Изменить стиль страницы

TERCERA PARTE

XV

Desde los últimos tramos de la escalera del comedor, Marta veía toda la perspectiva de la gran habitación de abajo convertida en capilla ardiente.

Encogida allí, oculta en la sombra, la muchacha podía ver la cara de su madre muerta, y su cuerpo envuelto en un sudario, desaparecido casi entre flores.

Todas las ventanas estaban abiertas sin que entrara un soplo de aire. Las llamas de las grandes velas de cera ardían derechas, y subía derecho un bisbiseo de rezos por el alma de la difunta.

Desde el lugar donde estaba escondida, Marta podía ver las piernas de su tía Hones, un poco abiertas, provocativas, tal como Pablo las había dibujado una vez. El traje se le subía a veces, y entonces una mano blanca y llena, un poco grande, corría a remediar este descuido.

Veía Marta a la majorera, sentada junto al cadáver, muy quieta, con el pañuelo negro echado sobre los ojos. Veía a Matilde, alta y nerviosa, que ya se había salido al jardín varias veces para fumar un pitillo. También estaban dos señoras, antiguas amigas de Teresa, que habían llegado para velarla aquella última noche.

Allí estaban, en fin, todas las mujeres. Los hombres habían hecho un refugio en el cuarto de música. Las criadas jóvenes fueron a llevarles café más de una vez. Estaban Daniel y José, don Juan el médico, y Pablo; pero a ellos Marta no les veía. Sabía que Pablo estaba en la casa desde hacía algunas horas. Lo había visto desde lejos a su llegada.

Abajo se estaba terminando el rosario. Al fin, el suave murmullo de los rezos se apagó. Hubo una pausa larga en la que se oyó el chisporroteo de los cirios. En el tremendo calor era sofocante el aroma de las flores. Las dos señoras amigas, enlutadas, se levantaron para despedirse. Estrecharon las manos de Honesta y Matilde, y se acercaron a contemplar una vez más la cara de Teresa.

– Está como dormida. Pero no parece sea ella… Cuando se la ha conocido, como nosotras, en plena juventud…

Las señoras saludaron también a la gruesa madre de Pino, que apareció en el campo visual de Marta muy vestida de negro, para la ocasión, con su traje apretado de mangas largas, tan ajustadas a los brazos que amenazaban estallar. Marta oyó que susurraba su nombre, y se encogió una vez más entre las sombras de la escalera.

– Se acostó, la pobre; está rendida. -De todas formas no demuestra demasiado sentimiento.

Se iban. Aún contestaba la madre de Pino a otra pregunta.

– Destrozadita… Tengo miedo por ella… ¡Tantos años cuidándola!

La madre de Pino miraba furtiva, medrosa, hacia el ángulo en el que la majorera permanecía sentada. Marta recogía en sus orejas ese nerviosismo, ese cuchicheo. Preguntaban por Pino, que había caído realmente enferma en cama aquella tarde… Todas las mujeres, menos la majorera, despidieron a las visitas acompañándolas hasta la puerta.

Unos momentos después se oyó en el jardín el motor de un automóvil arrancando. Las señoras se iban… La madre de Pino entró antes que nadie en la casa, y con cara de disgusto y de cansancio se dispuso a subir las escaleras. Iba sin duda al cuarto de su hija.

Marta se retiró, nerviosa, por el corredor hasta su alcoba. Allí, detrás de la puerta, oyó los pasos de la buena mujer acercándose cada vez más. Fue al otro lado de su puerta donde sin duda se detuvieron. Conteniendo la respiración, Marta escuchó el jadeo de la otra mujer, su cansancio. Luego unos discretos golpecitos que le retumbaron en los oídos… Un silencio. Marta no quería ver a la madre de Pino. Una nueva llamada.

La muchacha se decidió al fin a abrir. Lo hizo tan de repente, que la otra mujer se sobresaltó al verla aparecer sin haber oído antes sus pasos.

– ¿No estarías durmiendo, mi niña?

– No.

– Déjame pasar un pizco… ¡Ay, Dios mío, qué cansados estamos todos!

Se sentó pesadamente en una silla de aquella habitación invadida por la luna. No era necesario encender la luz.

A Marta le dio mareo y asco aquella presencia oscura que transpiraba sudor por las axilas empapando su traje de lana negra, y empañando el aire del cuarto. Marta no tenía trajes negros. Iba de blanco y al claro de luna parecía un pequeño fantasma. La mujer debía de estarse fijando en este detalle desde su sombra.

– Me han dado palabra de que mañana mismo tendremos los trajes teñidos para la hora del entierro.

Marta se estremeció.

– Yo venía a verte, mi niña, porque te conozco desde chiquita y te quiero. Todavía me acuerdo de cuando te llevaba tu abuelo a casa de don Juan, y yo te metía en la despensa para darte golosinas… Parecías una muñequita, tan rubia como eras. Pino lo decía siempre. Siempre que te veía me decía a mí que si algún día tuviera una niña le gustaría que se te pareciese… ¿Qué dices?

La voz de Marta vino como desde muy lejos.-No sé… ¡Eso es tan raro!

– ¿El qué es raro, mi hija? ¿Tú no has pensado nunca cómo te gustaría que fuese un niño tuyo? -Sí.

Marta se asombró, porque, en efecto, lo había pensado.

– Claro, no tiene nada de raro. Todas las muchachas jóvenes lo piensan alguna vez. Pino ha tenido mala suerte de no tener niños. Claro que todavía… ¡Quién sabe! No es que ella no sirva, es tu hermano…, aunque esté mal que te lo diga yo a ti, el que no quiere por ahora…

A la clara luz de la luna se vio la cara de Marta, cansada, enflaquecida, asombrada.

La mujer gruesa y oscura se inclinó sobre ella poniéndole familiarmente una mano sudada sobre el muslo.

– Tú no quieres mal a mi pobre Pino, ¿verdad, mi niña?

– Yo no…

– Ella a ti siempre te quiso. ¿No te acuerdas que lo primero que hizo al casarse fue pedirle a José que te sacara del convento? Otra, ni habría pensado en tal cosa.

– Es verdad.

Marta tuvo como un pasmo desde el fondo de su dolorida cabeza. Le parecía imposible que ella alguna vez hubiera estado interna… Aún no hacía un año de eso, sin embargo.

– ¡Claro que es verdad! Ahora está la pobre ma-lita del disgusto tan grande que tuvo esta tarde… No sólo por la muerte de tu pobre madre, en paz descanse, sino por lo que dijo ese demonio vivo, esa Vicenta que Dios confunda, y que…

Ahora aquella mole lloraba. Sacó un pañuelo blanco de alguna desconocida profundidad de su vestido, y lloraba y moqueaba ruidosamente.

Marta recordó vivamente a la majorera, con sus ojos feroces y la boca apenas crispada; aquel gesto de la barbilla jurando…

Habían pasado cosas horribles durante las últimas horas. Ella aún no tenía clara conciencia de los acontecimientos. Sabía que la habían hundido desde una gran exaltación a una sima fría de donde se debatía inútilmente para salir. Los últimos días Marta había sido un puro manojo de nervios y de actividad. Había vivido de una manera tan intensa, tan devastadora que cuando aquella noche volvía por los campos camino de la casa le hacía el efecto de que su cuerpo adelgazado no tenía peso entre la ardiente noche. A veces se quedaba parada en el camino; otras, el corazón le golpeaba duramente; tanta emoción sentía.

Acababa de resolver lo que parecía imposible. Aquella noche tenía en su carterón de estudiante el salvoconducto y el pasaje para Cádiz. Pensaba que si no tenía cuidado su cara podría delatarla en la casa. Y tan pronto pensaba en el camino estos detalles mínimos, como preparaba los acontecimientos más importantes que habrían de venir. Imaginaba ya la manera de ir al barco… El día de la marcha de los parientes sería lo más probable que Pino y José bajasen juntos a Las Palmas, por la tarde, para estar con ellos y despedirlos. Marta pensaba fingirse enferma y quedarse en la finca. En el momento en que saliesen sus hermanos cogería un pequeño lío de ropas y escaparía. Tendría tiempo de llegar antes que los otros al puerto, meterse en el barco, y esconderse. Cosas todas más difíciles de hacer que de pensar… Pero podía ver realmente el barco, sólo de imaginarlo, y las luces del puerto en la noche oscura de su escapatoria… ¡Y esto iba a ser apenas unos días más tarde! Una emoción violenta, grandísima, la sobrecogía. Una alegría casi insoportable la llenaba toda. Le venía hasta el olor del alquitrán, hasta el rumor del buque, hasta la tufarada cálida que despiden las cocinas de los barcos escapándose por las ventanillas bajas, entre un ir y venir de gorros blancos de cocineros que tantas veces había visto desde los muelles. Las redondas ventanillas encendidas, y todo aquel mundo sobre el agualleno de vida, de gente, esperándola como la puerta de su nueva vida…

Nunca imaginó al llegar a la finca, cargada como iba de vida, de secretos, de excitación, que iba a encontrar aquello.

Toda la casa estaba a oscuras, y el comedor iluminado. Aunque venía preocupada, tuvo que fijarse en que entre las sombras del jardín aparecían algunos automóviles, y le extrañó mucho.

Antes de entrar tuvo la ocurrencia de asomarse a una de las ventanas del comedor. Vio unos paños oscuros, unos obreros que transportaban enormes velas bajo la dirección de un hombre pequeño y de José. La habitación parecía llena de gente, y de tristeza. Estaban dos señoras a las que conocía apenas, además de su hermano y de don Juan, el médico. Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaban preparando un túmulo funerario. Cuando tuvo conciencia de ello recibió una impresión tan fuerte y tan angustiosa, que le pareció haber perdido toda facultad de raciocinio.

Apenas podía recordar cómo entró en la casa, cómo unas mujeres la abrazaron y la besaron. Había escapado a su cuarto corriendo, completamente aturdida e idiotizada.

Pasó mucho tiempo en la oscuridad, tumbada en su cama, y más de una vez en este tiempo una de las amigas de su madre se sentó al lado suyo pasándole la mano por la cabeza y hablándole. Ella soportó estos cuidados como un tormento inevitable, con una cara estoica, sin abrir los ojos, con un gesto que recordaba al de la pobre Teresa en los últimos años.

En su cabeza no había más que una idea, y una seguridad. Aquella desgracia, aquella muerte, había llegado a su vida como un peso del cielo para hundirla y para detenerla en su fuga. Esta seguridad llegó a convertírsele en obsesión.

Al fin las señoras la dejaron en paz, convencidas de que eran inútiles sus esfuerzos por conmoverla y provocarle el llanto. Sola a oscuras oyó que los hombres de la funeraria bajaban el cuerpo de Teresa al comedor. Oyó más tarde los pasos de don Juan y de José en sentido contrario. Hablaban de Pino.

– Es grave; me tiene preocupado. Esto…