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Con mi brazo en cabestrillo, no podía ponerme en pie solo, y pedí a la mujer que me ayudara.

– Debemos subir a la sentina -dijo ella mientras me ofrecía su brazo-; los kauli deben de estar intentando penetrar por allí.

En la balaustrada el combate continuaba desesperadamente. Dragones y almogávares peleaban allí codo con codo, moviéndose con dificultad por la estrecha plataforma, abatiendo con fuego y balas a los kauli que se acercaban, peleando cuerpo a cuerpo con los que conseguían saltar sobre el aeróstato. No vi a Joanot, perdido en mitad de un pandemónium de cuerpos que mataban y eran muertos a un ritmo vertiginoso.

Neléis ordenó a algunos de los dragones que la siguieran. Yo también subí hasta la sentina detrás de la consejera. Aunque impedido por mi brazo roto no esperaba ser de mucha utilidad, no podía soportar la espera inactiva de que llegara el final; porque para entonces creo que era evidente para todos que no podíamos defender los frágiles aeróstatos contra aquel ataque de enfurecidos demonios.

Pero tampoco podíamos esperar la muerte con los brazos cruzados.

La sentina presentaba el confuso y habitual aspecto de maleza de varillas metálicas entrecruzándose. Al final de la pasarela central, cuatro mecánicos cuidaban del motor de vapor, forzado al máximo para contrarrestar la perdida de flotabilidad que estaba sufriendo la nave. Miramos hacia el techo de lona, presintiendo la muchedumbre de langostas que debían de estar amontonándose sobre él.

– ¡Os lo advertí! -chilló una desagradable voz a mi espalda-. ¡Os dije que si permanecíais en este lugar sería vuestro final! ¡Ahora es tarde! ¡Ahora es tarde!

Era el gordo sacerdote nestoriano, cogido con ambas manos a dos de los barrotes de su jaula, como una rata chillando en su trampa. Ni Neléis ni los dragones le hicieron el menor caso, pero yo deseé con todas mis fuerzas hacerle callar de alguna forma.

– ¡Demasiado tarde!

El techo de lona se rasgó por varios sitios a la vez, y un enjambre de alados kauli se precipitó hacia el interior de la sentina a través de los orificios.

Los dragones no podían hacer uso de sus sifones flamígeros en el interior de la nave, pero dispararon sus pyreions contra los invasores sin importarles si perforaban o no los grandes balones de gas.

El nestoriano gritaba y saltaba dentro de su jaula, como un mono loco, hasta que un kauli aterrizó justamente sobre la prisión del hereje.

El nestoriano alzó sus manos hacia él y dijo con un tono de oración:

– ¡Oh tú, arcángel vengador, dame tu bendición!

El kauli lo sujetó por las muñecas y lo atrajo hacia sí, haciendo que su cabeza se estrellara contra los barrotes del techo de la jaula. El nestoriano aulló, sorprendido y dolorido por el golpe, pero el kauli se inclinó hacia él, lentamente, como si fuera a besarle. Durante un largo instante, los dos rostros se juntaron, y vi cómo el hereje pataleaba espasmódicamente. Cuando el kauli al fin lo soltó, dejándole caer como un pelele roto al fondo de la jaula, la cara del nestoriano había desaparecido, substituida por una pulpa sanguinolenta. El kauli, plantado sobre la jaula como un gran halcón de plata, masticaba lentamente.

Aparté la vista mareado y vomité, sujetándome con mi única mano disponible al varillaje de metal, para no caer sin sentido.

Los dragones habían establecido una línea de defensa en torno al motor de vapor, pero un enjambre de kaulis acechaban sobre ellos dispuestos a lanzarse al ataque. Nuestra única ventaja era que, en los estrechos y enrevesados espacios libres de la sentina, cruzada de un lado a otro por cables y viguetas, aquellos demonios no podían desplegar completamente sus mortíferas alas. Los primeros kauli que intentaron saltar sobre nosotros fueron rápidamente abatidos a balazos.

Estábamos en tablas, y durante un momento no se produjo ningún movimiento.

– Sal de aquí, Ramón -me dijo Neléis.

– ¿Qué?

– Sal de aquí. No podremos resistir mucho tiempo, y los kauli se harán con el motor de vapor. La comunicación se ha cortado. Intenta llegar al puente y advierte a Vadinio. Nuestra única oportunidad es que logre aterrizar la nave en una de esas terrazas, y una vez en tierra contraatacar a los kauli.

Me arrastré hacia la salida de la sentina lo más rápido que pude, y descendí por la escalerilla sujetándome tan sólo con mi brazo sano. La bodega se había hundido en el caos; hombres y kaulis peleaban por todas partes, cuerpo a cuerpo, destrozándose mutuamente con espadas, uñas y dientes. Con la vista fija en la trampilla que llevaba al puente, atravesé la bodega sin detenerme a mirar a quienes combatían a mí alrededor.

Estaba a punto de alcanzarla cuando una fuerte mano me detuvo. Era Joanot.

– ¡Ramón! -exclamó-. Creí que habías muerto, anciano.

– Necesito llegar al puente -dije casi sin aliento-. Nuestra única oportunidad es llegar a tierra antes de que los demonios controlen completamente la nave.

Dos almogávares, Guillem y Guzmán, le acompañaban; Joanot los señaló y me dijo:

– Nosotros también íbamos al puente. La nave está ahora sin control.

Le miré atónito, sin saber cómo reaccionar. Por supuesto, ¿por qué no se me había ocurrido pensar que las langostas podrían haber tomado el puente mientras nosotros peleábamos en la bodega y la sentina?

Joanot me apartó a un lado, y dijo:

– Nosotros iremos delante.

Los tres almogávares descendieron por la escalerilla, y yo fui tras ellos.

El aspecto del puente era desolador. Todas las portillas de falso cristal estaban destrozadas, y el aire entraba en tromba por todas partes haciendo volar papeles y restos destrozados de las cartas de navegación. Los cadáveres del piloto y del técnico de comunicación yacían juntos, con las gargantas destrozadas por una dentellada. Vi el cuerpo de Vadinio un poco más lejos, junto a la columna que sujetaba la brújula. Supe que era él por las ropas que llevaba, pues su cabeza había desaparecido.

Un kauli estaba al timón, de espaldas a nosotros, de modo que sólo podíamos ver sus enormes alas plegadas. Había colocado la nave casi en picado, y descendíamos a gran velocidad hacia lo más profundo de aquel abismo.

¿Hacia dónde nos llevaba aquel monstruo? ¿Qué destino nos había fijado?

Lo vi aparecer brevemente entre los jirones de niebla; una hilera interminable de columnas de piedra roja que encerraban toda una vuelta de aquella espiral que descendía al abismo. Millas y millas de columnas que encerraban una especie de claustro interminable; o quizá la entrada al palacio del Adversario.

Desapareció entre la niebla tan rápidamente como había aparecido, y me pregunté si no lo habría imaginado. Pero aquel demonio de alas plateadas conducía el Teógides directamente hacia aquel lugar, y esto sí era real.

Sin pensarlo ni un instante, Guzmán, lanzó su azcona contra la espalda del kauli. Pero ésta estaba perfectamente protegida por las dos alas, y la lanza rebotó inútil contra ellas. El kauli ni siquiera demostró haber percibido el ataque.

Escuché entonces un ruido a mi espalda, semejante al bufido de un gato, o al silbido de una serpiente; me volví, y me vi enfrentado con el contraído rostro de un kauli, los labios fruncidos y mostrando sus amarillentos y largos dientes de león.

El demonio desplegó sus alas de plata para impedirme la huida, ocupando la anchura del puente de un lado al otro. Yo no estaba armado, y no tenía más opción que retroceder, pero tropecé y caí de espaldas. La cubierta del puente estaba muy inclinada por el picado cada vez más pronunciado de la nave. El kauli saltó hacia mí, y yo me protegí instintivamente el rostro con mi brazo herido. Los dientes del demonio se cerraron con fuerza contra la escayola y las vendas. El kauli respingó extrañado, y soltó la presa mientras intentaba comprender qué había mordido.

Su expresión de sorpresa era casi divertida cuando un golpe de la espada de Joanot le arrancó la cabeza de los hombros.

Otros kauli penetraron a través de las portillas destrozadas, y gatearon hacia nosotros. Guillem saltó contra la espalda alada del kauli que se había apoderado del timón del Teógides. Intentaba clavar uno de sus dardos en la nuca del demonio, pero no lo consiguió. El kauli, de algún modo, vio las intenciones del almogávar, y le descargó un fuerte golpe con su cola en el centro del pecho de Guillem. El almogávar rebotó contra un mamparo, y cayó de bruces llevándose la mano al pecho, sangrando por nariz y boca.

Uno de los kauli que se arrastraba hacia nosotros, saltó hacia Joanot. El valenciano intentó clavarle su espada, pero resbaló contra el pecho plateado del demonio. Las mandíbulas del kauli se cerraron, con un chasquido, a pocas pulgadas del rostro de Joanot. Viéndose perdido, Joanot no vio otra salida que abrazarse con manos y piernas al cuerpo del kauli, manteniéndose fuera del alcance de sus dientes. Joanot y el kauli rodaron entonces por el suelo del puente, en una confusión de brazos, piernas, y cortantes alas de acero. El kauli no podía alcanzarle de ninguna forma, pero Joanot tampoco podía soltar ni por un instante la presa del kauli.

Otro kauli pasó sobre los dos cuerpos entrelazados, y avanzó hacia mí y el almogávar. Guzmán lanzó una patada que acertó al monstruo en pleno rostro. El Teógides estaba más inclinado a cada instante que pasaba, y teníamos que sujetarnos a los mamparos para no rodar hacia la proa, y caer a los pies del kauli que manejaba el timón.

Otro demonio plateado pasó sobre Joanot y su kauli y saltó hacia delante. Parecían ciegas fieras a las que nada importaba con tal de conseguir nuestra destrucción.

Los dos kauli avanzaban a gatas hacia nosotros, los rostros fruncidos en una mueca que les permitía exhibir sus impresionantes dentaduras.

A duras penas, logré ponerme en pie, sujetándome con mi brazo sano a la que había sido la silla del técnico del telecomunicador. Miré alrededor, y grité.

Ya no había cielo, ni nubes a nuestro alrededor, ni lejanos barrancos medio perdidos en la bruma. Vi árboles completamente blancos, resecos y retorcidos, y un muro de piedra, y un suelo cubierto de barro rojo que se abalanzaba hacia nosotros a toda velocidad. ¡Íbamos a estrellarnos! Y todo esto lo vi en un fugaz instante antes del choque.