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Pero era difícil de precisar, pues la bruma no nos permitía verlo en su totalidad, y sólo podíamos hacer cálculos con la curvatura de las paredes rocosas y el efecto de la perspectiva de las montañas que lo cerraban por arriba.

Cuando la proa del Teógides rozó el vórtice, sentimos una violenta aceleración lateral que nos obligó a todos a buscar desesperadamente un lugar donde agarrarnos.

Vadinio gritó rápidas órdenes al timonel, y la nave fue estabilizándose lentamente. Un torbellino de vientos huracanados nos arrastraba hacia estribor, pero el aeróstato nadaba en aquellas ráfagas de vapor, como un pez en un torrente.

– Tengo problemas para recibir con claridad al Paraliena -dijo el técnico del telecomunicador-. Hay mucho ruido de fondo, y su voz me llega distorsionada.

Vadinio tomó entonces el telecomunicador, y ordenó a nuestros compañeros del Paraliena que nos siguieran. Después se quitó las orejeras, y miró a través de una de las portillas buscando a nuestra nave hermana.

Apenas teníamos visibilidad más allá de un cuarto de milla de distancia, pero vimos cómo el Paraliena penetraba en el rabión siguiendo fielmente nuestro rastro.

– Bien -dijo Vadinio con alivio-, no podemos comunicarnos con claridad, pero es evidente que ellos sí nos oyen.

Estábamos en los aledaños de un universo cambiante y turbulento, y nos arrastrábamos torpemente alrededor de su centro. La nave vibraba como una espada que intentara penetrar una roca, mientras nos hundíamos en aquel mare mágnum.

– ¡Mirad eso!

Era Neléis quien había hablado, pero casi al instante escuché la voz de Vadinio exclamar: «¡Por el perro!».

Se trataba de un ser inconcebible. Una desviación de todos los principios conocidos de la naturaleza. Todos en el puente, Joanot, Herófilo y los aeronautas del Teógides, contuvimos un grito de asombro al verlo acercarse hacia nosotros.

Tenía un único miembro, semejante a un largo y huesudo brazo con una doble articulación; al final de este brazo, cinco dedos larguísimos, y tan delgados como las patas de una araña, se disponían radialmente, como las varillas de un parasol. Estos dedos estaban unidos entre sí por una membrana traslúcida, como la de las alas de los murciélagos, de color sonrosado y con algunos pelos en su superficie. Esta membrana se abría y cerraba, interceptando más o menos aire al hacerlo, para controlar la posición de la bola de pelo que estaba al otro extremo del brazo.

Esta bola, de al menos una vara de diámetro, debía de ser el cuerpo del animal, pero carecía de rasgo alguno, con la única excepción de dos grandes ojos marrones que parpadeaban lentamente.

Unos ojos inquietantemente humanos en mitad de aquel ser de pesadilla.

Vimos al menos una docena más de aquellas criaturas acercarse a nosotros, arrastradas por el viento, abriendo y cerrando su mano parasol, para dirigir con precisión sus movimientos por aquel vendaval. Nos miraban con curiosidad, sin hacer nada que pudiera ser considerado como hostil, aunque dado lo limitado de su estructura corporal, esto pudiera hacérseles más bien difícil.

Por supuesto pensé que estaba en presencia de almas en pena, condenados que purgaban sus pecados terrenales vagando eternamente en aquellos cuerpos monstruosos; errantes, impelidos por la furia ciega de un huracán. Escuchamos voces de terror por parte de los almogávares desde la bodega. Joanot y yo subimos para estar con ellos y tranquilizarlos.

– Ese sacerdote afirmó que éste no es lugar para ser visitado por los vivos -dijo Guzmán; un hombre de valentía probada, pero que ahora parecía al borde del pánico.

– Ese hombre no es un sacerdote de Dios -le dije con firmeza-; sino del diablo. Y nos dirá cualquier cosa que Satanás quiera que creamos.

Pero interiormente estaba muy lejos de sentir una firmeza tal. No es que, por supuesto, creyera en las palabras del hereje nestoriano, pero cada nervio de mi cuerpo me gritaba para que saliéramos de allí, para que huyéramos con rapidez de aquel tétrico lugar.

Quizás ésta fue la causa de que mis palabras no tuvieran ningún efecto en aquellos hombres, que siguieron mirando con ojos desencajados de terror a través de las portillas, a aquella manada de criaturas de pesadilla.

Joanot de Curial desenvainó entonces su espada, y la alzó gritando:

– ¡Aragón! ¡Aragón!

Sólo eso, pero su efecto fue inmediato. Los cincuenta almogávares allí presentes, desenvainaron a su vez sus armas, y respondieron al unísono:

– ¡Aragón! ¡Aragón!

Los dragones nos miraron entre asombrados y divertidos por aquel ritual, incapaces de comprender cómo la simple pronunciación del nombre de nuestra patria podía ejercer un efecto tan catártico sobre los miedos de aquellas gentes.

El temor se había esfumado como por arte de magia de los ojos de todos y cada uno de los valientes almogávares. En aquel momento se podrían haber enfrentado a cualquier cosa. Pero mi estancia en la ciudad me había vuelto lo suficientemente escéptico como para preguntarme cuánto duraría el efecto.

Herófilo apareció entonces en la trampilla que comunicaba con el puente.

– Vamos a capturar a uno de esos monstruos para estudiarlo -dijo-. ¿Quién de vosotros, almogávares, es el mejor con el arco?

Guillem, que ya se había recuperado la herida en el costado que había recibido en la expedición a Samarcanda, se adelantó preparando su arco. Herófilo le pidió una de sus flechas, y le ató un delgado cordel que llevaba con él.

– ¿Crees que serás capaz de hacer blanco con esto?

Guillem sopesó la flecha de punta de acero y respondió afirmativamente. Ambos salieron a la balconada exterior que rodeaba la bodega y Guillem se afianzó apoyando su espalda contra la cobertura del aeróstato, y empujando con sus piernas contra la barandilla de la balconada. Las ráfagas de viento que parecían querer arrancar a ambos hombres de su posición penetraban por la puerta abierta por la que habían salido a la plataforma, y creaban remolinos en el interior de la bodega.

Guillem disparó, y falló el tiro.

El monstruo flotaba apenas a unas cincuenta varas de él, y estaba casi inmóvil manteniéndose milagrosamente en esa posición mediante el ejercicio de abrir y cerrar aquella especie de parasol con aspecto de alas de murciélago.

Guillem recogió con cuidado la flecha tirando del cordel a la que estaba atada. Volvió a prepararla, tensó el arco, y desvió su blanco teniendo en cuenta la enorme presión que el viento ejercía sobre la flecha y el cordel.

Disparó y esta vez alcanzó al monstruo justo entre los dos ojos.

Herófilo le ayudó a cobrar su presa tirando a la vez que Guillem del cordel, y los dos hombres entraron de nuevo en la bodega con su extraño trofeo con ellos.

Todos nos congregamos alrededor del médico para contemplar de cerca aquel capricho de la naturaleza: una cabeza sin cuerpo, y con un único brazo surgiendo de ella, rematado por una especie de ala circular de murciélago.

Yo sentí a mi alrededor el alivio de mis compañeros almogávares al comprobar que aquellas criaturas podían ser muertas por sólo una flecha.

Neléis, que también había subido a la bodega, se inclinó sobre el cadáver del monstruo, y apartó con una mano el pelaje alrededor de aquellos ojos, tan humanos, que ahora estaban fijos y vidriosos por la muerte. Apenas manaba sangre de la herida.

– ¡No tiene boca! -exclamó la consejera atónita.

Y era cierto, ni boca ni ningún otro rasgo en aquella pelota de pelo, con la excepción de aquellos dos ojos. Herófilo volvió a cargar con el monstruo y dijo que lo iba a diseccionar. Pidió ayuda a Neléis, y la mujer me preguntó si deseaba acompañarles.

Asentí. Aquel ser me repugnaba, pero sentía una gran curiosidad por él.

Entramos en la enfermería que había sido delimitada en el interior de la bodega con sólo tres mamparas apoyadas contra la cubierta de lona, y el médico de Apeiron depositó su monstruosa carga sobre la camilla que estaba situada en el centro. Rebuscó entre su instrumental, ordenado en varios cajones sujetos a las mamparas, y se inclinó sobre la criatura con un afilado escalpelo entre sus dedos.

– Bien -dijo Herófilo-, ahora sabremos cómo estás hecho por dentro.

Llevado por un súbito presentimiento, le retuve la mano cuando estaba a punto de empezar a cortar.

– ¿Qué sucede? -dijo el médico, elevando sus ojos hacia mí.

Les pregunté a ambos si estaban seguros de lo que iban a hacer.

– No podemos estarlo, Ramón -me respondió Neléis-. Nada de lo que hemos hecho aquí se ajusta a nuestras leyes científicas. Hemos matado a esta criatura sin saber si era un ser racional o no. Si esto podía perjudicarnos o no. Pero nuestra situación es excepcional; estamos en el mismísimo hogar del Adversario, y nuestra única oportunidad, nuestra única opción más bien, es actuar rápidamente. Cada instante cuenta antes de que nuestra incursión sea descubierta por él y tengamos que enfrentarnos a todo su poder. Debemos aprender cuanto podamos sobre este lugar antes de que eso suceda, y si ello supone abandonar toda precaución, bueno, me temo que no podremos evitarlo.

Comprendí los argumentos de la consejera y asentí mientras Herófilo volvía a acercar el escalpelo a la peluda piel del monstruo; pero no pude alejar los temores que hormigueaban en mi interior. Temores que se vieron inmediatamente confirmados cuando el médico clavó su instrumento en el cuerpo de aquella criatura.

Herófilo gritó, y saltó hacia atrás como impulsado por una fuerza demoníaca.

El médico rebotó contra la mampara que estaba tras él y cayó de bruces al suelo.

Neléis y yo nos quedamos paralizados por la sorpresa durante un instante; pero inmediatamente acudimos a socorrerle.

No estaba herido, tan sólo un poco conmocionado. Se puso en pie rápidamente.

– ¿Qué ha sucedido? -le preguntamos.

– Una descarga de energía -respondió él sacudiendo la mano que había sujetado el escalpelo y que ahora parecía dolerle-. Muy intensa, pero muy breve.

– ¡Por el perro! -exclamó Neléis-. ¿Qué vas a hacer ahora?

– Voy a intentarlo de nuevo -dijo Herófilo recogiendo el escalpelo del suelo.

Yo iba a protestar, pero Neléis me hizo callar con un gesto. Era evidente que ese asunto era responsabilidad de Herófilo, pero yo seguía sintiéndome aterrorizado.

El médico clavó su instrumento en el mismo punto que antes, y sajó longitudinalmente la piel del monstruo. Esta vez no sucedió nada. Después tomó una especie de tenazas cortantes, y partió con varios chasquidos unos huesos en forma de costillas circulares que protegían el interior del animal.