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Afortunadamente, todas fallaron.

Con un catalejo logré distinguir la máquina que disparaba aquellas lanzas de fuego: Un armazón de madera arrastrado por acémilas, con un travesero horizontal que podía ser orientado con precisión como una ballesta romana. Sobre este travesero, los gog colocaban unas gruesas y largas cañas terminadas en una especie de descomunal punta de flecha. Con una tea encendían una mecha que salía de estas puntas y, al cabo de unos instantes, el objeto se inflamaba y salía disparado a gran velocidad dejando un rastro de chispas llameantes.

Una decena más de estos artefactos, medio ocultos por el polvo, estaban preparados para ser disparados contra los aeróstatos, que se habían situado ya a más de trescientas varas de altura, donde parecían estar seguras fuera del alcance efectivo de aquellos ingenios.

El primer maganel empujado por elefantes había llegado a la zona inundada alrededor de la ciudad, y la duna de arena se había derramado sobre el barro. Se hizo a un lado para dejar pasar al segundo maganel que lanzó más arena sobre la zona encharcada, y éste dejó paso a un tercero que cruzó sobre el barro y derramó la mayor parte de la arena contra las murallas de Apeiron.

Mientras tanto, los defensores lanzaban chorros de fuego griego y bombas contra los maganeles cuyos manteletes parecían tan duros y resistentes al fuego como el caparazón de una tortuga. Cientos de gog eran barridos e incinerados en ellas cada vez, pero eran rápidamente substituidos por otros que seguían apagando el fuego y manteniendo húmedas las pieles de los manteletes.

Los aeróstatos lanzaban bombas de pólvora y esferas de fuego griego contra los elefantes, pero al tenerse que mantener a tan gran altura por los coets, sus blancos resultaban muy poco efectivos. Tan sólo en una ocasión, el Demetrio lanzó varias bombas de acción retardada que fueron a caer junto a uno de los maganeles y rodaron bajo los pies de los elefantes. Las bombas estallaron entre las patas de los animales, despertándoles de su extraña indiferencia hacia todo lo que pasaba a su alrededor. El maganel fue despedazado cuando los elefantes que lo empujaban, y que estaban sujetos entre sí, intentaron huir en todas direcciones atropelladamente. Los gog que estaban sobre su techo, cayeron al suelo y fueron pisoteados, así como los asistentes que corrían junto a la máquina cargados con cubos de agua.

El ejército del Adversario había encontrado todas las conducciones de agua, y las había destruido una tras otra, por lo que el foso que rodeaba Apeiron pronto empezaría a secarse. Intentaban extender el frente alrededor de la ciudad, realizando ataques simultáneos a diferentes sectores de la muralla. Los vehículos que corrían por las vías que rodeaban las murallas iban de un lado a otro, arrojando chorros de fuego griego hasta que la ciudad pareció estar situada en el centro de un gran lago de lava.

Pero, a pesar de todos los esfuerzos de los defensores, en varios puntos de la muralla, los terraplenes iban creciendo poco a poco.

Este pulso continuó hasta el anochecer. Una noche sin estrellas, con el cielo enturbiado por todo el humo desprendido por los incendios que rodeaban la ciudad.

Los aeróstatos regresaron entonces a sus puntos de amarre a repostar combustible y armamento. Con su iluminación reducida al mínimo imprescindible, Apeiron parecía un fantasma de la ciudad que había sido. Sus altas torres de cristal parecían ahora un bosque de tétricas agujas negras, ocupadas por hombres y mujeres asustados, que especulaban sobre cuánto tiempo les quedaba antes de que el ataque final llenara sus calles de aquellos demonios peludos y ululantes.

Mientras tanto, los ingenieros de la ciudad trabajaban a contrarreloj para fabricar una bomba que estallara horizontalmente y alcanzar así las patas de los elefantes por debajo del mantelete protector. Pero alguien descubrió que ya tenían a su disposición otro tipo de bombas, mucho más efectivas contra los elefantes, y que además no era necesario fabricarlas.

Varios cajones grandes de madera, de una vara y media de ancho cada uno, fueron cuidadosamente cargados en los cinco aeróstatos supervivientes. Un horrible zumbido llegaba desde el interior de cada uno de ellos.

Con la fantasmagórica iluminación que producían los incendios, vimos a las cinco naves dirigirse hacia los nueve maganeles que seguían apilando arena contra las murallas de la ciudad. No distinguimos caer la primera caja junto a uno de los maganeles, pero observamos inmediatamente la reacción de los elefantes que, barritando doloridos y asustados por el ataque y el zumbido de las abejas, se volvieron contra los gog que los guiaban, y despedazaron el maganel como si estuviera construido con débiles cañas, y no con duro hierro y gruesos maderos.

Esto se repitió nueve veces, y en todas el resultado fue el mismo. Los aeróstatos no tenían que descender demasiado para dejar caer las cajas llenas de abejas, lo que les evitaba el riesgo de ser alcanzados por los coets de los tártaros.

A la mañana siguiente, contemplamos los restos destrozados de los maganeles diseminados por las afueras de la ciudad. Y también los miles de cadáveres gog, esparcidos por la arena, que pronto empezarían a pudrirse al sol.

El ejército del Adversario había retrocedido hasta establecer un cerco a una milla de Apeiron.

Había dejado de amontonar arena contra las murallas, y había renunciado a un ataque masivo. En cambio, parecían prepararse para un largo sitio.

Lo que Neléis y el resto de consejeros más habían temido.

– Esas bestias ni siquiera retiran a sus muertos -dije.

– ¿Para qué? -se preguntó Neléis con gesto desolado-. Si consiguen provocar una peste en la ciudad, habrán vencido.

Joanot y el general Esténtor llegaron en ese momento a la torre donde se había reunido la Asamblea. Ambos estaban cubiertos de polvo y cenizas arrastradas por el viento desde los múltiples incendios. El gesto de ambos era de infinito cansancio.

El anciano consejero Nyayam, tras saludar a los dos guerreros, afirmó que no les sería posible esperar eternamente, tras las murallas de Apeiron, a que los gog se cansasen y abandonaran, porque mientras existiera el Adversario jamás se retirarían.

Uno de los consejeros le preguntó qué quería decir, y el anciano dijo que éste era el momento de pasar a la acción, mientras aún nos quedaran fuerzas.

Quise saber si eso significaba que la expedición prevista para llegar hasta su guarida en el Remoto Norte se iba a realizar entonces.

– Sólo le vamos a devolver algo del daño que él nos ha causado -dijo Nyayam.

Esténtor protestó, diciendo que si enviaban todos los aeróstatos al Remoto Norte la ciudad quedaría completamente desprotegida frente a otro ataque de los gog.

– Sólo viajarán dos naves al encuentro del Adversario -replicó Nyayam-. Las otras tres se quedarán en la ciudad.

– Sólo dos naves para enfrentarse al Adversario… -musitó Neléis.

– Dos naves y doscientos hombres -insistió el anciano consejero-. Debemos aceptar las cosas tal y como vienen, y recomponer nuestros planes de acuerdo con las circunstancias que nos dominan.

– ¿Creéis que si destruimos al Adversario -pregunté- el asedio a la ciudad terminará?

Nyayam negó con su delgada y oscura cabeza y dijo:

– No podemos estar seguros de eso. Probablemente no. Después de todo, por lo que sabemos, el Adversario tan sólo controla directamente a un puñado de sus esclavos. El resto siguen fanáticamente las ordenes de éstos, pero también actúan por voluntad propia. Quién sabe qué harán si el Adversario muere.

– Si la muerte del Adversario no aleja a los tártaros y a los gog de los alrededores de Apeiron -intervino Joanot-, hay seis mil guerreros almogávares, a las órdenes del gran Roger de Flor, esperando en Anatolia.

Y podríamos conseguir algo más de ayuda del Imperio Romano; pues, a fin de cuentas, Constantinopla está en deuda con vosotros.

Nyayam asintió con sobriedad.

– Sí, es posible que haya llegado el momento de salir a la luz; de que los logros que hemos conseguido alcanzar en Apeiron sean compartidos por toda la humanidad. Esto marcará, sin duda, el inicio de una nueva época. Pero antes tendremos que acabar con la amenaza del Adversario…

Iba a empezar entonces la parte más extraña de mi aventura; un viaje de locura que me haría dudar de mi razón cada vez que intentara revivirlo.