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Con enorme alivio, el muchacho se pasa al asiento de adelante y el auto vuelve a arrancar. No han perdido más de veinte, tal vez treinta segundos. Claudia maneja bien, zigzagueando entre la larga y lenta fila de autos. La cabeza de la chica herida cuelga hacia un costado y unos arroyitos de sangre se escapan todavía por la boca y por la nariz. Joaquín se arrodilla en el asiento con intención de golpear rítmicamente el pecho inmóvil como lo ha visto tantas veces en la televisión: parece fácil. Levanta el brazo con el puño cerrado y lo vuelve a bajar, flojo. No tiene el coraje de asestar un puñetazo sobre esa confusión roja. Echa hacia atrás la cabeza de la chica, que zangolotea con los movimientos del auto sobre el asfalto desparejo, le tapa la nariz con una mano, aspira hondo para pasarle el aire por la boca y una náusea incontenible le crece desde el fondo de las tripas. Sabe lo que hay que hacer, pero no puede. Apenas alcanza a sacar la cabeza fuera de la ventanilla antes de vomitar.

– No se preocupe, señor -lo consuela el policía, que parece aturdido, como si no tuviera plena conciencia de lo que está sucediendo-. Seguro que se hubiera muerto igual.

Ahora han llegado al hospital. Las tres personas vivas bajan del auto casi al mismo tiempo. Nadie quiere quedarse con la mujer herida, a la que todavía no se atreven a llamar la muerta. El policía entra saltando los escalones de dos en dos pero tarda varios minutos en salir con un médico de barba entrecana y una pierna enyesada que se acerca al auto lo más rápido que puede, seguido por dos enfermeros que empujan una camilla.

El médico ausculta a la mujer herida, le busca el pulso en la carótida, le mira con una linternita las pupilas, intenta encontrarle algún reflejo. Poco a poco sus movimientos pierden urgencia. Después le toma una mano, mira las uñas y la palma con detenimiento. Está muerta hace rato.

– ¡Pero recién respiraba! -lo enfrenta Joaquín.

– Mire, lo que para usted es recién, por ahí ya son diez, quince minutos: demasiado -dice el médico con paciencia. Le pone una mano en el hombro pero Joaquín se la sacude con un movimiento nervioso, como un caballo que espanta un tábano-. Tan joven, pobrecita, qué locura. Vamos para adentro -y les hace una seña a los camilleros.

– ¿Van a traer otra camilla? ¿Una de la morgue? -pregunta Claudia.

El médico se da vuelta y la mira con sorpresa.

– Esto es un hospital. Si se nos muere a nosotros, es una cosa. Pero no internamos cadáveres. Si quiere perder tiempo hable con la administración.

En efecto, la chica está cambiando de color. Ya se ha convertido casi completamente en un cadáver. De su cuerpo no sale más sangre y la que le empapaba la ropa empieza a virar del rojo puro al amarronado. El policía parece muy desalentado, pero alcanza a detener con un gesto a Joaquín, que ya está listo para abalanzarse sobre el médico.

– Es así nomás, señor, el doctor tiene razón. Los hospitales no agarran muertos.

Se miran los tres, indecisos. Como si fuera el centro azul de una llama, el cielo mismo vibra de calor. En la quinta, los amigos estarán terminando de comer. Habrán empezado las discusiones acerca de la digestión y la pileta. Es posible imaginar el olor celeste del agua, las manchas de sol en la sombra de los árboles copudos, el grito ocasional de un benteveo, como quien imagina o recuerda el Paraíso. Imposible, perdido.

– Voy a avisar que no nos esperen -dice Claudia.

Mientras habla por teléfono, Joaquín discute con el policía. Claudia ya lo ha visto discutir muchas veces con muchas personas distintas. Conoce los gestos y, sin necesidad de prestar atención a la escena, puede imaginar las palabras.

– Vamos a la comisaría, no zafamos -le explica después Joaquín-. Hay que hacer un acta.

Se le acerca tratando de rodearla con su brazo transpirado, grueso, protector. Ella lo rechaza con un gesto.

– Demasiado calor. Vamos -dice, resignada.

Ahora tienen todo el tiempo del mundo, el domingo se estira infinito hacia la eternidad. El cadáver ocupa mucho espacio en el asiento trasero. El muchacho se sienta bien pegado a la puerta. De vez en cuando tiene que empujar a la muerta que amaga con caerse y se le va encima. Al fin la acomoda bien en el medio del asiento, el cuerpo caído hacia el otro lado, en una postura que en vida hubiera sido ridícula o imposible y ahora parece perfectamente lógica. Pide el teléfono para avisar a la comisaría, así ya los esperan con todo preparado. Por el camino el muchacho se presenta por fin como el agente Fiorini y les habla de lo que pasó. Cuenta una historia larga, triste, con hijos chiquitos, suegras, cuñados, denuncias de los vecinos, comentarios a favor y en contra de la muerta. Su relato es confuso, tiene errores, la cronología es oscilante, carece de los enlaces lógicos que podrían hacerlo inteligible.

– Dios me perdone -lo interrumpe Claudia- pero me muero de hambre.

– Los dejamos en la comisaría y comemos algo por ahí -dice Joaquín, englobando al vivo y a la muerta en el mismo fastidio, el mismo obstáculo que se interpone entre él y la felicidad.

La comisaría es una construcción vieja, de techo chato, con el escudo de la provincia y una bandera argentina mugrienta, apagada en el aire quieto. En la puerta los espera una mujer terrosa, de ojos enrojecidos, vestida con unos shorts viejos y una camiseta de hombre. Usa chancletas de plástico polvorientas, de distinto color en cada pie. Se acerca lentamente y mira por la ventanilla. Cuando baja el policía, la mujer va directamente hacia él; no puede decirse que grite: de su boca, o quizás de su vientre, se escapa en forma persistente un gemido largo y finito, involuntario, como el que emite el motor de algunas heladeras cuando funcionan mal.

– Así me la traes -le dice-. Sos poca basurita vos. Poca basurita.

Es una mujer vieja y las arrugas de la cara son como tajos o cicatrices y amontonan polvo igual que todo el resto del universo. Después se da vuelta y se va, caminando despacio. Sigue emitiendo ese sonido largo y extraño, casi un silbido.

– La madre -dice Claudia. -Lo mismo que si fuera -explica el agente- Es la tía que la crió. La gente de aquí nos conocemos todos.

El muchacho pasa primero pero no los hacen esperar. Los atiende el oficial de guardia, porque el comisario está durmiendo la siesta. Los hace pasar a una oficina casi agradable, donde se siente menos el calor. Como muestra de gentileza, gira hacia ellos el turbo. Joaquín abre los brazos para sentir el aire fresco en el cuerpo transpirado. El oficial les pide documentos.

– ¿Cómo documentos? -Joaquín estalla de hambre y mal humor-. ¿No le contaron lo que pasó? Venimos a dejar eso y nos vamos.

El aire del turbo agita el cabello rubio y lacio de Claudia, que ya le está alcanzando su documento al oficial.

– Disculpe la molestia, pero necesito los números para levantar el acta, señor… -mira la cédula de la mujer- ¿Lavandeira?

– No, yo soy Aulés -dice Joaquín, sacando su documento-. Lavandeira es el marido verdadero. Quiero decir, al revés, ¿no? El ex marido. Pero todavía en los papeles. Usted sabe. -Le entrega su documento.

– Señor Joaquín Carlos Aulés -deletrea el oficial tipeando en el teclado de la computadora. Claudia mira el revés del monitor con una atención fija, concentrada, como si pudiera atravesarlo con la vista.

El oficial les dice que siente muchísimo tener que molestarlos. Habla con sinceridad. Qué más quisiera que ahorrarles esta situación, les dice. Ellos, los del barrio, ya sabían que esos dos iban a terminar mal, y así fue. Con todo, tienen suerte: antes, les dice, en un caso así, tendrían que haber ido con la muerta mucho más lejos, hasta Dolores, y ahora todo se puede arreglar en La Plata. En el juzgado de turno de La Plata.

– Disculpe. Estoy mareada -dice Claudia.

El oficial pide que le traigan un vaso de agua fría y le ofrece recostarse en un sillón, pero ella no quiere. Apoya los codos sobre el escritorio y se sostiene la cabeza entre las manos.

– Es una occisa, señor Aulés, imaginesé: solamente el juez puede darle entrada en la morgue judicial.

Joaquín Carlos Aulés sonríe, se esfuerza por sonreír, se lleva la mano al bolsillo y la deja allí, obvia.

– Seguro que esto se puede arreglar -dice.

El oficial devuelve la sonrisa, asiente moviendo la cabeza con un gesto exagerado de aprobación.

– Es que no se arregla con plata, ojalá, se lo digo para ganar tiempo porque usted dejó el auto al sol. Y no es que no me haga falta. Mi hija toca el violín ¿sabe? Toca bien, estudia con buenos maestros. Buenos y caros. ¿Le gusta la música?

Sin esperar respuesta el oficial acciona un discman conectado a dos parlantes chicos que tiene sobre el escritorio, un objeto que parece pertenecer a un dueño más joven que él, algo que podría haber decomisado en una razzia. " La Campanella " de Paganini llena de acordes rápidos y virtuosos la habitación blanca. La música gira chocando contra las paredes, juega a rozar el silencio y renace vertiginosa en vueltas más y más veloces.

– Todo pensado para el lucimiento del violinista. Casi más que para nosotros, los que estamos escuchando-comenta el oficial, mientras dirige el concierto con una batuta imaginaria.

– A La plata con la muerta no hará falta que vayamos los dos ¿no es cierto? -dice de pronto Claudia-yo podría no haber estado en el auto. Me siento mal. Estoy embarazada.

Joaquín levanta la cabeza sorprendido y le busca la mirada, pero ella sigue concentrada en el revés del monitor. El oficial la estudia un instante sin dejar de mover la cabeza al ritmo de la música, como evaluando los riesgos de su decisión.

– Ya mismo le llamo al médico, señora. El forense vive aquí a la vuelta, si hace falta la internamos enseguida -su calma desmiente la urgencia de las palabras.

La mujer duda un segundo.

– Mejor consígame otro vaso de agua. A lo mejor es hambre nomás. Me baja la presión.

El oficial mira al señor Aulés con una mezcla de lástima y solidaridad. Saca un paquete de caramelos de goma y convida a Claudia, que se pone cuatro juntos en la boca y los mastica nerviosamente.

– Yo les diría que almuercen en alguna parrillita camino a La Plata. Van a necesitar un testigo. Tenemos la confesión del marido, pero ustedes con eso no hacen nada. No se preocupen, yo consigo.

Cuando el oficial sale, Joaquín pone su mano sobre la de Claudia y deja salir una breve carcajada curiosa.

– Te querías escapar, petisa. Casi te sale bien. Hasta yo estuve a punto de entrar.

Ella retira la mano y se echa el pelo hacia atrás dejando que algunos mechones organizadamente rebeldes vuelvan a caer con arte alrededor del óvalo de la cara.