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Más tarde, las carreras de una de las muchachas por el corredor… Sintió como llamaban fuerte a la puerta del fondo donde estaba la alcoba de Pino y de José.

– Don José… Llegaron los señoritos de Las Palmas.

Volvió a oír los pasos de don Juan y de José que volvían. Don Juan dijo:

– Tú, Carmela, quédate con la señora.

Y la voz de Carmela, desde lejos:

– Sí, señor.

En aquel momento, Marta se levantó de su cama, se acercó a la puerta y oyó abajo rumores de voces, exclamaciones. Oyó también la voz de Pablo, y aunque le pareció a ella una alucinación, aquella voz le llamó tan poderosamente que se precipitó a la escalera. Pero se detuvo en lo alto, medio escondida, llena de aquella timidez y aquel espanto que le ponía en el alma el aparato de la muerte.

Los peninsulares, la madre de Pino, y también Pablo, habían entrado en el comedor; José y don Juan estaban allí; las mujeres se persignaban junto al cadáver. Hacían en voz baja preguntas a don Juan, que movía la cabeza en sentido negativo.

Fue entre aquel bisbiseo, entre aquel cortado rumor de las personas reunidas, cuando se levantó la majorera, que estaba de rodillas junto al túmulo.

Dijo claramente:

– Yo sé cómo ha muerto mi señorita Teresa. Yo juro ante Dios bendito que la envenenaron, y que sé quién lo hizo.

Todos quedaron medio segundo sobrecogidos; luego todos empezaron a hablar a la vez, casi gritando.-Irá usted a la cárcel, Vicenta, por lo que dice. ¡No se da cuenta…!

– ¡Qué disparate! ¡No sabe usted lo que dice!

Estos dos que se oyeron eran José y don Juan. Pero todos los demás protestaban a la vez horrorizados. Llegaban a gritar. Era como si estuvieran locos; Vicenta se dejó oír de nuevo, derecha, como si fuera una piedra entre un oleaje.

– ¡La envenenó esa perra que se esconde arriba…! ¡Y matará también a la niña!

José se abalanzó lívido hacia la majorera.

– ¡Ahora mismo, pero ahora mismo, sale usted de esta casa!

– Ahora, no. Mientras ella no salga, no. ¿Quién es usted para atreverse a echarme?

Don Juan se interpuso. Se le veía sudar. Se notaba que no veía. Tropezaba con las flores, con las macetas que había allí. Puso las manos en los hombros a la majorera, que no se movió.

– Vicenta, te conozco desde hace muchos años… Eres una buena mujer incapaz de romper el respeto de la casa donde hay un muerto. Tú sabes que yo quería a tu pobre señorita como si fuera mi hija… Vicenta, por el respeto de su alma no nos vuelvas locos a todos…

La majorera levantó la barbilla y miró desafiante un momento a todos los que la rodeaban. Después se enterró el pañuelo de la cabeza hasta los ojos y se sentó en la tarima sobre la que estaba colocado el túmulo, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si nadie le importara ya.

La madre de Pino se precipitó hacia las escaleras, sollozando.

– ¡Mi hija…, mi hija del alma…!

Don Juan la siguió. Pasaron delante de Marta rozándola. Ella, con los ojos abiertos, los vio pasar, con un gesto de estúpida, sin moverse.

Al cabo de un momento Marta volvió a entrar en su alcoba, y pasó horas negras, sin pensamiento alguno, como si estuviera idiotizada. Más tarde le pareció que hasta había dormido. Tuvo la conciencia de un hambre aguda que le mordía el estómago, y casi en seguida se olvidó de esta sensación. Se encontró sudando, con la blusa empapada por el cuello. Se desnudó enteramente, y la luna parecía quemarle el cuerpo. Tenía colonia en el armario, y se empapó con ella, buscando algo de fresco. La habitación se llenó de olor a lavanda hasta casi marear, pero el calor no desaparecía. Las plantas de los pies, por contraste, las tenía heladas… Se metió un traje blanco, limpio, y la tela ligera estaba caliente.

Estaba aturdida en medio del cuarto cuando oyó un rumor de rezos. Supo que ella también tenía que rezar, y muy despacio se acercó a la escalera, y se acurrucó allí, quieta, oyendo el rosario.

Ahora la madre de Pino lloraba en su alcoba con desgarradora pena. Lloraba. De ella venían olores de lana negra, de la pomada con fuerte perfume a violetas que se ponía en el cabello, y de cálido y apestoso sudor.

– ¡Ay, Martita, mi niña querida! Dime que tú no lo crees, que tú no crees a esa bruja. Dímelo, porque sólo de pensar en mi pobre hija yo me vuelvo loca.

Marta dijo con firmeza:

– No lo he creído ni un momento.

Esquivó un abrazo, desfallecida sólo de imaginar que se pudiera ver apretada contra aquel pecho.

– Vaya usted con Pino… Ella la necesita más que yo.

– Voy con ella, mi niña… Ven tú también, mi niña querida. Ven para que tú le digas lo mismo que me has dicho a mí, y que me ha quitado un peso del corazón…

– No… Yo no puedo. Dígaselo de mi parte, si usted cree que es necesario. Yo, ahora, quiero estar sola.

La mujer se levantó, secándose los ojos, guardándose el pañuelo. Estaba decidida a besar a Marta, y esta vez lo consiguió a viva fuerza. Al fin se fue. Marta oyó pasos de hombre en el corredor; era José, y la madre de Pino se encontraba con él. Marta oyó decir a la mujer: -La niña está indignada, Pepito… Es una vergüenza que esa bruja siga abajo insultándonos a todos.

Y la voz de José con un furioso "¡Cállese!", que a ella, en la oscuridad, le heló la sangre.

La luna entraba por la ventana. Marta se asomó, fascinada, al jardín. Se veía como en pleno día. Se notaba el agostamiento de las flores, y subía, pesado, el olor de los jazmines. Las buganvillas, de colores vivos, parecían quemadas. La luna era enorme, despiadada, y no estaba clara en aquel cielo que empañaba el calor; una legión de puntos negros, finos, movibles, parecían bailar entre los ojos de Marta y la luna, como si una nube de moscas enturbiara la noche.

Las manos de Marta eran siempre secas, ásperas, decididas, y las sintió húmedas al llevarlas a las mejillas. Unas manos débiles, indecisas, como si hubieran perdido todo su valor. Sin embargo, sus ojos estaban tan secos que suspiró llena de angustia y rezó: "Dios mío que yo no sea un monstruo, que yo pueda llorar por mi madre; yo, que lloro por cualquier cosa insignificante".

Estaba asustada porque le sucedía igual que cuando pensaba en la guerra y sus catástrofes y no podía sentir las mismas emociones que los demás sienten. Le parecía que una zona de su alma estaba seca y árida, y que sólo infinitas desgracias, infinitas penas, podían redimirla de esta sequedad. No lloraba, aunque quería. No podía, aunque quería, pensar en Teresa muerta.

Durante horas no había pensado nada. Ahora, sin proponérselo, recordaba cosas que también parecían increíbles y sucedidas en tiempos lejanos. Cosas que ella había realizado y que aquella misma tarde eran su vida fluyendo por minutos, vertiginosa. Había sido capaz de arreglar sus papeles para la marcha, de haber puesto aquella inocente sonrisa al empleado que le extendía el salvoconducto. Recordaba con entera claridad la escena: la oficina, la mesa llena de papeles, aquel muchacho joven, azarado, que conocía muy bien a su familia, y que le decía, jugando con el pisapapeles:

– Necesita usted una autorización. No tiene más que dieciséis años…

El muchacho era delgado, de cara bondadosa y simple. Tenía todo el interés posible en hacer algo, según dijo, por la nieta de don Rafael.

– Es que… precisamente, ¿usted sabe que mis tíos se marchan?

– Sí, sí, claro; yo mismo arreglé…

– Pues mi hermano me ha dicho que, si soy capaz de arreglar yo sola mis papeles, me deja ir con ellos; si no, no… Él no quiere saber nada.

El muchacho la miró. Era la niña de una familia muy conocida en la ciudad la que tenía delante. Una niña tranquila, inocente, sencillamente vestida con su blusa de seda cruda y mirándole con sus ojos limpios. Le pareció que no había ningún mal en hacer aquel favor, y despreocupadamente extendió el salvoconducto. Ella le estrechó la mano y le dio las gracias tres veces, tan efusiva y tiernamente, que el joven enrojeció, como si se le hubiera colgado al cuello. En verdad, era eso lo que había tenido ganas de hacer. Colgarse a su cuello y gritar de alegría.

Luego, la calle. El mar brotando, herido de luz, como un telón de fondo en todas las calles, detrás de todas las casas… También parecía lanzar gritos de espuma, júbilo, victoria…

Otra escena recordaba, también con un mar de fondo, un mar sucio bajo unas nubes negruzcas, a media tarde. Sixto fue a buscarla, el día antes, a la salida del Instituto. Vestido de paisano, con una corbata algo chillona. Sixto resultaba muy raro. Se asustó mucho al verle, porque lo había olvidado. Él parecía apurado y decidido a un tiempo.

– Si mi hermano me ve contigo, me mata…

– ¡Pero cómo te va a matar…! ¿O es que tú nome crees a mí bastante hombre para partirle la cara a tu hermano…? No seas rara, Marta. Tú sabes que entre nosotros… Vaya, tú sabes que yo te quiero. Mi padre estuvo hablando conmigo… Mi familia, toda, te quiere…

Marta, plantada en una acera, veía detrás de Sixto el edificio del Instituto; al fondo, el mar. Había polvo en el aire. Ella se angustió. Sus amigas la habían dejado sola con aquel muchacho que le parecía desconocido. No tenía ganas de pensar, encima de todas sus preocupaciones, que quizá se había portado mal con él. Hubiera sido mucho más cómodo que él se hubiera olvidado, como ella, de aquellos despreocupados días de playa, tan recientes y tan lejanos ya.

– Yo, ahora, no tengo nada, pero si tu hermano se pone con muchas exigencias, te depositaremos, y nos casamos en seguida… Después seré yo el que tenga que decir la última palabra en tus asuntos. Tu hermano no es nadie…

Parecía mentira que Sixto hablase tanto. Se veía que había aprendido una lección. Marta le miró desesperada. Vio su bella boca, y sintió un profundo asco de sí misma.

– Yo no hago las cosas así… Adiós. Echó a correr. Alcanzó jadeante a sus compañeras. Se cogió del brazo de Anita casi desesperada. Sixto las seguía. Luego se quedaba parado. Marta le vio apenas, de reojo, sin atreverse a volver del todo la cabeza. Anita se reía; creía que se trataba de una tonta riña de enamorados. Ella tenía miedo y remordimientos.

Todas esas cosas le habían sucedido a ella, a Marta, antes de encontrarse con la muerte de su madre delante de los ojos de aquella manera repentina.

Un rato antes estaba entontecida. Ahora, tan fría, tan serena, pensando aquellas cosas, como si viera en el cine las historias de otra persona. Se acordó de las palabras de la majorera: "Y ahora matará a la niña…" Tampoco le hacían efecto estas palabras. No creía nada de lo que aquella pobre mujer pudiera decir. Una vez, ella misma había intentado interesar a Pablo inventando cosas tremendas en su vida… ¡Si él se hubiera asustado por Marta, al oír a Vicenta, si él lo creyese…! Estaba en la casa. No pararía hasta encontrarla y hablar con ella. Le diría: "Tienes que marcharte, no hay más remedio… Ahora, sí".