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Los gog atacantes quedaron sobrecogidos y paralizados por aquella deflagración a sus espaldas, y los supervivientes almogávares y dragones aprovecharon su momento de confusión para retroceder hacia las antemurallas de Apeiron.

– Bien -dijo el general-; creo que van a aprender la lección y no volverán a acampar con sus tiendas tan cerca unas de otras.

Me sentía tan feliz por ver que algunos de mis compañeros habían logrado salvarse, que ni siquiera me cuestioné el hecho de que los que ocupaban aquellas tiendas en aquel momento eran las mujeres y los hijos de los guerreros gog.

Las puertas de la antemuralla se habían abierto, y los supervivientes entraban rápidamente en su interior. Los tres aeróstatos se situaron entre las puertas y los gog que, pasada su sorpresa, parecían estar reorganizándose para lanzar un nuevo ataque.

A una orden del general, las tres naves soltaron todas las pellas que les quedaban, creando un muro de fuego frente a los gog. Éstos respondieron lanzando flechas contra los aeróstatos. Algunas atravesaron el suelo de madera del puente del Teógides, y Esténtor ordenó que la naves se elevaran. Aprovechando esto los gog se lanzaron como bestias rabiosas hacia los defensores que huían, atravesando sin inmutarse la cortina flamígera que les separaba.

Las puertas de Apeiron estaban abiertas de par en par y si los gog rebasaban la línea de ladrillo rojo de la antemuralla, penetrarían en la ciudad de cristal como una avalancha de muerte. Pero, mientras los dragones y almogávares cruzaban el terreno abierto entre la muralla y la falsabraga, cinco gigantescas figuras abandonaron la ciudad y les hicieron frente a los enloquecidos gog.

Eran cinco caballeros caminantes, que avanzaron firmemente hacia la vanguardia de atónitos gog. Los sifones de fuego griego aún no habían podido ser instalados, y cada uno de los titiriteros que manejaban a los gigantes era protegido por dos dragones.

Los gog cargaron contra aquellos cinco gigantes acorazados que lanzaban chorros de vapor por las viseras. Pero los caballeros caminantes partieron en dos a cuantos jinetes se les fueron aproximando. Los gog no tenían nada que hacer contra la inhumana fuerza de aquellos gigantes, y lanzaban flechas que rebotaban inútilmente contra sus petos. A cada mandoble, los caballeros caminantes partían en dos a un gog o a su montura, y en ocasiones a ambos de un solo tajo. Los dragones protegían los flancos de los titiriteros y rociaban con fuego griego a los gog que intentaban atacarles. De esta forma, los caballeros caminantes penetraron en las filas de los gog, dejando cinco surcos de demonios peludos muertos y horriblemente mutilados.

Pero la buena suerte no iba a durar para siempre, y los gog tenían a su favor el enorme poder de su número. Ver a los caballeros caminantes avanzar entre los gog, era como ver a cinco escarabajos atravesar un hormiguero. Las hormigas saltaban inútilmente sobre ellos, intentaban perforar sus gruesas armaduras sin conseguirlo; pero al final las hormigas siempre vencen, y los aparentemente invulnerables escarabajos acaban aplastados por una masa de diminutos y frágiles insectos.

Algo similar sucedió allí. Uno de los caballeros quedó repentinamente inmóvil, sin que supiéramos por qué, con su espada alzada sin acabar de descargar su golpe. Los dragones que escoltaban al titiritero se vieron pronto abrumados por la masa de demonios gog que se les echaron encima. Fueron abatidos, y tras ellos, inmediatamente, el titiritero fue arrancado de su armadura y destrozado.

Los otros cuatro avanzaron unos pasos más; en el centro de cinco círculos que eran como burbujas en un negro mar de gogs. Los demonios se mantenían prudentemente fuera del alcance del acero de los caballeros, y lanzaban una andanada tras otra de flechas contra los dragones, que fueron abatidos uno tras otro. Después, los gog se lanzaron contra los titiriteros y acabaron rápidamente con ellos, dejando a los caballeros caminantes convertidos en inútiles estatuas de aspecto desafiante.

Pero, para entonces, almogávares y dragones ya estaban a salvo en el interior de Apeiron, y las puertas de la ciudad habían sido cerradas y aseguradas.

Las baterías defensivas situadas sobre el muro se habían agrupado para proteger también la puerta del ataque de los gog.

Pero los jinetes no atacaron. Retrocedieron hacia su campamento en llamas, dejando en la arena de las afueras a más de treinta mil de los suyos.

Mil dragones, y más de un centenar de almogávares habían quedado también tirados en medio del terreno que separaba las puertas de Apeiron del campamento gog.

No había forma de comparar las pérdidas de los dos bandos; aquello había sido un desastre para los dragones que habían perdido una tercera parte del total de sus fuerzas, y para Joanot, que había visto morir a la mitad de sus camaradas.

Una tragedia si, tal y como habían anunciado los exploradores, otros quinientos mil tártaros se dirigían hacia aquel lugar, provistos de máquinas de asedio y elefantes.

Ricard había resultado herido con una flecha gog en el abdomen y Sausi había tenido que arrastrarle hasta el interior de la ciudad. Pero los médicos de Apeiron me aseguraron que el almogávar se recuperaría. Un flechazo en el vientre solía ser una herida mortal en cualquier parte del mundo menos en Apeiron.

Era una pena, pensé, que entre sus muchas habilidades no estuviera también la de resucitar a los muertos, porque sólo así tendrían los defensores una oportunidad.

9

El resto del ejército del Adversario se reunió con su vanguardia en el transcurso de esa noche. Los ciudadanos de Apeiron abrieron las conducciones que llevaban agua desde la Represa a la ciudad y el terreno situado entre la muralla y la falsabraga se convirtió en un enorme barrizal.

Al amanecer del día siguiente el enorme ejército sitiador avanzó en bloque hacia las murallas de Apeiron.

El aire de la mañana era frío, y me estremecí dentro de mi viejo jubón de viaje. Pero aquel temblor no era sólo causado por la baja temperatura. La masa viviente que se nos venía encima era impresionante; como si la arena del desierto se fuera, poco a poco, transformándose en enemigos frente a nosotros. A mi lado, Joanot dijo:

– Creo que no vamos a sobrevivir a esto, anciano.

Una montaña de arena parecía estar formándose al frente de la horda invasora. Era como una gigantesca duna que crecía más y más a cada instante que pasaba. El viento del amanecer arrastraba la arena de la cúspide de aquella duna creando una impresionante columna de polvo.

– ¿Qué es eso? -pregunté.

– No lo sé -dijo Joanot-; jamás vi nada igual.

Recordé el relato de Ibn-Abdalá sobre la toma de Bagdad por los gog, la niebla que avanzó hasta cubrir la ciudad, y la masacre que se produjo a continuación, y me pregunté si eso mismo es lo que iba a suceder allí, sin que todo el poder de la ciudad pudiera impedirlo. Al imaginar a los civilizados y amables ciudadanos de Apeiron en manos de aquellas bestias, sentí cómo mis entrañas se estremecían.

Cuatro de los seis aeróstatos de la ciudad; el Teógides, el Ieragogol, el Demetrio, y el Paraliena, iban a participar en el combate desde el aire; habían sido cargados de bombas y sifones de fuego griego. Se soltaron de sus mástiles de sujeción y, sobrevolando la ciudad, se dirigieron hacia el ejército invasor.

La enorme duna que avanzaba en la vanguardia gog, crecía a cada momento. La arena debía de ser empujada por una fuerza enorme para apilarse de esa forma; era como una gran ola que lentamente se acercaba a la primera línea defensiva.

Tras la arena, empujándola y apilándola, estaba la más gigantesca máquina de guerra que jamás se hubiera visto: Una enorme pala formada por innumerables tablones de madera entrecruzados con vigas de hierro forjado, ligeramente curvados hacia afuera, arrastraba la arena del desierto apilándola frente a ella, creando la inmensa duna que avanzaba hacia la ciudad. Tras la pala, había una compleja estructura de hierro y madera que era en realidad un gigantesco arnés para, al menos, un centenar de elefantes, que servían de fuerza motriz para aquel ingenio.

Tras aquel primer maganel, avanzaban diez más que habían permanecido ocultos por la columna de polvo que levantaba el paso de los elefantes.

La primera duna se estrelló contra la falsabraga de ladrillo rojo y la destrozó sin apenas detener su avance hacia las puertas de Apeiron.

La Ieragogol bombardeó con pellas el primer maganel, pero los tártaros ya habían previsto esta posibilidad y la coyunda de elefantes estaba protegida por un mantelete de pieles. Al menos un centenar de gog corrían sobre esta cubierta y arrojaban cubos de agua, que les iban pasando los de abajo, para mantener las pieles empapadas.

El Ieragogol dejó caer un racimo de esferas de fuego sobre el maganel, y los gog del mantelete saltaron por los aires envueltos en llamas.

Pero el fuego no prendió en las pieles húmedas.

Otros gog treparon al mantelete y apagaron los restos del fuego con cubos llenos de arena. Después arrojaron más agua sobre las pieles.

El Ieragogol seguía sobre el maganel, suspendido en el aire a unas doscientas varas de altura, cuando una lanza de fuego cruzó el espacio que la separaba de suelo y se clavó en el centro de la estructura que sujetaba el puente, que estalló violentamente lanzando pedazos de su estructura de metal y madera en todas direcciones. Dos nuevas lanzas de fuego saltaron hacia el aeróstato dejando tras de sí un reguero de chispas amarillentas. Una falló y rebotó inútilmente contra su costado de lona, y la otra le dio de lleno; estalló, y la nave empezó a arder.

Los dragones que se encontraban en la bodega de la nave saltaron al vacío desesperados, envueltos en llamas. La segunda lanza de fuego debía de haber alcanzado las esferas de cristal que contenían el Juego griego, y aquel incendio pronto inflamaría la pólvora de las bombas.

Varias violentas explosiones consecutivas en la barriga del aeróstato me hicieron parpadear. El Ieragogol empezó a arder rápidamente, con unas llamas altas como torres que parecían correr por su casco de lona como almas en pena. El aeróstato se dobló por la mitad, y se precipitó contra la arena donde siguió ardiendo.

Mientras las otras naves que se situaban rápidamente a más altura, más lanzas de fuego surgieron del suelo e intentaron alcanzar a los aeróstatos.