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Mamá volvió a prestar atención a la voz lejana, con ecos, que venía desde el tubo del teléfono. Entregaba una atención absoluta, concentrada. Al principio sonreía. Después dejó de sonreír. Después habló mucho más alto de lo necesario para ser oída. Después hizo gestos que eran inútiles, porque su interlocutor no los podía ver. Después cortó y sintió que tenía ganas de llorar y que quería estar sola. Después escuchó un ruido largo, complejo y violento. Tom gritó. Mamá corrió a la cocina.

Parado sobre la mesada, entre lechugas y berenjenas, Tom gritaba asustado. Soledad trataba de no llorar, milagrosamente entera en medio de una pila de escombros: restos de platos y vasos rotos. Tom se había trepado a la mesada para alcanzar los frascos de mermelada del estante y, apoyándose con todas sus fuerzas, lo había hecho caer. El bebé estaba bien. Habían volcado deliberadamente la azucarera sobre la cuna para mantenerlo entretenido. Lamía el azúcar con placer y agitaba los brazos y las piernas emitiendo sonidos de alegría. En la batita y en el pelo también tenía azúcar. Mamá miró los restos de un plato azul, de loza, con el dibujo de un perrito en relieve, un plato que había pertenecido a su propia madre. Nadie que no tuviera ese platito azul en un estante de la alacena podría llegar a ser una buena madre. Tuvo más ganas de llorar.

Tom y Soledad habían estado jugando al picnic en el suelo de la cocina, sobre el mejor mantel blanco, el de las cenas con invitados. Habían sacado pan, queso, mostaza, ketchup y Coca de la heladera y habían usado algunas de las frutas y verduras que estaban todavía sobre la mesada. En el mantel había dos tomates y una manzana mordisqueados, unas papas sucias y manchas de mostaza.

Mamá quería estar sola y quería llorar. Pensar en lo que le estaba pasando. También quería pegarles muy fuerte a Tom y a Soledad. Pero antes tenía que sacar al bebé de ahí para que el azúcar no le provocara gases, tenía que asegurarse de que los tres estuvieran bien y barrer los restos peligrosos de la cocina. Alzó a Tom, que estaba descalzo, y lo llevó a su pieza.

– Ándate de acá, Soledad, salí que voy a barrer -dijo con voz controlada, contenida.

– Vos dijiste hagan lo que quieran.

– Soledad no te estoy retando ahora, solamente te dije que salgas.

– El estante lo tiró Tom -dijo Soledad.

– ¡Porque vos me mandaste a buscar la mermelada! -gritó Tom, que había vuelto a acercarse, todavía descalzo, a la puerta de la cocina-. ¡Sos una acusadora y una basura con ano y porquería cagada!

– ¡Basta! -gritó mamá. Y ella misma se asustó al notar la carga de furia en su grito-. Basta basta basta, no aguanto más gritos, hiciste un desastre y encima gritas gritas gritas.

Atrapó a Tom de un brazo y le dio un chirlo en la cola sabiendo que estaba siendo injusta, que Soledad había sido tan culpable como él o más. El bebé lloraba ahora y también Tom. Soledad le dio un empujón a mamá con bastante fuerza como para hacerla caer de rodillas, con las manos hacia adelante. Sintió un dolor afilado en la palma de la mano derecha.

– ¡No le vas a pegar a mi hermanito!

– ¡Mamá es un dedo en la nariz! -gritó Tom.

Mamá había caído sobre un vidrio roto. Se miró la mano lastimada. El tajo era profundo y sangraba.

– Mamá, ¿por qué la sangre es colorada? -preguntó Tom.

– Mira lo que le hiciste a mamá, Soledad -dijo mamá, mostrándole la herida.

Pero después vio la carita asustada, los ojos grandes de Soledad, y pensó que había sido cruel. Una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, no los carga de innecesaria culpa.

– No es nada, linda, no te asustes, ya sé que fue sin querer, ahora me pongo agua oxigenada y una curita y ya está -agradecía casi el dolor físico que le permitía evitar las sonrisas, hasta llorar un poco. Levantó la mano por encima del corazón para parar la sangre.

– Mamá, ¿por qué la sangre es colorada? -preguntó Tom.

– Porque sí -dijo mamá distraída, apretándose la mano con un repasador. Tenía que barrer y sacar al bebé. ¿Qué primero? Organizarse.

– Soledad, haceme un favor, levanta un minutito al bebé mientras yo me voy a poner una venda.

– Pero yo también quiero ver cómo te curas.

– Sí, levántalo al bebé y vení con él al baño y ves todo.

– Mamá, ¿por qué la sangre es colorada?, porque sí no me digas -dijo Tom.

– No quiero levantar al bebé porque está sin pañales -dijo Soledad-. Me va a cagar y mear toda.

– ¡Soledad cagada y meada! -gritó gloriosamente Tom.

Mamá terminó de atarse torpemente el repasador con ayuda de los dientes. Necesitaba estar un momento, nada más que un momento, sola. Y en silencio. Pensar en la voz lejana, con ecos. Y llorar. Levantó al bebé y mientras lo sostenía con el brazo izquierdo usó la mano herida para inclinar la cunita y tratar de sacudir el grueso del azúcar. Acostó al bebé y empezó a barrer los restos de vidrios y loza. La tarea hizo que se aflojara el repasador mal anudado y la mano herida volvió a sangrar. Dolía mucho. Juntó lo que pudo con la pala. Levantó al bebé y lo llevó a la pieza para ponerle un pañal limpio. En el camino, el bebé regurgitó una bocanada de leche semidigerida sobre su ropa.

– Mamá, por qué la sangre es colorada, porque sí no me digas -preguntó Tom.

– Porque está compuesta por glóbulos rojos -dijo mamá mientras le ponía el pañal al bebé y le limpiaba la boca con un trapito. Tom se quedó desconcertado por unos segundos, pero Soledad estaba atenta.

– ¿Por qué son rojos los glóbulos de la sangre? -preguntó.

– Porque el libro del porqué tiene muchas hojas -contestó mamá.

Puso una sábana limpia sobre la cuna y unos cuantos chiches de goma. Todo lo que tocaba se ensuciaba con manchitas de sangre. El bebé se largó a llorar en cuanto lo puso boca abajo. Pero esta vez mamá estaba decidida a curarse la mano. También quería estar sola. Soledad la siguió al baño para ver cómo se vendaba.

– ¿Ves lo que hace mamita? Así también tenes que hacer vos cuando te lastimas. Primero lavarse bien a fondo con agua y jabón.

El baño seguía encharcado de agua jabonosa. Levantó los cosméticos mojados. Tendría que secarlo enseguida antes de que alguien se resbalara. En el botiquín encontró agua oxigenada, vendas, tela adhesiva. Iba a necesitar ayuda. Vertió el agua oxigenada sobre la herida, que tenía los bordes separados. Probablemente necesitara unas puntadas pero se sentía incapaz de llegar con los tres chicos hasta el hospital. Apretó una compresa de gasa con mucha fuerza contra la herida, para parar la hemorragia. Después se puso otra gasa limpia y, con ayuda de Soledad, la tela adhesiva. Entonces percibió el silencio. El bebé había dejado de llorar.

– Soledad, anda a ver qué pasa con Tom y el bebé.

A Soledad le gustaba proteger al bebé casi tanto como pegarle a Tom. Apenas había salido cuando se escuchó su desesperado aullido de socorro.

– Lo está matando, mamá mamá mamá, lo va a destrozar, mamá, mamá, ¡vení ahora! Lo está revoleando, ¡LO MATA, MAMÁ!

Mamá quiso correr a la velocidad que exigían los gritos enloquecidos de Soledad, se resbaló y se cayó torciéndose un tobillo de mala manera. Se levantó y siguió como pudo hasta la pieza donde el bebé dormía tranquilamente en su cuna mientras Tom revoleaba por el aire un perrito de paño relleno de mijo. El perrito ya estaba en parte roto y el mijo salía por el agujero, impulsado por la fuerza centrífuga, chocando contra las paredes, cayendo al suelo, sobre las camas, en la cuna. Soledad gritaba histéricamente. Mamá la hizo callar de una bofetada, le sacó a Tom el perrito de paño y se sentó sobre una de las camitas porque el tobillo lastimado ya no la sostenía. Vio sangre en la cara de Soledad y sintió un golpe en el corazón. Después se dio cuenta de que le había pegado con la mano herida, que volvía a sangrar. Vio el dibujo de globos y payasos que ella misma había elegido para la colcha y otra vez tuvo ganas de llorar.

– Traéme el costurero que voy a curar a tu perrito: lo voy a coser -le dijo a Soledad. El tobillo empezaba a hincharse.

– Traéme esto, traéme aquello, qué te crees que soy -dijo Soledad-. ¿Te crees que soy la Cenicienta de esta casa?

– Entonces no te coso nada el perrito y no me importa nada si se le sale todo el relleno -lloriqueó mamá. ¿Como una buena madre? ¿Lloriqueando?

– Quiero panqueques rellenos -dijo Tom-. Mamá le pegó a Soledad. Mamá es un ano con pelotudeces.

Mamá rengueó hasta su dormitorio. En el cajón de la cómoda encontró un pañuelo del tamaño adecuado para hacerse un vendaje en el tobillo. Un esguince, nada grave, si mañana empeoraba iría al médico. El pie ya no le cabía en el zapato. Trató de hacer el vendaje bien apretado (la mano herida no le facilitaba el trabajo) y se puso encima un zoquete de los que su marido odiaba y que ella usaba solamente para dormir. Sintió en el aire un olor a quemado y se acordó de la torta pascualina.

Caminando despacio (el tobillo latía dolorosamente) fue a la cocina. Se agachó para abrir la puerta del horno y vaya a saber por qué alcanzó a darse vuelta justo a tiempo para ver a Tom y Soledad ya definitivamente aliados (pero qué bueno que los hermanos sean unidos, que se ayuden entre ellos), sus cuatro manitas empujándola desde su inestable posición, en cuclillas, contra el horno caliente. Pudo moverse hacia un costado antes de caer, quemándose solamente el antebrazo izquierdo, que rozó la puerta abierta. Puteó de dolor y también de miedo. Sin decir nada, mirándolos fijamente, jadeando, puso la zona quemada debajo del chorro de agua fría. Eso la alivió enseguida.

– Mamá dijo una mala palabra -dijo Tom.

– De veras no sabíamos que el horno estaba caliente de verdad, mamita perdóname, queríamos jugar a Hansel y Gretel, de veras que no sabíamos.

– La bruja mala se quemó en el horno y se hizo de chocolate rico y se la comieron -dijo Tom-. Mamá dice malas palabras.

– De veras que no sabíamos -repitió Soledad, con cierta monotonía.

Mamita pensó que no le creía y también que estaba loca por no creerle. Sus hijos. Los quería. La querían. El amor más grande que se puede sentir en este mundo. El único amor para siempre, todo el tiempo.

El Amor Verdadero. Necesitaba estar un momento sola, pensar en la llamada, en la voz lejana, con ecos. Llorar. Ponerse Cicatul en la quemadura, que ardía ferozmente. Fue al baño. Una mujer organizada ya lo habría secado. El baño seguía mojado. Una buena madre. Tom la siguió.