inteligentemente situadas, de quien el redactor se declaraba mano diestra: una prosa caliente contra el Podestá De Risi, Gran Comodoro de la Armada Comercial y cabeza visible enemiga, el responsable, además, al parecer, de que la reliquia de san Demetrio, propiedad indiscutible de la catedral católica, la custodiasen ahora en su iglesia los ortodoxos griegos… Si bien para que entiendas cabalmente, no me queda otro camino que el de hacer aquí un inciso e informarte de que en La Gorgona convivían desde los tiempos de Maricastaña una comunidad latina de comerciantes y banqueros, aunque también de otros oficios, y otra de griegos, marineros los más, aunque también operarios de la construcción naval. La manzana de la discordia entre las dos comunidades fue esa reliquia, que a lo largo de los siglos pasó unas cuantas veces de ser guardada por barbudos popes a serlo por lampiños curas en las iglesias respectivas, siempre con gresca y zaragata, a priori y también a posteriori, tú me la quitas, yo me la llevo, la dichosa reliquia de san Demetrio. Debo añadirte que los griegos, marinos o calafates, vivieron en barrio propio con fuero y autonomía, al otro lado de la ensenada, un cuerno de agua azul entre las partes de la ciudad, y la de allende el color le llaman todavía el Arrabal. Pues los banqueros y los marinos, en los últimos tiempos, habían halagado a la comunidad helénica, que les construía barcos y se los tripulaba, aunque siempre sin ascender más arriba de contramaestres, y les había cedido por las buenas, sin pelea y en contra de la opinión vaticana, el santo hueso disputado: lo cual les pareció de perlas a los secuaces de banqueros y comodoros, la gente bien de la Isla, cabezas en general incrédulas, corazones abiertos a la licencia del amor, y lo sintieron como ofensa personal y colectiva los comerciantes y los importadores, que eran los defensores de la fe estricta y de la moral prieta. Esta es la razón por la que en el manifiesto del general Della Porta leído por Ascanio Aldobrandini con voz en que pesaba la autoridad aplastantemente recibida de los cielos, fuese el Hueso lo primero nombrado en su resumen de agravios, y después la palmaria inclinación de la casta dominante (de cuyas injusticias sufrían ante todo los importadores de efectos navales) hacia la recién estrenada Revolución Francesa, vade retro, Satán, y su diabólica ideología, ¿qué es eso de conceder el voto a los helenos?, ¿para qué?; ante lo cual la Iglesia se había echado a temblar y mostraba las uñas de sus garras, como el Imperio, como los reyes por la Gracia de Dios. «Somos muchos los que sospechamos (decía Galvano textualmente) que los tratos entre el Terror y nuestra Señoría abocarán a una Alianza endemoniada en cuya virtud se hará de nuestro puerto inexpugnable base de operaciones de la República en el Mediterráneo. ¿Y qué se derivará de esto, sino la tiranía universal de Robespierre? ¿Veremos cómo se instala en la Plaza de Armas la guillotina y cómo arrastran a ella a nuestros honorables ciudadanos?» A causa de lo cual y de otras quisicosas, Galvano pedía solidaridad para la acción, y acción resuelta. Cuando Ascanio hubo acabado la lectura, sucedió a sus palabras un segundo silencio, pues era seguramente el ardid que mejor dominaba, suscitar de repente el anhelo. Lo interrumpió por fin desde un asiento lejano una pregunta anónima: «Y, en caso de rebelión, ¿quién nos protegerá de la República Francesa?». Ascanio no vaciló en responder: «Inglaterra. Por la cuenta que le tiene». «Y, ¿qué es lo que nos ordena el general?» «De momento, cada cual a su casa y en silencio: hablar puede llevarnos al fracaso. Las órdenes concretas irán a domicilio. Y, dentro de una semana, aquí otra vez.» Se vio en medio de las llamas cómo aquella pandilla de máscaras abstractas requería sus capas de conspiradores y sus bastones de estoque, y salía a la noche por pasadizos secretos, no sin antes haber rezado un padrenuestro. Estaban en los sótanos del antiguo cenobio cisterciense, más tarde Casa del Temple, en los últimos tiempos almacén de artillería de la armada: corredores de bóvedas cruzadas, laberíntica traza, en cuyas crujías se tropezaba a veces con huesos de esqueleto de alguien que había entrado allí para fisgar: el supuesto tesoro de los Templarios aún atraía la codicia de bastantes curiosos.

Lo que siguió, Ariadna, tengo también que resumírtelo. ¿Quién distribuyó en las horas profundas, descuidadas, de una noche, papeles con el manifiesto impreso del general Della Porta, nombre hasta entonces desconocido, interrogante a partir de entonces plantada en todas las conciencias? ¿Quién es Galvano? ¿De dónde viene? ¿Quién lo envía a redimir la atribulada Gorgona (o a alterar la paz de sus vecinos, según se mire)? El comodoro De Risi, antiguo Gran Almirante, ahora Podestá, lo preguntaba a su secretario, un capitán de fragata que había hecho la guerra en los siete mares, que había perdido una pierna en las Molucas y un ojo en el canal de Otranto. «¡Ah, no recuerdo ese nombre, almirante! Hubo unos Della Porta en la calle del Tránsito, cuando yo era muchacho, pero no sé que ninguno de ellos se llamase Galvano.» La respuesta le llegó al comodoro cuando alguien dejó encima de su mesa un papel de aleluyas cantadas por un ciego en el que se narraban las hazañas del general en la guerra de Rusia contra Turquía, y las que un día más tarde cantó otro ciego con las heroicidades de Galvano en las estepas del Asia Central. «Lo que no acierto a explicarme, dijo el comodoro De Risi, casi riendo, es cómo hemos ignorado durante tantos años que la Isla fuese cuna de un héroe tan pegado a la tierra. Porque, hasta ahora, todos los nuestros lo fueron de batallas navales o de tormentas, pero esto de ganar trifulcas en tierra firme es una novedad.» «Por eso, almirante, llama tanto la atención.» Otro día fue un soneto anónimo, pero de buena calidad, en que se exaltaban los méritos del militar, y el mismo día, por la tarde, sobrevino una algarada en el extremo de la ciudad latina, por la parte que mira al Arrabal, en que la gente victoreó a Della Porta y exigió al mismo tiempo que la sagrada reliquia de san Demetrio fuese devuelta a sus legítimos detentadores: los griegos de la otra parte de la ría, al escuchar el barullo, al traducir las voces, presintieron que una matanza amenazaba: las madres apretaban a sus hijos contra el pecho y, los hombres, los puños contra lo inevitable: en la ría no había barcos propios fondeados cuyas tripulaciones pudieran ayudar o en que los de más fortuna pudieran escapar. Mandaron una comisión cerca del Podestá: «¡Van a volver los viejos tiempos, Señoría, en que a las madres griegas se les arrancaban los hijos de los vientres hinchados!». El comodoro De Risi les respondió: «Lo más que puedo hacer para que os defendáis vosotros y me defendáis a mí es entregaros las armas. Llevároslas del arsenal los que trabajen en él. Daré órdenes». Al día siguiente, unas docenas de fusiles pasaron al barrio griego: eran armas bastante anticuadas. Al mismo tiempo, en los patios secretos de los comerciantes, escuadras de voluntarios hacían la instrucción con armas relucientes, que de los barcos ingleses habían desembarcado en la clandestinidad: las cajas que las traían venían consignadas como de bacalao.