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No creas, Ariadna, que la síntesis de una revolución, aunque abarque tan poco espacio como el de La Gorgona, es cosa de palabras escasas. Estoy abreviando lo que me gustaría contarte por lo menudo y con el necesario patetismo, o, ¿quién sabe?, el melodramatismo inevitable: aquellas noches de conspiración y vigilancia, embozados que se deslizan como sombras por las esquinas oscuras, guardianes sigilosos que piden el santo y seña, conciliábulos, disputas de estrategia y de táctica, arengas sotto voce, y también ejecuciones secretas de traidores y eliminación de sospechosos. ¿Fue la casualidad la que atrajo aquellos días a la Isla una incontable banda de aves negras, seguramente africanas, del Nilo o del desierto, que planeaban, graznando, por encima de terrazas, entre las torres y los campanarios, entre las chimeneas, y caían sobre el cuerpo flotante de un desaparecido? Los griegos las recibieron con pavor, los latinos como agüero de triunfo. Tampoco fue casual que arribaran al puerto barcos despachados desde Londres de los que se desembarcaban mercancías de extraño peso y gran volumen, que hacían retemblar los guindastes. A Ascanio se le veía en todas partes: por el día, vigilando los negocios de su suegro, el mayor importador de efectos navales: un anciano de cuerpo paralítico y mente esclarecida, además de muy rico, que desde la torre de su palacio parecía vigilar cada acción y cada hora, mientras su hija Flaviarosa le contaba al dedillo lo que pasaba y lo que iba a suceder, llevaba y traía órdenes. ¡Ah, la unigénita en que se recreaba el padre, retoño admirable, heredera universal! La miraba ir y venir el viejo cascarrabias, silenciosa y eficaz, como si fuese ella sola la que moviese la conspiración, ¡y tan hermosa! La gente se había preguntado sólo unos años antes el porqué de su boda con Ascanio, el Adonis del pie zambo, que no poseía una dracma: la respuesta les llegaría ahora a los que, cada noche, descubriesen el paso furtivo de una sombra ágil y reiterada que se podía identificar por una leve cojera, que estaba en todas partes, salía de todas las sombras, entraba en todos los sótanos, y a todos los escondrijos llevaba las consignas que en su refugio desconocido (Ascanio añadía que inexpugnable) elaboraba el general: en alguna ocasión, como una confidencia, Ascanio agregaba al texto de la orden: «Hoy no le pude ver: me habló desde la oscuridad. Debe temer que su olor me espante», y añadía unas palabras que admiraban y al mismo tiempo conmiseraban. «La lepra es una enfermedad terrible», fue la respuesta. «Me pidió que le llevase un espejo», aclaró Ascanio. Casi todas esas noches, en casi todas esas ocasiones, a la silueta vacilante, pero enérgica, de Ascanio, acompañaba otra, más grácil y un poco más menuda, como una flor que caminase al lado de una encina: a Flaviarosa le gustaba encerrarse en un traje de mancebo, y ser testigo, ¿testigo?

Por las calles, en los mercados, en las tiendas, se distinguían las esposas y las hijas de los conjurados, de aquellas cuyos maridos y cuyos padres navegaban por la mar remota bajo el pabellón amarillo y verde de La Gorgona. Unas, erguían las cabezas, adelantaban los morritos, miraban como diciendo: «¿De modo que tenéis en los salones caobas de Filipinas y alfombras de Teherán? Pues ya las iréis vendiendo por lo que queramos daros, porque los honorarios de los marinos no volveréis a cobrarlos». Eran dos siglos de rencor, la historia moderna de La Gorgona: el que sentían los tenderos y los importadores hacia los banqueros y los comodoros, desde que éstos les habían desplazado de los mejores puestos en la Fiesta del Mar, aquella apoteosis de la marinería, y les habían relegado a puestos de fortuna, cada cual se coloca donde puede, siempre en segundo término. A pesar de lo cual, ni las cabezas ni las barbillas de las otras decían nada porque nada tenían que decir, porque nada sabían; pero, eso sí, sentían algo cambiado, la tierra, el aire, o el mundo entero, y que en lo que se avecinaba, ellas no gozarían de un cómodo lugar. El mismo comodoro De Risi, en su salón de Podestá, aunque todo estaba igual, se daba cuenta de que todo era distinto: los pasos quedos de los servidores, las sonrisas invariables de los escribientes. Preguntaba al secretario: «¿Está prevista la llegaba de algún barco? ¿Con cuántos hombres contamos para la defensa? ¿Fueron inspeccionados los castillos?». «Ningún barco de los armados tiene prevista la llegada antes de un mes. El alcalde de los griegos me dice que cuenta con unos doscientos hombres, pero que las armas en su mayor parte no funcionaban. Los cañones de los castillos están en perfectas condiciones, pero, como Su Señoría sabe, sus tiros no alcanzan a la ciudad: son cañones pesados para cruzar los fuegos e impedir que nadie pase por la boca de la ría. Lo único esperanzador, aunque no demasiado, es que los muchachos de la Escuela Naval, que sospechan algo, están dispuestos a morir.» El comodoro pensó tristemente que morirían (uno de ellos era hijo suyo), pero prefirió callárselo. Cuando, al mediodía, entró en el comedor donde su esposa le esperaba, en un momento en que el criado había salido, le susurró la conveniencia de que Demónica, la hija, abandonase el convento en que se estaba educando y volviese pronto a casa. «¿Sucede algo?» «¡Me gustaría saberlo!» Aquella tarde, con el alcalde de los griegos, dispuso que se escalonasen guardias en el camino terrestre que llevaba al Arrabal, y que defendiesen el muelle. Mandó también que una chalupa le esperase día y noche a la salida del túnel secreto por el que sus antecesores habían abandonado la señoría en caso de conspiración o algarada social: un pasadizo cargado de historia, manchadas de ilustres sangres las losas de su pavimento. «Nuestra única solución, explicó a su secretario, es hacernos fuertes en el Arrabal y que los castillos impidan la entrada de cualquier barco, como no sea uno nuestro, el primero que esperamos. Confío en aguantar alrededor de un mes. El barco en nuestras manos, la ciudad será rendida fácilmente.» Había extendido encima de su mesa la enorme carta náutica, a cuyos trazos negros había añadido cruces rojas que marcaban su plan táctico: aquel roquedo aislado, al que Ulises arribara antes que nadie, en cuyo manantial inagotable colmaban los navegantes desde entonces los odres del agua, aparecía allí reducido a mero contorno; los breves peñascos de su orografía eran números que señalaban alturas, y, en las orillas del mar, números también prevenían de profundidades y calados. La mar entraba por una boca angosta, se extendía y partía en dos cuernos desiguales, el breve de la izquierda, y el de la derecha, alargado, que entraba hondamente en tierra y a cuya orilla se acomodaba el astillero. La ciudad se situaba entre ambos, orientada hacia el mar, calles rectas y largas paralelas a la costa, calles rectas y largas que trepaban a la colina en donde los Templarios habían instalado su cindadela. De Risi la señaló: «Si hubiéramos tenido la precaución de fortificarla, bastaría con refugiarse ahí arriba y esperar». El secretario sonrió ante lo ya imposible: «Siempre oí decir que era ya una fortaleza inútil, sin más valor que el recuerdo». «Siempre supimos que la Isla es inexpugnable desde la mar, y ese convencimiento rigió la disposición de nuestras defensas, pero a nadie se le ocurrió que un día el enemigo pudiera venir del interior, que el ataque lo pudiera organizar alguien que tuviera la mente de un militar de tierra, como ese Galvano de que hablan, y en el que, la verdad, me cuesta mucho creer. Pero lo cierto es que esta conspiración la ha organizado alguien que no sabe de mar ni de barcos.» Por la ventana del salón se veía la torre del castillo: en su mástil ondeaba la bandera de La Gorgona: la cabeza del monstruo sobre fondo amarillo y verde. Y vieron de pronto cómo alguien invisible la arriaba y la sustituía por la antigua blanca, con la cruz colorada del Temple. El Podestá y su secretario se miraron. «¡Hay que escapar!» Por la puerta secreta se escurrieron en demanda de salida: hallaron que les habían robado la falúa, y, en su lugar, un bote de gente armada, a la que hicieron inútilmente frente. Aproximadamente al mismo tiempo, Ascanio alcanzaba la gran sala donde la improvisación de la fuga había dejado bien visible la carta con el plan de las defensas. A Ascanio le seguía la flor y nata de los conspiradores, vestidos todos como coroneles, y habían llegado hasta allí sin que los servidores ni los chupatintas hicieran resistencia, antes bien, les saludaron como presuntos nuevos señores. Ascanio examinó la carta náutica, estudió sus cruces coloradas. «Nos lo dan todo hecho», dijo. «¿No consultas al general?», le preguntaron. «¿Para qué, si estamos ya en el secreto? Así ganamos tiempo.» Empezó a dar órdenes, a distribuir la gente. Hacia el lado de la Escuela Naval se oían los primeros disparos. Las escuadras armadas recorrían las calles: muchos balcones se abrían y les vitoreaban; otros, se cerraban y dejaban caer la persianas del miedo. Llegaron órdenes de respetar los domicilios, de dejar tranquilas a las mujeres y a los niños, de cargar recio y sin cuartel contra los guardiamarinas; pero lo que más sorprendió, lo que más disgustó a las tropas voluntarias fue la prohibición expresa de matar más helenos que los indispensables: hubo quien se recrestó contra la orden después de tantos años esperando la matanza: ¡se frustraba de este modo el bombardeo a mansalva del Arrabal, la ejecución definitiva de la justicia esperada!: «¡Imbéciles! Si matamos a los griegos, ¿quién va a trabajar en los astilleros? ¿Vosotros, por ventura? Entender bien de una vez para siempre: necesitamos de los banqueros y de los trabajadores: los que nos sobran son los navegantes». Lo cual fue como orientar a meta definida y enteramente política la sed de sangre insaciable: a algunos de estos protestones se atribuyen los ahorcamientos de oficiales retirados de la Armada y de los profesores y monitores de la Escuela Naval (los alumnos habían caído todos en la defensa). Ascanio Aldobrandini, inclinado sobre el plan estratégico enemigo, tomó medidas inmediatas: «¡Que fortifiquen sin perder un instante la esquina Colorada, y no dejen que pase un solo griego con vida!». En los libros de historia suelen reproducir la fotografía del monumento a la Gloria de los Defensores de esa Esquina levantado: la gran batalla terrestre de que se enorgullecían los vencedores, veinte días de tira y afloja, hoy conquisto una ventana, hoy la abandono, que venga gente, ya han muerto dos, los griegos tienen muchas bajas, a tantos los hemos visto enterrar ¡quién sabe a cuántos no habremos podido ver! Ascanio trajo del escondrijo del general la orden y el detalle de lo que todavía se llama la Gran Marcha Envolvente: cincuenta mozos aguerridos y bien armados que salieron de noche y rodearon las colinas para coger a los griegos por la retaguardia. De madrugada se habían instalado ya en la cota 327, y los griegos advirtieron con pavor que tenían con ellos un cañoncito, cuya primera bala, una pesada advertencia, pasó candente por encima de las cabezas y se hundió en las orillas, no beligerantes, de la ría. Poco después, en una de las ventanas de la esquina asediada apareció la bandera de parlamento. Los griegos no entendieron su significación hasta que vieron aproximarse a sus líneas a un oficial latino y dos sargentos, sin armas, que pedían hablar. Otros tres griegos salieron a la tierra de nadie y escucharon. «Tenéis seis muertos ya, que pueden ser sesenta. Galvano della Porta os ofrece la paz, a condición solamente de que devolváis la sagrada reliquia de san Demetrio. Tenéis veinticuatro horas para pensarlo, durante las cuales, si os parece, podemos establecer una tregua.» Se retiraron los griegos con el mensaje, lo transmitieron a los mandos, se discutió, el obispo ortodoxo fue invitado a la sesión. El bando de unos pocos advertía contra la patencia del engaño: quedar inermes y luego los matarían; entonces propuso alguien que, como garantía, pudiera conservar las armas al menos durante un año, y en todo lo demás, conformes: fuera, en la plaza, silenciosas, las mujeres esperaban la decisión. Cuando supieron que sólo les exigían el Hueso, lloraron, pero también dieron gracias a Dios. El texto de la propuesta, firmado por el alcalde y el obispo, llegó hasta Aldobrandini. «¡Tengo que consultar al general!» Y se marchó. ¿Dónde ocultaba a Della Porta? ¿En el castillo, quizá? El coche de Aldobrandini había sido visto por una de las calles en cuesta, aunque ya de vuelta. Lo rodearon los capitostes de la conjuración. «Al general le parece perfecto que los griegos exijan una garantía. Están, como podéis imaginar, escarmentados.» «¿Y por qué andamos con contemplaciones? Con matarlos a todos… Quedaríamos libres de esa gentuza, y para el trabajo en el astillero, ya aparecería quién.» El que había hablado era un importante hombre de negocios, Giorgio. Ascanio lo encaró y le habló así: «Hasta ahora, La Gorgona ha vivido, y no mal, del comercio de nuestros barcos. A partir de este momento, no entrará en la Isla una sola moneda que no provenga de la construcción de buques, como bien sabes. En realidad, hemos llevado a cabo esta revolución para sustituir el comercio marítimo por la industria; pero a ti no se te oculta que Inglaterra nos encargará sus grandes navios de combate sólo porque nuestros carpinteros de ribera resultan más baratos que los de Southampton. En cuanto mates a los griegos y tengas que importar trabajadores, se hundió gloriosamente el negocio en las aguas del mar». Giorgio inclinó la cabeza, permitió que el sentido común acallase las furias apasionadas de la venganza. «Hay que dar gracias a Dios de que a los griegos no se les haya ocurrido también pedir la libertad o la vida de De Risi. Hubiéramos tenido que concedérselas y tendríamos que prescindir del gran proceso de responsabilidades, del Gran Juicio que todos esperamos. La muerte del comodoro, ¿no satisface más nuestras reivindicaciones que la de un par de centenares de griegos?» A todos los reunidos se les representó el espectáculo apabullante del Tribunal, todos enmascarados; el temido Consejo de los Diez, que no se descubría el rostro hasta dictar la sentencia: de entre los Ciento escogidos, más enmascarados todavía. ¡Dos siglos por los marinos relegados, aquellos tribunales democráticos, a la vacua condición de recuerdos! Pero aún permanecían memorias de la justicia implacable que ejercieran durante la Edad Media, y después. Era probable, además, que entre los presentes se eligiesen los Ciento. ¿Quién duda de que alguno de ellos se sentaría entre los Diez? Ascanio despachó un ayudante con instrucciones para que a la mañana siguiente se firmasen las paces, e inmediatamente empezó a preparar la gran concentración del Día Glorioso, todo el mundo delante de la catedral para asistir al llanto de los helenos cuando su obispo barbudo entregase la reliquia al bien rasurado obispo de los latinos: fue un momento especialmente histórico, subrayado por el fuego de todas las baterías y el repique de todas las campanas, y se continuó luego, retirada a sus bases la patética procesión arrabalera, en la plaza de la Señoría, el lugar de las grandes efemérides, donde Ascanio salió al balcón, rodeado de proceres, y leyó el decreto en el que nombraba Podestá al general Galvano. El pueblo reventó en aclamaciones, y pronto se manifestó la voluntad unánime de ver al general: cuando esta petición era un clamor, Ascanio señaló el castillo de los Templarios, allá arriba, en la cima de la ciudad; señaló la terraza delante de la torre del homenaje, y todos los presentes pudieron ver cómo una figura menuda y algo rígida, a la prusiana, se aproximaba al parapeto y se apoyaba en él: alzaba una mano, saludaba… Los que en aquel momento disponían de un catalejo, aseguraron después que el general Galvano vestía unos pantalones de ante blanco, con botas negras; una redingote militar de color gris oscuro y un sombrero con ala alzada por delante: mantenía una mano debajo de los botones del pecho, y saludaba con la otra. Alguien dijo en secreto que no venía a recibir los abrazos y los vítores porque estaba leproso: cuando el secreto se hubo extendido debidamente, callaron los clamores y se levantaron hacia el castillo aquellos miles de manos silenciosas y elocuentes. Y sucedió que el sol, que se ponía, envió sobre la plaza y los presentes la sombra oblicua, alargada, del general, y todos enmudecieron, como si el ala de un arcángel los cubriera. Aldobrandini dijo: «¡Esto hay que institucionalizarlo!». Y se contempló la movediza sombra recorriendo las cabezas atónitas conforme se retiraba el sol. Entonces, el general Della Porta desapareció: quizá llorase. A nadie sorprendió que desde aquel momento mismo Ascanio Aldobrandini se instalara en el sillón ocupado hasta entonces por el vencido comodoro: se le tenía por lugarteniente de hecho del general, se le tenía por su primer ministro. Empezó a firmar decretos: «Vista y estudiada serenamente la propuestea del Tribunal de los Diez, reunidos en sesión especial y pública, accedo a condenar a muerte y lo condeno, al comodoro Arcángelo de Risi, el cual, antes de ser ahorcado de una almena del castillo, será desposeído de su grado militar, de sus títulos y privilegios. En nombre del Podestá, lo firmo… Ascanio». Así: el nombre solo. El cuerpo del comodoro permaneció ocho días a la vista, juguete de vientos, comida de grajos. Después se permitió a su esposa que lo enterrase: ella y su hija Demónica fueron invitadas a emigrar, porque el corazón cansado del general no podía soportar el sufrimiento de su presencia en la Isla, esposa e hija del vencido. ¿Qué culpa tenían ellas? El hijo había muerto en la defensa de la Escuela Naval, como su padre temiera. Varios pintores representaron el momento en que el comodoro recibió la notificación de la sentencia: el Tribunal de pie, y él también: un gentío silencioso en las gradas para el público. Pero difieren los artistas en la interpretación del acontecimiento: para algunos, en el rostro de los jueces se pinta el terror secreto, el temor a los remordimientos y a la Justicia divina, mientras que en el reo resplandecen la dignidad y el valor: para otros, lágrimas cobardes mojan el rostro temeroso de De Risi, al tiempo que el fulgor de la Justicia envuelve como un halo la cabeza de los jueces: ambas versiones comparecen vecinas, hoy, en el Museo Local de La Gorgona, pero empieza a olvidarse el episodio. Lo que en cambio recuerdan los habitantes de la Isla, y lo tienen escrito en letras de bronce a la entrada del astillero, es la frase que pronunció el joven Pitt cuando supo que la revolución había triunfado: «Si Inglaterra tuviera un puerto como el de La Gorgona, lo haría rodear de una muralla de plata…». Se dijo de Flaviarosa que, cuando le fueron con el cuento, se limitó a responder: «Pues, ¡yo, no!». En cambio, su marido se puso a calcular la plata, y a hallar la equivalencia en esterlinas.