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La columna vertebral

Mientras buscaba un caramelo en la cartera escuchó la voz del doctor Rosenfeld diciendo que la conferencia había terminado y proponiendo disfrutar del video. Cuando levantó la vista, el médico estaba exactamente en la postura que ella había imaginado, casi recostado, de brazos cruzados, con las piernas muy largas estiradas en una actitud relajada, tan cómodo como la silla se lo permitía. Stella volvió a colocarse los auriculares para la traducción simultánea.

La primera parte de la grabación era repugnante y sangrienta. En ningún momento se mostraba la cara del paciente. No sólo estaba cubierta la zona que delimitaba el campo operatorio sino todo el cuerpo tendido boca arriba. Acceder a la columna vertebral desde un abordaje anterior, entrando por los costados del vientre, exigía cortar una cantidad importante de tejido. No hacía falta ver la cara o el cuerpo del paciente para saber que era muy gordo. La gruesa capa de grasa amarillenta también sangraba. En una segunda etapa se introdujo en el cuerpo un globo que al inflarse servía para mantener apartadas las vísceras y capas musculares. Stella desvió la vista. Como kinesióloga, esa parte de la operación no le interesaba. Sintió una ola de calor que subía desde la espalda cubriéndole la cara con un sudor espeso, y recordó que el doctor Rosenfeld había usado la palabra disfrutar. En su país ningún traumatólogo habría aceptado intervenir a un hombre tan gordo. Buena parte de los efectos positivos de la operación serían anulados por el peso que el paciente cargaba sin piedad sobre su espinazo. Tal vez los médicos yanquis no pudieran permitirse elegir, considerando la creciente obesidad de su población.

Pero cuando el laparoscopio llegó por fin a la columna, el trabajo de los instrumentos en las vértebras le resultó fascinante y empezó a disfrutar ella también. La voz del relator recordaba que no existía todavía un material sintético tan flexible y al mismo tiempo tan resistente como el cartílago humano, capaz de soportar la fuerza de gravedad y el movimiento natural de la columna vertebral. La técnica de Rosenfeld consistía en retirar el disco herniado, reemplazarlo por una jaulita rellena de material esponjoso ("cages", que el intérprete simultáneo traducía equivocadamente como "cajas") y fijar las vértebras correspondientes atando las apófisis dorsales con alambre de platino. Al eliminar el juego entre las vértebras transformándolas en una estructura rígida, la columna perdía posibilidades de movimiento pero en cambio se alejaba el peligro de ruptura o fisura.

Entrar al lugar donde se preparaba el café la devolvió a la sensación de malestar. Sobre una superficie metálica con muchas hornallas humeaban unas veinte cafeteras. Había café con sabor a avellana y café con sabor a vainilla, café con sabor a canela y café con sabor a almendra, café con sabor a jengibre y café con sabor a menta y probablemente hubiera también café con sabor a café pero Stella ya no estaba en condiciones de probarlo, asqueada por la mezcla de esencias artificiales que convertía el aire en una masa densa que ingresaba con dificultad a los pulmones. Se secó la transpiración de la cara con un pañuelo de papel. Por suerte no se había maquillado.

En la sala de descanso se sintió mejor. Como siempre, el congreso paralelo que se desarrollaba en los restoranes, en los pasillos, en las cafeterías de la universidad era más interesante que las ponencias. Se encontró con un traumatólogo argentino que trabajaba ahora en Holanda y con una colega colombiana. Pronto estuvo formando parte de un grupo que discutía con fervor sobre los resultados a largo plazo de ciertas soluciones quirúrgicas. Stella era una de las pocas especialistas de América Latina en deportología femenina. El silencio y la atención con que se la escuchaba siempre volvía a sorprenderla y a veces le resultaba incómodo, como si se esperaran de ella importantes revelaciones o palabras de sabiduría. Ya era una de las Ancianas de la Tribu, una de las más jóvenes, sin duda. La sensación de poder le resultaba agradable.

Desde el otro lado de la sala, un hombre de ojos claros la miraba fijamente. Aunque no lo conocía, Stella le sonrió y le hizo un gesto amistoso con la mano. El hombre usaba un inverosímil pantalón a cuadritos tan norteamericano como la pulcritud y la aséptica belleza de la universidad en la que se desarrollaba el congreso. Las alfombras espesas, acolchadas (cómodas pero dañinas para el arco del pie, decía su mirada profesional), las paredes impecables las oficinas con sus bibliotecas y su cuidadosa privacidad, en las que sin embargo ningún profesor se atrevía a cerrar la puerta cuando estaba con un estudiante para evitar acusaciones de acoso sexual, la biblioteca nutrida y bella, de grandes ventanales que daban sobre el campus, con una vista tan perfecta del césped y los árboles de hojas otoñales que por momentos parecía una foto pegada sobre el vidrio: todo parecía estar allí deliberadamente, como para resaltar la pobreza y el caos de las universidades estatales de las que provenían los pocos panelistas de América Latina.

Stella saludó al hombre que la observaba con tanta franqueza porque sabía que en Estados Unidos mirar a los ojos a una persona desconocida era una falta de cortesía. Aunque ella no recordaba su cara, era posible que él la hubiera reconocido y no quería que se sintiera incómodo. Los ojos celestes le resultaban familiares pero fuera de contexto. Nunca había sido buena para juntar caras con nombres pero en los últimos tiempos se encontraba muchas veces con personas a las que conocía bien y sin embargo no era sólo el nombre lo que parecía haber desaparecido de su mente sino toda información que pudiera servir para identificarlas: ¿un primo lejano, un quiosquero del barrio, el amigo de un amigo, un paciente, un ex compañero de trabajo? Había aprendido a disimular para no incomodar a los demás, que se ofendían o se avergonzaban de ser tan anónimos en su memoria. En cierto modo ese pequeño problema era un índice de la alta posición obtenida a lo largo de tantos años de trabajo en su especialidad. Conocía a mucha gente de distintos países del mundo, y más gente todavía la conocía a ella: el precio del éxito, un motivo más de orgullo. Napoleón y el nombre de sus soldados. ¿Cuál sería el truco?

El período de descanso había terminado y parte de las personas que la rodeaban se estaba levantando para asistir a otras conferencias o mesas redondas. Muchos fingían estar interesados en algún tema que se exponía en otro edificio y con esa excusa se deslizaban fuera del campus para huir en taxi hacia la ciudad, donde hacían compras o descansaban en el hotel. Los más famosos, los más ignorados, no necesitaban ofrecer ningún tipo de espectáculo y se iban sin disimulo o se quedaban charlando allí mismo o en la cafetería, esperando a algún amigo. Algunos salían del recinto sólo para fumar, a pesar del frío.

En parte por solidaridad profesional, pero sobre todo por curiosidad, con ganas de saber si unos años en Holanda habían sido suficientes para transformar su estilo de charlatán de feria, Stella quería estar presente en la charla de su amigo traumatólogo. Cuando se levantaba de su asiento para acompañarlo a la sesión, el hombre de los ojos celestes que la había estado observando pasó al lado de ella, le sonrió y le dijo una palabra en un idioma desconocido.

Su viejo amigo seguía siendo el mismo viejo charlatán, por supuesto. Una prueba más del provincialismo de los argentinos, siempre dispuestos a creernos los peores del mundo, a imaginar que en un país de verdad -así se decía- ese tipo no podría engañar a nadie y sin embargo allí estaba, representando verborrágicamente a una prestigiosa institución holandesa, con la misma falta de seriedad que de costumbre y un envidiable dominio del inglés.

Distraída, entonces, Stella volvió a la imagen del hombre de los ojos claros, al que ahora fantaseaba interesado en su persona por motivos no profesionales, jugando Stella, halagada, con el posible significado de la palabra que él le había dicho al pasar. ¿Un saludo? ¿Un piropo? De pronto, en su cerebro, el ir y venir del pensamiento tomó un camino cerrado hacía tiempo, el curso de una vieja sinapsis tan inútil como el socavón abandonado de una mina en la que no queda ya la menor veta de oro; algo se movió y se unió y tomó forma y súbitamente entendió no el significado, porque no lo tenía, sino el sentido de la palabra. Una marca registrada que designaba en su país los rollos de viruta o lana de hierro que se usaban para fregar el fondo de las ollas.

El señor de los ojos celestes y los pantalones inverosímiles le había dicho Virulana.

Hacía casi veinticinco años que nadie le decía Virulana. La oleada de calor la obligó a separarse del tapizado del asiento, una resistencia al rojo contra la espalda. El apodo no hubiera tenido justificación ahora que usaba el pelo corto y lacio, en lugar de la cascada de rulos que la definía tantos siglos atrás.

Lo buscó con la mirada. Había entrado delante de ella en la misma sala. Ahora no sólo sabía de dónde venían esos ojos, sino que había entendido por qué la palabra Virulana le había sonado extranjera, era esa forma de hablar sin abrir la boca que tenía el Pampa y que sin embargo no hacía sus órdenes menos tajantes o menos respetables. Virulana miró al Pampa con una sonrisa enorme, aterrorizada. Y sin darse cuenta de lo que hacía, con un gesto que le salía de las tripas y de ciertas regiones del pasado, de cuartos deshabitados y obscuros que no visitaba con frecuencia, se tapó absurdamente con la mano el prendedor con la identificación del congreso que informaba a quien quisiera saberlo su verdadero nombre y apellido.

Salió del auditorio sabiendo que el Pampa la seguiría.

La cafetería estaba casi vacía.

– Qué alegría -dijo ella.

La emoción era verdadera, la alegría era difícil. Sobrevivientes de un naufragio, rescatados por barcos de países diferentes y remotos, sin saber cada uno si el otro había llegado alguna vez a tierra. Cargados de muertos. Stella volcó el vaso de Coca-Cola con un movimiento brusco. Trató torpemente de secar la mesa con servilletas de papel. El hombre le apoyó la mano en el hombro para tranquilizarla y le propuso mudarse de mesa.

– Te planchaste el pelo, Virulana -dijo él.

– No, al revés, antes usaba permanente -dijo ella.

Stella entrecerró los ojos por un segundo, tratando de recomponer sobre la cara amable y algo abotagada, con sonrientes arrugas alrededor de los ojos, la otra cara, delgada y ansiosa, que llevaba con ella.