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– Ya deberíamos haber llegado al Polo Norte -concluí.

Vadinio repasó mis cálculos y dijo:

– La geografía de Tolomeo contiene muchos errores; y los cartógrafos de Apeiron saben que la Tierra es algo más grande de lo que él había previsto. Sin duda que estamos ya muy a tramontana, pero no hemos podido rebasar el Polo aún, porque las brújulas nos lo hubieran advertido. Pero una cosa es cierta, debemos precisar lo antes posible cuál es nuestra posición con respecto a la guarida del Adversario.

Vadinio ordenó entonces que el Teógides y el Paraliena avanzaran durante unas horas en dirección ortogonal a la que habían llevado hasta ese momento; el Teógides hacia oriente, y el Paraliena hacia occidente. El ángulo que se midió entre las dos observaciones realizadas al principio y al fin de este camino ortogonal nos dio, tras ser cotejados los resultados de ambas naves, una idea bastante exacta de nuestra posición y también de nuestra distancia real a la guarida de Adversario.

Nuestro destino estaba sólo a unas pocas leguas frente a nosotros.

3

El acantilado con forma de anfiteatro estaba rodeado de montañas afiladas como astas de unicornio, que destacaban sombrías contra el cielo cubierto por nubes grises y espesas, que cambiaban de forma constantemente.

La bruma disimulaba los enormes precipicios que, tanto en la vertiente tramontana como en la de occidente, se abrían en una perspectiva brutal.

Aquélla era una tierra de penumbras, pues el resplandor del sol, oculto tras las nubes grises, apenas se elevaba unos pocos grados sobre el horizonte para volver a ocultarse en una eterna y oscura noche. Los aeróstatos se aproximaron a aquellas crestas de hielo y piedra y se asomaron al abismo en forma de cono. Un caudaloso río se despeñaba desde la vertiente oriental, con el rugido de una catarata que lanzaba chorros de espuma hacia las profundas tinieblas de un abismo sin fondo.

– Según la leyenda, ése debería ser uno de los cuatro ríos del Paraíso -dije.

Todos nos agolpábamos junto a las portillas, fascinados por el tétrico pero espectacular paisaje que nos rodeaba. Trajeron al nestoriano, cargado de cadenas y custodiado por dos dragones, hasta el puente.

– ¿Sabes lo que es eso? -le preguntó Neléis.

El hereje miró las enormes agujas de roca negra, aparentemente tan fascinado por ellas como nosotros; y se volvió hacia el interior del puente con lágrimas en los ojos.

– El mundo es un océano infinito, y ésos son sus acantilados -dijo-. Si persistís en vuestro deseo de seguir avanzando sólo encontraréis la muerte y el olvido. Os estrellaréis como gaviotas ciegas contra esos arrecifes.

Las paredes interiores del farallón descendían formando terrazas concéntricas, hasta perderse entre la bruma. Del centro del cono surgía una enorme y bulbosa columna de vapor rojizo que se retorcía como un intestino y se aplanaba en su parte superior, desde donde se derramaba una incesante lluvia que resbalaba sobre las terrazas creando riachuelos de barro de color sangre.

Neléis conjeturó que aquella torre de vapor debía de estar muy caliente y cargada de humedad; y al chocar contra el aire frío de la superficie vertía su agua sobre las terrazas. Quizás aquella lluvia había caído incesantemente durante siglos y siglos.

Pero yo discrepé, porque en ese caso aquellas rocas deberían estar completamente peladas. Había visto llover muchas veces en los acantilados de mi montañosa Mallorca, y conocía perfectamente el efecto de limpieza que el agua ejercía sobre la tierra suelta. El barro rojizo que cubría aquellas rocas demostraba que la lluvia no había podido durar mucho.

– Te equivocas -señaló Neléis-; ese barro procede de las profundidades del abismo y es derramado junto con la lluvia.

La lluvia caía como una cortina de cristal frente a nosotros. Vadinio ordenó al timonel avanzar y nos encaminamos hacia nuestro reflejo en aquella pared líquida. Cuando la afilada proa del Teógides rozó la cortina de agua, la nave vibró como si fuera a desarmarse por completo. Al caer sobre la lona de nuestra envoltura, el agua produjo un horrible sonido de desgarro, y el aeróstato fue sacudido hacia arriba y hacia abajo como si un perro gigantesco nos hubiera atrapado entre sus dientes.

Unos relámpagos azules saltaron entre las guedejas de nubes sobre nosotros, seguidos de truenos que parecían eructos de ogros.

No avanzábamos. Nos quedamos allí parados en mitad de aquel velo de agua que parecía querer cortar en dos nuestra nave como si fuera el hacha de un verdugo.

Vadinio ordenó enviar más potencia a las hélices, pero un fragor espantoso ahogó sus palabras. El Teógides tembló como si hubiera sido golpeado por un brutal ariete que nos empujara hacia abajo, hacia los afilados dientes de piedra. Pero pasamos, atravesamos el telón de lluvia y nos vimos envueltos por una fantasmagórica e irreal calma en la que los latidos de mi corazón parecían resonar en mi pecho.

El barro rojizo resbalaba ahora por los falsos cristales de las portillas. La lona de nuestra cubierta estaba empapada y soportaba además el peso de aquel cieno. La temperatura de las bolsas de gas había descendido un poco y habíamos empezado a perder altura. Para contrarrestar esto, Vadinio ordenó que se introdujera más combustible en la caldera y que se aligerara la nave soltando algo de lastre.

Cuando volvimos a estabilizar nuestra altura, Vadinio ordenó al Paraliena que atravesara también la muralla de agua. La vimos acercarse lentamente, reflejada y distorsionada por la cortina lluviosa, y cómo perforaba dicha muralla líquida y cruzaba hasta nuestro lado. Estábamos dentro, ahora no había marcha atrás.

Vi cómo temblaba el nestoriano; a pesar del frío, su frente brillaba sudorosa. Joanot y los aeronautas parecían encogidos en sus puestos, como si el extraño paisaje que nos rodeaba ocultara alguna enorme alimaña que estuviera a punto de saltar sobre nosotros. Neléis y Vadinio aparentaban calma, pero ése era su papel, no podían dejar que sus sentimientos se exteriorizaran ni siquiera durante un instante.

Herófilo descendió al puente por la escalerilla que lo comunicaba con la bodega. Miró a su alrededor asombrado. A través de las portillas del castillo se tenía una perfecta visión de 360 grados del paisaje de alucinación que nos envolvía.

Las rocas negras descendían hacia las profundidades de la Tierra formando lo que en un primer momento nos habían parecido estrechas terrazas concéntricas. Pero no era así; en realidad, las terrazas formaban una interminable espiral que a cada vuelta se hundía más y más en el abismo. Era como si aquellas montañas hubieran sido talladas con la forma de un gigantesco tornillo.

Las terrazas tendrían una milla de ancho, y en alguna de ellas se podía distinguir restos de vegetación y ruinas de antiguas edificaciones. La distancia entre una vuelta y otra sería de unas cinco millas, y el diámetro total de aquel cono de piedra era de muchas millas, por lo que el ángulo del suelo de las terrazas no era muy acusado.

El agua de la lluvia roja se derramaba por esta enorme espiral creando espectaculares cataratas que se perdían en el abismo.

De las profundidades surgía la torre de vapor y barro que brillaba con una fantasmagórica luminosidad y se retorcía como una columna salomónica, para estrellarse contra el frío aire del exterior y derramar su cascada de agua. También desprendía el calor que transportaba desde el abismo, y la temperatura en el interior de la nave había subido, la escarcha había desaparecido de las portillas, y las prendas de piel que nos cubrían se habían vuelto algo incómodas.

– Este lugar no puede ser natural -dijo Neléis-; ninguna fuerza geológica puede tallar un precipicio con esa forma de tornillo.

– Por supuesto que no -dije, preguntándome cuántas más pruebas necesitaría la consejera para convencerse de la realidad de aquel lugar.

– ¿Qué es eso? -preguntó el médico señalando hacia la columna de vapor-; desde arriba no se distingue con claridad, pero…

Yo seguí el punto que señalaba, y creí distinguir unas brumosas formas oscuras deslizándose entre las volutas de vapor. Vadinio ya estaba mirando con su catalejo.

– Parece… -empezó a decir-. No puede ser.

Yo tomé otro de los catalejos, y miré también. En medio de aquel vórtice, pequeñas criaturas nadaban o se retorcían como peces arrastrados por un ciclón.

– Hay seres vivos ahí dentro -musité, sin creer en lo que yo mismo había dicho.

Joanot, que estaba muy nervioso, se volvió hacia el nestoriano y le golpeó en la boca. Iba a golpearle por segunda vez, pero Neléis se lo impidió.

De cualquier forma, aquello pareció tranquilizar al valenciano.

– ¡Dime de dónde procede ese torbellino! -le gritó al hereje.

Éste le miró dolorido, y le dijo:

– Del mismo Centro del Mundo. El agua se derrama sobre el fuego y escapa de vuelta al exterior formando esa columna de vapor.

– El fuego del infierno -le dije-. ¡Adoras a demonios que provienen del abismo!

El nestoriano pareció cargarse de valor y me increpó:

– ¡Nosotros no adoramos! ¡Vosotros sois los idólatras! ¡Dios es Alfa y es Omega, es Luz y Oscuridad, es Hielo y es Fuego, porque todo ha sido creado por Él!

Estaba fuera de sí, al hablar escupía saliva por las comisuras de sus labios. Joanot hizo un amago de golpearle otra vez, y el hereje se acobardó. Sollozó pidiendo que lo sacaran de allí, que aquél no era un lugar para los hombres.

– Moriremos todos de una forma horrible -gimió mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas-. No debemos permanecer en este lugar ni un instante más.

Furioso y cansado de sus lloriqueos, Vadinio ordenó a los dragones que custodiaban al nestoriano que lo sacaran del puente y lo devolvieran a su jaula.

Así lo hicieron, aunque el hereje no dejó de gritar y lamentarse mientras lo arrastraban hasta la sentina.

Después, Vadinio tomó el telecomunicador y conectó con el Paraliena.

– Vamos a acercarnos a ese vórtice -dijo a través del aparato-. Nosotros iremos delante, seguidnos con precaución, manteniendo la distancia que ahora nos separa.

Ordenó al timonel que avanzara lentamente hacia el torbellino de nubes que giraba frente a nosotros. Mientras nos acercábamos, intenté calcular su anchura, era difícil sin ningún punto de referencia, y además sus bordes eran imprecisos, pero estimé que sería de varias decenas de millas, esto suponiendo que el diámetro total del anfiteatro de montañas que nos rodeaba fuera de cincuenta millas al menos.