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– Qué raro -dijo él, rozando con un dedo el cartelito que ella llevaba prendido en la solapa-. Qué raro. Dossi. Siempre pensé que tendrías apellido judío.

Qué raro: haber conocido tanto de sus cuerpos y nada de sus nombres. Y como él no usaba la identificación del congreso, Stella empezó por el principio: por preguntarle cómo se llamaba, quién era, dónde vivía, como si nunca se hubieran besado, como si nunca hubieran estado abrazados, asustados, acostados en la cama de un hotel por horas, escuchando allí afuera pasos y sonidos que siempre les parecían amenazadores, policiales.

La mayor parte de la gente que ha compartido alguna vez, estrechamente, el mismo tiempo y espacio, trata de resumir, al encontrarse muchos años después, todo lo que sucedió durante el lapso transcurrido desde que dejaron de verse. A Virulana y el Pampa, en cambio, les interesaba mucho menos saber qué habían hecho después, por dónde y hasta dónde habían llegado, que enterarse de lo que estaban haciendo en aquel mismo momento en el que compartían riesgos esforzándose por saber cada uno, del otro, lo menos posible. Y por momentos era tan difícil, por momentos había que fingir que uno no conocía a un amigo de siempre más que por el nombre de guerra o, como en este caso, había que resistirse deliberadamente a seguir las múltiples pistas que podrían conducir a la verdadera identidad de la persona con la que uno se acostaba. Hablaron, entonces, en la cafetería de esa universidad norteamericana que los amparaba con su riqueza fácil y generosa, burlándose de ellos y de sus odios y sus esperanzas de veinticinco años atrás -evitando, mientras hablaban, todo recuerdo o mención de esos odios y esperanzas-t sobre sus trabajos y sus estudios y sus amigos y sus familias de aquella época. Intercambiaron sus verdaderas antiguas direcciones, en las que ya ninguno de los dos vivía. Hablaron de lo que hacían sus padres, de sus vidas cotidianas y secretas, paralelas a los encuentros en el local donde se reunían para hacer política barrial, para trabajar en la concientización de los vecinos, repartiendo volantes, colaborando en tareas comunitarias, tocando timbres casa por casa para conocer y conversar y persuadir a las señoras del barrio, participando en interminables reuniones políticas en las que discutían y analizaban las órdenes que bajaban desde las alturas a veces irreales en las que estaban situados sus dirigentes y que finalmente debían limitarse a obedecer, organizándose para marchar en las manifestaciones y aprendiendo a manejar, asustados y orgullosos, las armas que guardaban en el sótano. Sin tocar, todavía, sus recuerdos comunes, hablaron de esa otra zona de sus vidas que nunca habían compartido ni conocido, que en aquel momento debían mantener oculta como par-e de una militancia política que en cualquier momento podía volverse, como en efecto sucedió, prohibida y clandestina.

La cafetería se llenó de gente. Panelistas, espectadores, estudiantes cargaban sus bandejas con esa comida que a la licenciada Stella Maris Dossi, o Virulana, le resultaba entre insípida y repulsiva, a la que el Pampa, que ahora era también el doctor Alejandro Mallet, parecía estar acostumbrado después de vivir muchos años en Estados Unidos. Otros colegas pidieron permiso para compartir la mesa. El Pampa se sirvió una enorme porción de ensalada verde con fideos fríos a la que aderezó, usando un cucharón, con una sustancia blancuzca, espesa, mucilaginosa, en la que se veían algunos trocitos sólidos, y parecía hecha a base de algún derivado del petróleo.

– Blue cheese -comentó, con tono de disculpa-. Me encantan todos los dressings.

Y Virulana no era quién para discutir los beneficios o el sabor de los aderezos de ensalada yanquis con el responsable de su unidad básica. Antes le gustaba el contraste entre los ojos muy celestes y el pelo muy negro del Pampa; ahora el color se veía desvaído, parecía haberse atenuado en el juego con el pelo casi blanco. Stella comió poco. Las olas de calor parecían tener misteriosas relaciones con el funcionamiento de su aparato digestivo.

A la noche fueron a bailar con un grupo de colegas. Habían elegido una disco para gente grande, donde pasaban oldies de los sesenta. Stella se lució bailando Twist and Shouts en versión de Chubby Cheker con un neurólogo canadiense especialista en miogramas. Se sacó los zapatos para que las medias le permitieran resbalar mejor por el piso plastificado y consiguió, incluso, gracias a los ejercicios que hacía todos los días para fortalecer los cuadríceps, realizar esa compleja flexión que exigía el twist, bajar y subir lentamente en puntas de pie, con las piernas dobladas moviéndose a un lado y al otro, a pesar de su leve artrosis de rótula en la rodilla izquierda. Su compañero de baile la aplaudía pero no lo intentó.

Volvió a sentarse triunfadora, empapada en sudor y el Pampa la besó largamente en el cuello.

– Qué saladita -dijo-. Vamos al hotel.

– Mañana -pidió Stella.

– Mañana viene mi mujer -sonrió él. Entonces se fueron, sin llamar la atención; de todos modos la disco cerraba pronto, a la una, y Stella no pudo dejar de recordar con cierto escándalo a medias fingido que a esa hora, en Buenos Aires, sus hijos empezaban a vestirse para salir, pero no consiguió sorprender al Pampa, que viajaba a la Argenti na con cierta frecuencia.

Hubo sólo un mal momento, que pasó rápido: fue cuando él la cubrió con su cuerpo y ella lo sintió encima como una gigantesca bolsa de agua caliente y tuvo que contenerse para no apartarlo bruscamente de una patada como tantas veces hacía de noche con la ropa de cama, molestando a su marido que se quejaba débilmente y trataba de seguir durmiendo. Moviéndose ahora con tanta delicadeza como pudo, lo hizo cambiar de posición y todo volvió a deslizarse con feliz intensidad. De eso estaba orgullosa: de su intensidad. De sus pechos todavía enteros y fuertes.

Y de sus manos, de los dedos alargados, pero sobre todo de la precisión y la fuerza que habían adquirido sus manos en el constante trabajo físico que le exigía su profesión. Gritó un poco al final, para él y también para sí misma.

Después, en la cama enorme, desnudos y sin fumar -pero cómo olvidar el placer que en otros tiempos les daban los cigarrillos negros y fuertes que fumaban juntos, los buches de ginebra barata que se habían pasado de una boca a la otra-, disfrutó la sensación de orgullo que produce el sexo cuando es alto y bueno.

Y entonces siguieron hablando de gente, de cosas, de situaciones y circunstancias que cada uno sabía, aportaron informaciones y recuerdos tratando de armar ese rompecabezas que era para ellos y para todos sus compatriotas la época de la militancia y de la dictadura, en que sólo era posible conocer una parte recortada, arbitraria, de la realidad, en la que de todos modos siempre faltarían piezas. Hablaron de personas y destinos, intentaron reconstruir historias, se confesaron todo lo que era posible confesar, recordaron uno por uno a sus compañeros y consiguieron, entre los dos, en algunos casos, recomponer sus vidas o sus muertes. Era raro que el Pampa no mencionara nunca a su gran amigo-enemigo de aquel entonces, siempre juntos y siempre enfrentados, listos para propagar a otros campos la más teórica de las discusiones políticas.

– El Pampa y el Tano -le recordó Stella-. Ya empezaron las tribus enemigas, decíamos en las reuniones.

Habían pedido un champán de California, que resultó mucho mejor de lo que ella se imaginaba, y compartían una copa bebiéndolo a pequeños sorbos, culpables y contentos de estar vivos. El Pampa dejó la copa sobre la mesita de luz y prendió el televisor con el control remoto.

– Me gusta ver la tele sin sonido -dijo-. Me acostumbré aquí, cuando era residente, en el hospital.

– El Tano tenía siempre los cachetes colorados. No era muy inteligente, no era muy buen mozo, pero tenía algo. Era un tipo decente.

– ¿Te gustaba? -preguntó él, con la vista fija en el televisor.

En la pantalla un perro ladraba en silencio ante un pote de alimento vacío con forma de galletita. Stella recordó una mala película italiana, un laboratorio donde se hacían experimentos con perros a los que les había cortado las cuerdas vocales para que no molestaran a los investigadores con sus aullidos de dolor.

– Era demasiado chico para mí. Medio tartamudo, ¿te acordás? Se trababa en la p de antiim-ppppperialismo. ¡No tenía mucho futuro en la izquierda!

– A él sí le gustabas -dijo el Pampa-. Estaba loco por vos. Se puso mal cuando dejaste.

– No te creo -sonrió Stella-. A veces pienso en el Tano. Qué estará haciendo. Me lo imagino médico también, pero no atendiendo pacientes. Sanitarista en la Patagonia, algo así.

– Está muerto -dijo el Pampa. Y empezó a vestirse. Estaban en la habitación de Stella.

– ¿No te quedas a dormir conmigo? -preguntó ella, fingiendo decepción por razones de cortesía pero en realidad con ganas de quedarse sola para reordenar su archivo de recuerdos, sacudidos por el torbellino de la memoria ajena.

El Tano. Uno más, entre tantas caras y gestos detenidos por el clic de la cámara en la fotografía eterna de la muerte. No quería saber qué le había pasado, si lo habían ido a buscar a su casa, si había caído en un enfrentamiento, si alguien lo había visto por última vez en un campo de desaparecidos, si había resistido o se había quebrado en la tortura. No quería saberlo, no le interesaba.

– Prefiero estar en mi habitación, sabes -se disculpó el Pampa-, no sé a qué hora llega mi mujer.

Pero no era uno más, el Tano. Sin saber por qué, Stella se rebeló, trató de rebelarse. No puede ser, se dijo, con esa frase repetida tantas veces, la primera frase que usan los seres humanos para negar lo único que sí puede ser siempre, el único destino común de todo lo que nace. Stella no quería que también el Tano estuviera muerto. Quizás por los cachetes colorados. No puede ser. Las historias iban y venían, no todas eran ciertas, había confusiones, nombres o apodos parecidos, errores o informaciones dudosas, imposibles de confirmar.

– ¿Quién te contó que murió el Tano? -preguntó-. ¿Cómo podes estar tan seguro?

– Tuvo un accidente de auto. Un par de meses después de que vos te fuiste. Nadie usaba cinturón de seguridad en Buenos Aires, en esa época. Se podía haber salvado.

El Pampa se puso el saco, se miró al espejo, empezaba a convertirse poco a poco, otra vez, en el doctor Alejandro Mallet. Se pasó una mano por la cara como para borrarse o cambiarse las facciones.

– ¿De dónde lo sacaste? -insistió Stella-. ¿Fue en el barrio? ¿Lo viste? ¿Con tus ojos?