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La revancha

¿Usted sabe hasta dónde llegaban los hematomas? Hasta las vértebras prácticamente de la víctima. En la segunda autopsia faltaba una parte del cuello y lo mismo se veían todavía las huellas de los dedos: el pulgar, el índice, el mayor. Extraordinario. Ésa era la fuerza del Flaco. No tenía el músculo tradicional, abultado, del boxeador norteamericano. De la punta de la uña hasta el hombro, todo derecho como una barra de hierro.

Yo leí lo que salió en su momento en los diarios, en las revistas. Después escuché el juicio por la radio, como todo el país, pero distinto, porque a mí me tocaba en lo personal. El abogado de la familia de ella salió hablando del placer del estrangulador, le cito palabras textuales, que siente cómo se escurre entre sus manos la vida de la víctima. Dos cosas tengo que objetar: primero, al decir "entre sus manos" habló de más, porque fue con una sola, la derecha. Segundo, ¿qué placer? Veinte a treinta segundos hasta que la víctima pierde la conciencia. Placer cortito, y en esos treinta segundos el hombre pierde todo, mata a la mujer, deja huérfano al hijo, destruye todo lo que consiguió en tantos años, toda la gloria de campeón, todo. Entonces la gente se pregunta, cómo puede ser, cómo puede ser.

Pero yo no me pregunto nada porque lo sé con certeza, porque ahí se da mi intervención personal en forma directa, ésa es mi revancha. Es historia larga, si tiene paciencia se la cuento.

Yo me empecé a interesar en el boxeo de pibe. Éramos vecinos de un campeón de la Armada Na cional. Mi padre, que era militar, me hizo un lugar con dos palos de escoba enganchados en la pared y la bolsa esa tipo marinera que tenían los militares para su equipo. La rellenó de arena mezclada con aserrín y me enseñó el abecé del boxeo. Nunca peleé. Pero fue una de las pasiones de mi vida. Como el fútbol.

Tuve una vida como todos: yo a Dios le di las gracias tanto cuando me fue bien como cuando me fue mal. A mí no me gustaba el estudio de chico, me pegaron mucho para que estudiara, no estudié. Quería trabajar, trabajé. Entré en Marina, trabajé once años en la Armada Nacional. Yo fui civil, escalé muy rápido por mi capacidad de oficinista: dactilógrafo de setenta y seis palabras por minuto sin errores, en la Pitman daban el diploma con cuarenta y cinco. Pero un día… yo abría las ventanas y veía que el sol no era mío, el aire no era mío… Tenía esa rebeldía, ese deseo de ser independiente. Puse un almacén y me fundí. Me mató el barrio, la confianza, la libreta de hule: mañana te pago, a fin de mes te pago, llega el día y no te pago nada. Después empecé a hacer negocios de otra clase y me fui levantando. Cosas normales, de la vida.

La desgracia inesperada fue cuando me nació el primer hijo. El chiquito trajo doble luxación de cadera, con una deformación poco común, que no se arreglaba así nomás. Al menos en ese tiempo, ahora se hicieron muchos avances de la medicina. Había un médico que lo trataba desde bebé, un traumatólogo que era una eminencia, el doctor Bordaberre. El tipo había inventado un sistema de cuatro posturas que a los pibes los iban enyesando y tenían que estar tres meses en cada postura. ¿Sabe lo que sufría cada vez con el yesito nuevo hasta que se acostumbraba? Mi señora dormía toda la noche con el nene encima, le hacía de colchón. Pero a este pobrecito mío le sacaban el yeso y paf, en el momento mismo se volvían a zafar de lugar la cabeza de los fémur. El doctor Bordaberre llegó hasta donde pudo y dijo: hasta acá, más no se puede. Si lo llevan a Estados Unidos, a Europa, lo mismo es, no van a poder más que esto.

Pero mi señora no se quería conformar, vio cómo son las mujeres. En el fondo yo tampoco, qué le voy a echar la culpa a ella. Es triste hacerse a la idea de que un chico no camine. El Dani iba creciendo, siempre en su sillita de ruedas. Muy inteligente. Un día encontramos un médico que dijo que él lo operaba y lo sacaba andando: mentira. Después que lo operó quedó peor, ya poco sentado podía estar. De a ratos nomás aguantaba en la silla y se tenía que acostar. Empezó a sufrir de los pulmones. Congestión pulmonar, por la posición. Cada invierno no sabíamos si pasaba. Fue entonces que lo conocí al hombre que me cambió la vida, un gran mentalista, el Hermano Zelaya, el que unió mi vida al destino del Flaco.

Los humanos somos así: cuando te va bien, te crees que todo te lo conseguiste solo. Cuando te va mal, recién empezás a respetar la suerte, el destino.

El Hermano Zelaya era muy espiritual. Tenía poderes de verdad, controlaba a los ángeles. Es decir, él tenía control de un ángel importante que a la vez podía manejar a otros más chicos. Los ángeles son seres de cuidado, pero el Hermano Zelaya sabía cómo tratarlos. Y así íbamos pasando cada invierno, siempre con el corazón en la boca.

Yo lo veía al chico mío ahí acostado, cuanto mucho sentadito, y me agarraba una impotencia como no le puedo decir. Por suerte tenía esa gran pasión del boxeo, que me sacaba de la tristeza, me hacía pensar en otra cosa. El boxeo, no como ahora, era un espectáculo de multitudes. Ahora está todo suplido por la televisión.

Íbamos siempre al Luna Park con mi señora. Era como un rito la bajadita ésa, se veía la gente que venía de todos lados, parecíamos hormiguitas entrando al hormiguero. Primero paseábamos por Florida, calle de lujo. Mire que cambió toda esa zona. Después sacábamos entradas acá y entrábamos por el otro lado, se daba toda la vuelta al edificio y en el camino íbamos parando en los bares. Como le digo, un ritual.

Yo los vi a todos. A Pascual Pérez. Por supuesto quién no lo vio a Nicolino Locche, gran maestro. Eso sí, no fue parejo como el Flaco. Yo diría que Nicolino tuvo una obra maestra máxima, como un pintor, como un escritor escribe su obra cumbre, que fue la pelea del título. Y después, bueno, irregular por indolencia, Locche.

En el Luna Park, en la época en que el Flaco empieza a ser fondista, se hacía cada pelea. Hubo una Saldaño-Cachazú que había veintidós mil y pico de personas y yo la vi arriba de los hombros de otro y otro arriba de los hombros míos, así como le digo, como venga. En ese fervor de la multitud uno se olvida de todo. Eran grandes peleas entre semi-ídolos, tipos que tenían su hinchada.

En cambio al Flaco Escopeta que le decían, le costaba mucho meterse en el público del Luna. No tenía la entrada que tenían otros en ese momento. Había boxeadores muy taquilleros, a lo mejor sin grandes condiciones, aporreadores ¿vio?, esos que como máxima virtud tienen lo de tirar golpes y descuidan un poco la defensa, se dejan pegar, nomás que ellos dan más fuerte. Abel Cachazú, Jorge Saldaño, Oscar Bonavena. Y había muchos otros. El Flaco era distinto, sabía pegar sin dejarse.

Tal vez uno de los motivos por los que más le costó entrar en la gente es que era calculador el Flaco. Él decía: yo no mido al rival, yo no sé ni quién es, yo lo tomo como alguien que me viene a sacar la plata del bolsillo. Ése era el sentimiento que tenía él para el contrario. Ahora, arriba del ring, cuando el Flaco lo miraba, daban ganas de irse. Él tuvo una mirada para mí muy parecida a la de Federico Thompson que vino y peleó con Gatica acá, notable boxeador, absolutamente notable, hoy algo así no existe.

El Flaco era frío. No era un tipo de sacar tanto las manos, de dar tanto espectáculo, se cuidaba, él sabía que no tenía aire para regalar: por los problemas que tuvo en la infancia tenía una capacidad pulmonar muy limitada. No le faltaba nada ni le sobraba tampoco. A lo mejor por eso que me hacía acordar al Dani, yo me empecé a fijar en él antes que otros.

Con el Hermano Zelaya conversábamos a veces de boxeo. Sabía. Él sabía de todo, de las cosas de este mundo y también del otro. Años después, cuando se estaba por morir, me tranquilizaba mostrándome a los ángeles que le rodeaban la cama, yo no los veía porque no tenía esos poderes. La cosa es que se acercaba la fecha de la pelea del Flaco con Benvenutti cuando el Hermano Zelaya me preguntó si a mí me interesaba ayudarlo. Al Flaco, digo. Era un buen momento esos días para mí. Noviembre. Un mes tranqui para los males pulmonares. El chiquito había pasado un invierno bravo y pasó entero. Después vino la primavera que al principio tiene lo suyo, el cambio de clima siempre trae mucha peste, bronquitis y cosas. También pasó entero. Ya teníamos la nena, que vino sanita. Cosas buenas de la vida. Con uno impedido y la beba, mi mujer ya no podía casi nunca venir conmigo al Luna, pero estábamos bien, contentos.

Entonces, como le digo, fue que el Hermano Zelaya me ofreció esta posibilidad: mucha gente, me dijo, con sus oraciones, con su fe, hace que gane, póngale, su equipo de fútbol. Y si usted está de acuerdo, hacemos un trabajo para ayudarlo al Flaco contra Benvenutti. Los trabajos eran caros, pero valían la pena. El Hermano Zelaya no se quedaba casi con plata, también tenía que invertir en las materias primas para los trabajos, algunas eran caras porque había ceras importadas, esencias especiales, reliquias tan verdaderas que no se pueden comprar por ninguna plata sino que los dueños las alquilan. Yo andaba forrado porque me había salido bien una venta grande de papel. Era negocio juntar papel en ese momento, vio que en este país hay que estar atento a lo que se da. En una casa vieja de la calle Bilbao que la usaba como depósito, llegué a juntar como siete mil kilos de papel. Se los vendí a una fábrica de papel higiénico y me hice con buena plata.

La pelea de Benvenutti, en lo previo, a todos los argentinos nos pareció una aventura casi descabellada. El Hermano Zelaya tenía razón: era una de esas situaciones en que hace falta trabajar a la suerte, hacerla actuar de un lado. Benvenutti era un gran campeón, Italia tuvo uno solo como él. Qué sé yo, se le puede comparar Primo Camera, en la época de Firpo. Pero en la época contemporánea no hubo otro.

El Flaco ya era campeón sudamericano, le había ganado a Jorge Fernández, también un grande, para nosotros casi un campeón sin corona, hoy sería un primera serie. Pero sin embargo cuando le gana a Fernández la primera vez, igual no despertó expectativas, se tomó como un resultado más porque la pelea fue un poco cerrada, ganó bien pero con lo justo. Después le volvió a ganar fácil, ya en esa etapa contaba con mi ayuda espiritual.

Pero para la época en que fue a Italia a pelear con Benvenutti, todavía no sabíamos si el Flaco valía por él realmente o porque Jorge Fernández estaba en declinación, no teníamos cómo comparar. Y cuando el Hermano Zelaya me propuso ayudarlo con un trabajo místico, a mí me gustó. Pensé que si resultaba, Dios me perdone, podía empezar a apostar y obtener ganancia fácil. Ya en esa pelea misma aposté unos pesos, poca cosa, por estas dudas que todos teníamos. Por más que yo confiara en la capacidad de Zelaya de manejar a los ángeles, quería primero verlo en acción. Porque yo había visto cómo él podía ayudar en un lecho de enfermo, pero no lo había visto usar sus poderes en el ring a favor de un boxeador. Las apuestas estaban, qué le puedo decir, veinte a uno a favor de Benvenutti, era como jugarse al peor matungo de la carrera.