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Deus, Angelus, Coelum, Homo, Imaginatio, Sensitiva, Vegetativa, Elementativa, Instrumentativa

1

Neléis me mandó llamar para mostrarme unas heliografías del campamento gog. Le había hablado a la consejera del sacerdote nestoriano que acompañaba a Dorga, el jefe de los gog que yo había tenido la desdicha de conocer, y ella había mandado un aeróstato para que tomara imágenes de las yurtas de los jefes.

Las heliografías habían sido tomadas desde gran altura, pero gracias a la avanzada ciencia óptica de los ciudadanos, mostraban el campamento, y a los que por él deambulaban, con gran nitidez, desde una perspectiva cenital. Evidenciaban que los tártaros y los gog habían aprendido la lección y ahora situaban sus tiendas con una gran distancia entre ellas, previniendo un nuevo ataque aéreo.

– ¿Crees que es este hombre? -me preguntó Neléis señalándome una de las heliografías. El individuo que aparecía en ella, salía de la yurta del líder gog; era gordo y no era posible ver su rostro, sólo su cráneo pelado. Pero por sus raídas vestiduras, cubiertas de jirones de flecos dorados, supe que se trataba del nestoriano.

– Es él -afirmé.

– ¿Estás seguro?

– Sí. ¿Por qué es tan importante de pronto ese bastardo de nestoriano?

– Por lo que nos contaste -me explicó Neléis-, parece como si tuviera grandes conocimientos sobre la verdadera naturaleza del Adversario, y sin embargo tú no crees que estuviera infectado por un rexinoos.

– No lo puedo asegurar. Tampoco pensé que Ibn-Abdalá estuviera poseído. Pero creo que el nestoriano era un ser degenerado por sí mismo; no necesitaba de nada más que su propia podredumbre interna para convertirle en esclavo del Adversario.

Neléis asintió con una sonrisa, como hacía siempre que yo me dejaba llevar por mis sentimientos de repugnancia hacia aquellos herejes.

– Entonces podría resultar muy valioso para nosotros.

– ¿En qué sentido?

– No podemos llevar con nosotros, en nuestro viaje hacia el Remoto Norte, al huésped de un rexinoos, porque eso sería como meter al Adversario en nuestra nave. Pero alguien con los conocimientos de ese nestoriano, si es verdad que no está infectado, podría aportarnos muchos datos sobre nuestro destino.

Entendí que pensaban torturarle para obtener esta información, pero ésa no era en absoluto la intención de los ciudadanos. Neléis pareció sentirse entre ofendida y horrorizada cuando le pregunté por esto.

– Jamás haríamos algo así -dijo-; la tortura es algo degradante.

– Pero en ocasiones no hay otro modo de llegar a la verdad.

– Te equivocas, la tortura es el método más seguro para no dar nunca con ella.

Gracias a las heliografías fue posible identificar la yurta del nestoriano, y esa misma noche, un comando de almogávares, con Sausi Crisanislao al frente, entraron en el campamento gog y capturaron al hereje. Lo llevaron a Apeiron atado y amordazado, y un médico llamado Herófilo sometió al nestoriano a un minucioso examen.

– Está limpio -dijo el médico.

– Muy bien -asintió Neléis-. Eso significa que le espera un largo viaje.

Ese mismo día, visité a Ricard de Ca n' que se recuperaba en una habitación del hospital de su herida en el vientre. El almogávar me sonrió al verme entrar, e hizo un gesto de dolor cuando intentó incorporarse para saludarme.

– Tranquilízate, Ricard -le dije, empujándole suavemente para que volviera a tenderse en su litera-. La medicina de Apeiron es buena, pero no lo suficiente como para que puedas ponerte en pie dos días después de recibir un flechazo en el estómago.

Ricard apoyó su cabeza sobre su brazo, me miró fijamente, y preguntó cuándo marcharíamos hacia el Remoto Norte.

– Mañana al amanecer -respondí.

– Daría cualquier cosa por ir con vosotros.

– Lo sé.

– Esta mala suerte mía…

– No digas eso -le reproché-; debes, en cambio, darle gracias a Dios por haber salvado tu vida.

– Oh, no me quejo, Ramón; este lugar es increíble de verdad. ¿Has visto que sábanas tan limpias? Más suaves que el manto de un rey. Y te dan una especie de droga que diluye el dolor como por arte de magia…

– Lo sé -dije señalándole mi brazo en cabestrillo.

– Es una sensación extraña, ¿verdad? Ves tu herida abierta, pero no te duele; y las heridas están hechas para que duelan, ¿verdad?, pero eso no parece importarles mucho a estas gentes. En fin, creo que éste es un lugar por el que vale la pena luchar.

– Tú ya lo has hecho -le dije-, y con bravura. Descansa ahora, recupérate de tu herida lo más rápido posible. Puede que esta gente te necesite antes de nuestro regreso. Por eso está bien que tú te quedes aquí. Cuando regresemos, quizá, Dios lo quiera, te traigamos la noticia de que el Adversario ha sido destruido.

– Que así sea -dijo Ricard con un suspiro.

Me despedí de él, sin pensar -como así resultó ser-, que jamás volvería a ver a aquel bravo guerrero.

2

Los dos aeróstatos que habían sido cuidadosamente pertrechados para el largo viaje, el Teógides y el Paraliena, abandonaron sus mástiles de sujeción, apenas el sol empezaba a despuntar por el horizonte, y tomaron rumbo tramontana.

Dejamos rápidamente atrás la ciudad sitiada, y sobrevolamos el campamento tártaro silenciosos como grandes águilas vengadoras.

Yo viajaba a bordo del Teógides, bajo el mando de Vadinio Vivaldi; junto a Joanot y a la consejera Neléis. En el Paraliena viajaban Sausi y la capitana de dragones Mirina. Ambas naves habían sufrido importantes modificaciones en su diseño; la más importante de las cuales era una especie de balconada que rodeaba la bodega por el exterior, y que permitía a los hombres acceder a cualquier punto de la nave sin necesidad de atravesar toda la bodega. Ésta, a su vez, había sido dividida en diferentes compartimentos gracias a unas ligeras mamparas movibles. Dos caballeros caminantes viajaban en cada una de las naves, estibados cuidadosamente en la zona delantera de la bodega. Eran los cuatro primeros a los que ya les habían sido instalados los sifones de fuego griego.

En las dos naves viajaban, además, cien almogávares y cien dragones de la ciudad, repartidos entre los dos aeróstatos. Herófilo, el médico de Apeiron que más sabía de los rexinoos iba a bordo del Teógides, y con cuatro paneles se le había separado un pequeño espacio de la bodega como enfermería.

Neléis haría las funciones de embajadora de Apeiron en aquella expedición.

Yo no entendí bien el sentido de esto.

– Ya has visto cómo actuamos en estas cosas -me explicó la mujer-. Nuestra ética nos impide luchar sin antes darle una oportunidad a las palabras. Si hiciéramos esto, no seríamos mejores que esos protohumanos.

– Pero, la última vez que intentasteis dialogar con esos demonios -apunté-, a punto estuvo de costamos la vida. Es evidente que ellos no conocen otra ética que la sangre, y que no podéis aplicarles vuestros parámetros morales a criaturas semejantes.

La consejera hizo una mueca de desagrado, y dijo:

– Hay un punto en el que jamás lograremos ponernos de acuerdo, Ramón; y es ese en el que tú consideras que el Adversario es un demonio, o el mismísimo Satanás en persona, y sus ejércitos están formados por seres básica e irrecuperablemente malvados.

– ¿Y no es así? -protesté-. Yo he presenciado hasta qué extremos puede llegar su depravación y su insania. Les he visto masacrar a una ciudad entera; niños y mujeres, y hacer una torre con sus cráneos. Les he visto cometer actos de una naturaleza tan aberrante y contra natura, que me siento incapaz de repetir aquí.

La consejera meditó un instante antes de decir:

– En una ocasión me contaste cómo Roger de Flor, al que consideráis en tu tierra un gran héroe, y sus almogávares exterminaron a un poblacho entero de nómadas turcos, sin respetar siquiera a las mujeres ni a los ancianos…

Abrí la boca para rebatirle, pero la volví a cerrar consciente de la pobreza de los argumentos que iba a emplear. ¿Cómo iba a responder a algo así?

– No te preocupes, Ramón -siguió diciendo Neléis-, podemos comprender cómo son las cosas al otro lado de los muros de Apeiron. La dureza de la lucha por la existencia convierte a los hombres en lobos; la ignorancia y la pobreza los hace insensibles al sufrimiento ajeno; la falta de energía y recursos obliga a unos hombres a convertir en esclavos a sus semejantes. Y la esclavitud es el auténtico origen de toda degradación moral. Si un ser humano encuentra natural el disponer de la vida de otro, es porque no puede concebir que ese esclavo posea la misma profundidad psíquica que él. Aristóteles decía que: «los de la clase inferior son esclavos por naturaleza, y lo mejor para ellos como para todos los inferiores es que estén bajo el dominio de un amo…». Pero no te equivoques, Ramón, nosotros no somos mejores; los mismos instintos egoístas nos dominan, y tan sólo la tecnología nos hace actuar de modo diferente.

– Explícame eso -dije-; porque no lo entiendo.

– Es fácil -respondió Neléis haciendo un amplio gesto con sus manos-; la tecnología de Apeiron nos permite disponer a todos, y a cada uno de sus ciudadanos, de más poder y recursos de los que disfruta un reyezuelo del exterior o un noble cargado de esclavos trabajando de sol a sol para él. Nosotros no tenemos esclavos, pero las máquinas trabajan para nuestro beneficio, y permiten que más gente disfrute de la recompensa de la riqueza y la sabiduría. Los hombres con sus necesidades básicas cubiertas, y con tiempo para estudiar el mundo y a sus semejantes, acaban por desarrollar fuertes compromisos éticos. Pero, a la postre, es tan sólo nuestra tecnología la que nos hace mejores, no nuestra filosofía ni nuestra ética.

– Parece una base moral bastante cínica -le dije.

– Pero es la verdad.

– En cualquier caso -dije sacudiendo la cabeza-; nada de eso se aplica al Adversario. Ni siquiera vosotros podéis considerarlo como un semejante.

– Pero tampoco como un demonio -replicó ella-; no podemos creer que exista un ser de naturaleza intrínsecamente perversa.

– Pero… -las palabras se agolparon en mi boca-. ¿Cómo puedes decir eso? Os ha perseguido durante siglos; os ha obligado a permanecer ocultos tras los muros de Apeiron. Se comporta como si toda la humanidad fuera su enemiga; como si no tuviese otro objetivo que nuestra destrucción.