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Ya sé que pudo ser un error, pero si me convences de semejante pendejada no te extrañe que me arrepienta de todo y te maldiga, por farsante. No es para tanto, pues, sólo quiero que veas cómo hacía para estar segura de que tú podías pilotear mi Corvette, aunque no fuera cierto. Lo importante no es que las cosas sean, sino que salgan ciertas. Lo importante fue que dejaste ese rollo en mi escritorio y lo leí mil veces. ¿Por qué me lo dejaste a mí, y no a Lerdo? ¿Te dio vergüenza que el viejo almorraniento descubriera tus sentimientos encueraditos, o más bien te excitaba enseñármelos a mí? Ya sé: lo hiciste inconscientemente, alguien dentro de ti reconoció mis códigos y dijo: beep-beep-beep-beep-beep-beep. Casualmente, yo leí ese papel y pensé: Contratado. Digo, lo más posible era que acabaras renunciando, o que yo te corriera de mi Corvette, pero por lo que habías escrito me venías a la medida. Te gustaba la velocidad, tenías ganas de meterte en problemas, querías apostar fuerte. Fue lo que yo leí, a final de cuentas, pero como no quiero que te enojes y ya no quieras escribir la historia de mi vida, voy a soltarlo todo de memoria.

“Yo no sé si usted llegó a mí vida con la misión expresa de rescatarme de una guillotina inminente, pero es cierto que su llegada me salvó de escoger entre la muerte y la locura.

La locura: una cárcel distante cuyas puertas son tanto más nítidas cuanto menos uno se resigna a vivir en el horror. La locura no brota como una súbita infección en el cerebro. La locura es aquella enfermedad que sólo nos amenaza cuando ya sus uñas se han alojado en las entrañas, de modo que pelear contra ella es también despedazarnos el vientre, oprimirnos los pulmones, perder el miedo a la muerte como se pierden la inocencia y el amor. El amor es un bien que no he perdido. Cuando entre las condiciones que se le ponen al amor no se halla la correspondencia de quien se ama, y en realidad tampoco puede hallarse ninguna otra porque se ha decidido amar incondicionalmente, el amor, que por su propia vehemencia vive más allá de posesiones tan irrelevantes como el bienestar y la cordura, sólo puede perderse con la vida. No he muerto, luego amo.

Amo a una mujer a la que no conozco, y tal vez a eso se deba que no puedo cesar de contemplarla cada vez que la ausencia del mundo me brinda el anestésico de la soledad. Sé que esa mujer existe, podría dibujar la fachada de la casa donde vive y pienso, porque así aún lo quiero, que ocupo algún lugar en su memoria; pero a mi la memoria no me ha servido sino para frenar mis pasos, atar mis ojos al interior de los párpados y proyectar en ellos la película más obsesiva del mundo: Dalila.

Dalila es un nombre que no tiene cuerpo. Dalila es la palabra que a diario me visita pero jamás se queda a dormir. Dalila son seis letras formadas por cuchillos. Dalila es el principio de la música y el fin de la plegaria. Dalila es ese nombre que un día escribí en los muros de la casa de Dios, desde entonces acaricio su textura, tal como otros recorren con manos, boca y ojos a sus mujeres. Dalila se pronuncia degollando la lengua, y luego acariciándola. Es el nombre que tuve que inventar para ocultar al otro: el innombrable, aquel que sepulté para ya no decirlo ni pensarlo ni escribirlo. Y si hoy abandono mi juramento y escribo ese nombre en el sobre donde habrán de viajar moribundas de miedo estas palabras, lo hago con el solo propósito de que lleguen hasta usted, aunque con la secreta esperanza de que jamás lo logren. Quiero pedirle perdón por mi atrevimiento, por mi cobardía y por cada una de las debilidades que con seguridad me hacen indigno de habitar sus recuerdos. Pero antes de narrarle una historia que es más suya que mía, debo también pedir perdón por ella, por Dalila.

Dalila es usted”.

No me vas a decir que le falta un renglón. Es la única vez en mi vida que me aprendo algo así de largo, de corrido. ¿Qué querías que pensara después de leerlo? Podías cambiar «Dalila» por «el Corvette amarillo» y seguía funcionando igual. Y no digo que yo fuera Dalila, ni tampoco que tú fueras mi Corvette. Yo no sabía mucho del amor, aunque a veces lo hiciera tan seguido. No sabía ni madre, más bien, pero después de ver lo que tú habías escrito dije: Señoras y señores, he aquí a uno más perdido que yo. Porque al amor yo lo había evitado como a la peste, y a lo mejor por eso me hice prófuga compulsiva, pero tú lo esquivabas sin darte cuenta. No sé si me entendiste: buscabas al amor como al trabajo de publicista, con muchísimas ganas de no encontrarlo. Tú me inventaste a mí, pero yo ya me había inventado sola. Lo que escribiste no tenía que ver nada con lo que yo era, ni con lo que según yo tenía que ser el amor. Pero igual me dolía, como si sólo hubiera crecido con un brazo y de repente me encontrara el otro, moviéndose, diciendome: Hola, nena, no sabes cuánto te he extrañado. Lo confieso: me sentí amenazada. Por eso decidí que eras muy conveniente.

Hay mujeres que dicen: Ay, yo no sé por qué los hombres nada más me quieren fajar. Cuidado con esas putas. Cuando no quieres que te fajen pones un foso lleno de cocodrilos entre tu personita y el mundo. No te voy a decir que supiera cuidar mi virtud, más bien lo que sabía era ponerle precio. Por eso no dejaba que me la manoseara cualquier comemierda. En realidad mi única virtud seguía siendo parecer lo que no era. No siempre me salía como lo planeaba, y de repente como que se me asomaba el cobre, pero digamos que sabía arreglármelas para desconcertarlos. Me reía como estúpida, hacía preguntas ñoñas y cuando menos lo esperaban soltaba un comentario ácido, o contaba algún chiste groserísimo, o me abría la blusa frente a mi culto público. No estoy segura de que me divirtiera, pero tampoco sabía cómo comportarme. Nunca había tenido que estar en una junta. Usaba palabritas que se me iban pegando, más las que había aprendido cuando me puse sola a estudiar mercadotecnia, pero como que no era suficiente. Yo decía: Me falta algo, a touch of chic, no sé. Odio sentirme naca, no lo soporto ni dos segundos. Y Ferreiro se encargaba de recordármelo a cada rato. Un día a media junta me dice, en la jeta del cliente: Rosalba, sírvenos por favor unos cafés. Todos los tigres le tienen miedo al domador, hasta que cualquier día se lo comen. ¿Sabes cómo le contesté? Con una preguntita: ¿Así, o encuerada? Ferreiro y Paul cambiaron de color, pero el cliente se zurró de risa, y ellos tuvieron que reírse igual. Yo me estaba tirando a su puto cliente y el idiota pensaba que podía chalanearme delante de él. Pensé: Me va a correr. Pero luego el cliente me felicitó enfrente de todos, o sea que a tragar camote, señores. Era la guerra, ¿ajá? Cuando me conociste yo empezaba a ser un problema para la agencia. Tú no te dabas cuenta porque te ibas a las seis, pero luego se armaban unas gritizas perrísimas entre Ferreiro y yo. Hablábamos cuando ya no quedaba nadie en el piso, y entonces él me amenazaba con correrme y yo decía: Ok, córreme, y yo para mañana me convierto en tu cliente. Él me daba de cachetadas y yo le aventaba las engrapadoras. Me decía: Otra más y te mueres, pinche indita malnacida, y yo: Me muero de risa cabrón, yo me voy a encargar de que te joda Paul.

Paul seguía quejándose de que las campañas estaban del carajo, pero el güey no dejaba de venderlas. I mean: sus dos grandes clientes me adoraban. Sabían que la agencia era una mierda pero estaban felices de tener un detallito ahí. El día que Paul vio tu campaña de puntualidad, le dijo algo a Ferreiro sobre ti. Según esto eras muy talentoso.

O sea que entre tú y yo le estábamos armando el huato a su pinche agencita. Y eso a Ferreiro lo ponía verde, se figuraba que ibas a joderlo. Cada vez que cualquiera estaba bien con Paul, Ferreiro echaba a andar la alarma. Y a ti no te importaba, en realidad, hasta creo que te habrías enorgullecido muchísimo si te hubieran corrido a patadas. Que es lo que merecías. Pero allí estaba yo, y tú por defenderme ibas a ser capaz de cualquier cosa. Podías pelear de frente con Ferreiro, mientras yo por detrás le metía el pie para que le pusieras en su madre. My God, ¡here comes my hero!

Un alacrán piadoso: nada más eso me faltaba. Y te lo digo en serio, un diablo de la guarda era todo lo que yo necesitaba en la vida. Alguien que fuera un freak en todas partes, que los demonios y los ángeles lo vieran con la misma desconfianza. Yo no estaba para creer en nadie, pero tenía que agarrarme de algún lado. Hacer tierra. De repente pensaba: Con un buen aliado, tranquilamente me andaría quedando con la agencia. Pero tú no servías para eso.

Los que sirven para eso empiezan por framear a su cómplice. ¿Cómo dices framear? ¿Emboscar? ¿Atrapar? ¿Entrampar? Suena horrible. De cualquier forma, tú no me ibas a framear. Not that way, mínimo. Not the way all those motherfuckers wanted me. Tú querías mucho más, se te veía en los ojos. Ni siquiera te distraías en mirarme el cuerpo, seguramente porque querías la sangre, y luego porque la reconocías en cada mordida. Había días que me dabas miedo. No me veías de frente, pero si yo no estaba en mi escritorio te acercabas a husmear. Mirabas los papeles como fotografiándolos. Entonces dije: Voy a ver si funciona todo como yo creo, y te puse una trampa para ratas. Recorté una hoja de una revista donde decía: Los hombres osados se visten de rojo. Era una babosada, pero la subrayé. Luego me levanté a dar una vuelta. Me asomé, te vi espiando y pensé: Ya mordió el queso. Y caíste, querido. Al día siguiente traías suéter y calcetines rojos. Ya sé que si estuvieras aquí lo negarías, pero lo bueno de este sistemita es que no puedes decir si ni no. Me importa un pito si si o si no, yo sé que sí y ya. ¿Sabes cómo le dicen los españoles al control remoto? Mando a distancia. Suena bien, ¿no? Ya sé que no te gusta que te diga rata, pero no te pedí que asaltaras la ratonera.

Por eso mejor digo que entre tú y yo inventamos un modelo personalizado de mando a distancia. Unas veces lo usaste tú y otras Yo, O sea, ni modo de no usarlo. Tú querías acercarte a mí, yo necesitaba que te acercaras, y lo único que sabíamos los dos era hacer trampas. La diferencia era que yo lo hacía profesionalmente. Tú no tenías la vida colgando de tus trampas, a menos que empezaras a mezclarlas con las mías. Pero querías eso, ¿ajá? Si lo que habías escrito era cierto, estabas más que listo para saltar conmigo del trampolín, aunque abajo en lugar de agua hubiera leña.

Y yo tenía que escaparme, no lo quería pensar pero ya estaba enferma de mi puta vida. Me sentía podrida de trabajar como corpopiruja, de no tener amigos, de seguir contestando el maldito celular, de vivir en mi casa como pinche arrimada, de ganar un montón de dinero y no tener ni coche, de seguirles pagando a mis papás el dinero que ellos también se habían robado, de mis hermanos nacos y pendejos… ¿Sabes cuál era el orgullo más grande de mi madre? Qué horror, Dios mío: los videos en los que sus hijitos cantaban con la estudiantina de La Salle. No te puedes imaginar la pena que sentía de verlos salir de la casa vestidos de mosqueteritos jotos. Por cierto, también eran boy scouts. O sea que como ves, tenía más de una razón para correr a tus brazos, pero tampoco te iba a negar el gusto de ser tú el que pegaras la carrera. ¿Cachas la idea, oh, my hero?