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Violetta, Rosalba, Rosa del Alba: ya ninguna era yo. Vivía dividida todo el tiempo. Rosalba en la Oficina, Rosa del Alba en la casa (me lo decían por joder, eso estaba clarísimo) y Violetta en el espejo. Me miraba por horas, unas veces sentada dentro del coche, otras en el espejo del baño, otras en mi espejito del buró. Decía: ¿Dónde estaré yo? ¿En los ojos, en los labios, en la frente? Casi toda mi vida sucedía a espaldas de mí misma. Yo, Violetta, no estaba en ninguno de los personajes que representaba a diario. No solo porque me llamaran con otro nombre, también porque las cosas las hacía desconectada, con el cinismo en cien y la conciencia en ceros. Así como la gente apaga la luz para poder dormirse, yo tenía que apagar la conciencia para despertarme. O más bien levantarme, porque cuando lograba darme el lujo de ser yo el día entero, apenas me paraba de la cama. Un domingo con toda la casa para mí sola, por ejemplo. Me iba a echar en el cuarto de mis papás y veía vídeos todo el día. Sin sonido, a veces. No la pasaba mal. Fumaba mariguana como loca y dedicaba el día a planear lo que iba a hacer cuando llegara mi Corvette amarillo. Al día siguiente abría el ojo y desconectaba la conciencia. La criada, la secre, la ejecutiva, la movida: ninguna de esas perras era de mi talla. Por eso de repente me hacía bolas y tenía que acabar sacándome la risita babosa de la manga. Ay, licenciado, qué loco está usted. – jojojó. Violetta conducida por piloto automático, mientras adentro yo seguía preguntándome cuándo carajos iba a cambiar mi vida. ¿A la hora y en la hora de mi muerte, amén? Tenía tantas emociones sin estrenar que cualquier día iba a empezar a oler a podrido. Imagínate el oso delante del cliente.

Me enferma esa palabra: oso. Los ejecutivitos de la agencia vivían con el jesús en la boca por el miedo de hacer un oso con sus pinches clientes. Tanto miedo le tienen al ridículo que le dicen oso. Le decimos, pues. Pero a mí no me da miedo el ridículo. Lo he hecho toda mi vida, ¿ajá? Nadie vive tan cerca del ridículo como la clase media. Por eso nadie quiere quedarse ahí, donde cualquier jodido te falta al respeto. Un güey de clase media no tiene guardaespaldas que aventarte, pero tampoco se atreve a encajarte un cuchillo en el cuello. Entonces, claro, se aguanta la vergüenza. Hace su oso de todos los días. ¿Sabes, por ejemplo, el tamaño del pancho que yo estaba haciendo ante mis mamones ojos? Si me veía con calma, decía: Pobre muerta de hambre. Por eso nunca me veía con calma. ¿Quién puede tener calma cuando está esperando un Corvette amarillo? ¡Hey, bola de pendejos! No crean que porque estoy sentada en la banqueta no tengo adónde ir.

Tenías que haberme visto en un microbús. O todavía peor: en el metro. No quería ni sentarme, prefería ir incómoda. De repente Ferreiro me decía: ¿Sabes qué? Van a ocupar el coche. Tres, cuatro días. Una semana, de repente. Y ahí venía Violetta llegando en la mañana a pata, oliendo a sobaquina de carne de cañón. No podía aceptar que mi vida siguiera así por mucho tiempo. Ni un amigo, ¿me entiendes?, y amigas menos. Con la fama de golfa que tenía, solamente los najayotes se me acercaban. Pelagatos calientes, obvios, you know. Los típicos de escuela lasallista, tlahuícas de trajecito. Y para los que le hablaban de tú a Paul yo era una porquería. Además, Nefastófeles se encargaba de espantármelos. De repente llegaba y me decía: Tienes la tarde libre para que compres calzoncitos. Y lo anunciaba fuerte, que lo oyeran todos. Me daba nalgaditas, me hacía y me decía cosas para que me miraran como su putita. En el metro me portaba mamona del puro asco, pero en la agencia lo tenía que hacer a huevo. Con lo poquito que me respetaba Ferreiro, no podía voltear ni a ver a los compañeritos. No pensaba tirarme a ninguno, ni iba a aguantar que me anduvieran manoseando. Tenía que portarme como una bitch de miedo, hacerlos que me aborrecieran todavía más que a Nefastófeles. Pero eso me fregaba el día. ¿Sabes lo que es pasarte la mañana pintándote las uñas y leyendo el periódico nada más por joderlos? Luego también trataba de que me dieran algún trabajo, que me dejaran ayudar a lo que fuera con tal de no aburrirme, pero cero: nadie me respetaba, me veían como diciendo: ¿De qué burdel saliste? ¿Si tanto dices que cobras? La carne de cañón merendándose a la carne de colchón: de mi cuenta corría que se iban a empachar.

¿Ahora si ya entendiste por qué agarraba el metro? Me ponía en forma. Cogía condición desde temprano y llegaba a hacerles la guerra pesadísimo. Aunque ni tan temprano, porque entraba a las diez. Una hora más tarde que todos los esclavos. A veces me iba apareciendo cerca de las once, y a esa hora me daba por enchinarme la pestaña y echar el cafecito y saludar de beso en la boca a Ferreiro. Bitchcraft a fondo, no speed limit. Si lograba tronar a mis compañeritos, iba a estar lista para llevarme entre las patas a Nefastófeles, y para eso no había mejor entrenamiento que venir a las nueve y media apretujada entre chingo mil nacos que te tortean o te roban o te empujan y decir: Odio esto, odio esto, odio esto, odio esto, odio esto, no puedo soportarlo, voy a matar a cachetadas al primer tlahuica que me vuelva a poner la mano encima. Cuando llegaba a la oficina decía: Va la mía, cabrones. Al poco rato veías a la secre de Paul chille y chille porque había perdido el pasaporte de su jefe. Y ya en la tarde Paul bramando del berrinche porque tenía que irse al día siguiente a New York y no lo iba a lograr, el pobre. Así desaparecí sueldos, papeles, cheques, cosas que a veces me servían y a veces no, pero de fijo le ponían en la madre al enemigo. ¿Qué se estaban pensando, pinches gatos hambreados?

Yo igual había soñado con hacer publicidad en serio, aprender cosas, entrar a las juntas, y a la hora de la hora nadie me dejaba. Cuando íbamos a ver a algún cliente, Nefastófeles me prohibía abrir la boca. Decía: No se te ocurra abrirla hasta que él se baje la bragueta, y yo me hacía la sorda para no darme por humillada. ¿Qué decías? Ah perdón, es que estaba quedándome dormida. No tenía dignidad, pero era cínica; una cosa se compensaba con la otra. Trataba de nunca discutir con él, me jodía muchísimo que me pegara. Me daba un miedo horrible que un día se le ocurriera voltearme un revés enfrente de alguien de la agencia. Pobrecito Nefastófeles, seguía sin saber la raza de alacrán que se estaba echando al hombro. De veras creía el pendejo que no tenía yo ni rastro de amor propio, que mi linda carita era su escupidera. ¿Quién era más ingenuo? ¿Yo, que me hacía la sorda cuando me insultaba, o él, que estaba poniendo a sus clientes en mis santas manitas? No es que no oyera todos sus insultos, es que estaba ocupada archivándolos. Una de las razones por las que me aguanté sin nunca abrir la boca era que yo decía: Me cae que a este infeliz voy a voltearle la tortilla. Por favor, señorita, tome un número y espere su turno.

¿Estás de acuerdo en que yo no podía enfrentarme a Nefastófeles sin mi brioso Corvette amarillo? Amazona sin montura, coatlicue segura. En el metro pensaba: Ok, soy una prángana, pero a ninguna de estas gatitas la está esperando un Corvette amarillo. Eso no lo dudaba. Que en algún punto del planeta tenía que haber un Corvette amarillo con mi nombre. ¿Te fijaste que casi ni he mencionado la palabra suicidio? Para eso exactamente sirven los Corvettes amarillos: cuando sabes que hay uno en tu futuro, no te cabe la idea de morirte.

No sé si tiene caso que te explique. Mi Corvette amarillo es un coche, pero no sólo un coche. Es mucho más. Mi Corvette amarillo es todo lo que pasa dentro o fuera de él. Una fiesta, una orgía, una revolución, unas olimpiadas. Aunque eso sí: hay un par de límites. El de velocidad, que está muy lejos, y el de pasajeros: dos. ¿Te imaginas lo payo que se vería el asiento trasero del Corvette? Ferreiro traería uno, segurísimo. Con sus correspondientes vestiduras de ciertopelo fucsia. Por eso alguien como Ferreiro jamás habría cabido en mi Corvette amarillo. High and fast living, ¿ajá? Una forma de vida que fuera inalcanzable para todos los hombres que me rodeaban, aunque me persiguieran su triste vida entera. Obviamente mi Corvette amarillo tenía que llevar metralletas, lanzallamas y turbinas integradas. Cada vez que me resignaba a subirme en el metro pensaba: Paciencia, baby, estás armándote un acorazado con alas. ¿Te acuerdas cuando me dijiste que no podías separar a tu novela de tu vida, sobre todo si no acababas de escribirla? También decías que el odio y el amor y la muerte y el sexo te parecían siempre un poco más chiquitos, o bueno, menos grandes que la novela. Insisto: aunque no la escribieras. Ok, pues es la misma historia de mi Corvette amarillo: I was The Passenger.

Para tener un Corvette amarillo hay que empezar por el estado de ánimo. Cuando una llega a visitar al cliente en taxi, o en el coche de la empresa, tiene que hacer a un lado esas miserias y pensar: Acabo de llegar en mi Corvette amarillo. La doctora Sdchmidt aconseja en estos casos un poco de sugestión: llegas, miras a la recepcionista y te preguntas qué cara pondría la vieja si pudiera ver tu Corvette amarillo. Puta envidiosa, ¿ajá? Bueno, pues ya que sabes a qué clase de basura te diriges, le dices: Tengo una cita con el Lic. Cacagrande. Sin por favor, ni buenas tardes, que sepa que vomitas a los envidiosos. Y así vas repitiendo la operación con secres y chalanes, hasta que llegas con el mero Licenciado Cacagrande y te preguntas: ¿Qué haría este canchanchán si un día le prestara mi Corvette amarillo? Te lo imaginas presumiendo con sus amigos, aventando lámina en el Periférico, persiguiendo golfitas por Insurgentes. Y sonríes, porque ya viste lo barato que es el güey. Y él se la traga toda, porque le estás sonriendo. Pero una siempre debe estar segura de que el Lic. Cacagrande está contento porque le emociona muchísimo la idea de poner sus pezuñas en los pedales de un Corvette amarillo, divertible y con vestiduras negras. Todavía no tenía claro cómo hacerme rica, pero ya había aprendido a aparentarlo. Eso era exactamente lo que Ferreiro no sabía, y a mí no me importaba que me vieran en toda la oficina como putita chafa con tal de que Ferreiro siguiera sin conocer mis números. Sabía demasiadas cosas mías, pero ya no las más importantes. Él pensaba que yo seguía chillando por mi Intrepid, y a veces me hacía chistes objetitos, tipo: ¿Y qué tal tus papás, todo sobre ruedas? Mi única venganza era saber que él no sabía nada del Corvette amarillo. O sea, no sabía ni madres de la vida. El pobre infeliz.

Puede que si sea yo una escapista natural, pero me te cagaba que me lo dijeras. No quería escaparme de ti, si me escondía y te me desaparecía era porque tenía que jugar en otro tablero. Nunca es igual decir: No quiero que me busques, a pensar: ojalá no me encuentre. A veces me moría de ganas de que te aparecieras, pero de todos modos te habría zorrajado un botellazo en la cabeza. Sólo hay un tipo de persona a la que puedo estar muriéndome por darle un beso y recibirla con un botellazo: el chofer de mi Corvette amarillo. Atención, escapistas: Ofrezco mis servicios profesionales como conductor de Corvettes amarillos. Eso fue lo que yo leí en tu solicitud de empleo, aunque tú hayas escrito otra cosa. ¿Cómo sé que me andabas buscando a mí, más que a la chamba? Ya te dije, querido, por un papelillo. ¿No te parece demasiada coincidencia que te llevaras tus articulitos del periódico y dejaras una hoja de tu novela en mi escritorio?