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Vicenta estaba contenta también. Ella de joven fue seria, arisca y de poco "enralo", pero ahora se le calentaba la sangre tardíamente viendo a su hija. Le parecía como si su cuerpo brotara y se reverdeciera, como un árbol seco al que pueden salirle hojas. Sentía con la carne y la vida de la muchacha. Estaba detrás, como su sombra, para defenderla.

Por la tarde, en la "taifa" no se podía respirar, pero ella sentada en su silla, arrimada contra la pared, fumaba y ayudaba a la música con el calor de su cuerpo y una especie de grito melódico que se le formaba en la garganta.

Todas las mujeres de respeto se alineaban, como Vicenta, a lo largo de las paredes de aquella habitación cuadrada, casi sin ventilación. Sólo dejaban un espacio a los tocadores, y en el centro, un vacío para las parejas sobre tierra apisonada. Las paredes estaban encaladas de blanco y añil, y adornadas con guirnaldas de papel que las moscas habían ensuciado. Sobre los músicos, tocadores de guitarras y timples, había un espejo cubierto con una tarlatana rosa. Cuando terminaba una tanda del baile, las mujeres bebían vasitos de anís y comían turrón de miel. Los hombres y muchas viejas preferían el ron.

Los hombres iban entrando por tandas, después de pagar. Mientras una tanda de hombres bailaba, una cola se iba formando a la puerta con los nuevos aspirantes. Dos hombres forzudos armados de garrotes vigilaban el orden.

Lo que es la animación de la "taifa" entre la juventud en fiesta nadie lo sabe si no lo ha vivido. Hombres afeitados, con la camisa limpia, que bien pronto empapaba el sudor. Mujeres empolvadas, con todas sus galas encima como ídolos. Los compañeros de baile tienen la delicadeza de extender su pañuelo en la espalda de las mujeres para no mancharles el traje con la manaza sudada. Olor de vino y de cuerpos, y polvo, y ardiente calor, mientras la música sube frenética haciendo dar vueltas, agitarse sin espacio para ello a aquella masa de bailarines.

Vicenta veía bailar a su hija con unos y con otros. Oyó una crítica y le subió una contestación.

– ¿Y qué, que se agarre al señorito? ¿Es que tiene novio que se lo estorbe?

– Ni tendrá.

– ¿Usted qué sabe, cristiana, lo que es eso?

Se hubiera enzarzado. Hubiera mordido, se hubiera peleado si en el paroxismo del baile, en aquel momento, una mujer no hubiese caído al suelo con una pataleta histérica, reclamando oportunamente la atención, haciendo que se formase a su alrededor un coro de caras excitadas, congestionadas ante sus ojos en blanco.

– A ver, cristianos; el zapato de una María o de un Juan… ¡Venga! ¡Un zapato!

El zapato aplicado a la nariz despertó los sentidos de la accidentada antes de que la llevaran a la calle. Ya luego, el aire ardiente y limpio acabó de espabilarla, y también las palabras y las bromas de los hombres que esperan su turno fuera.

Las mujeres seguían incansables bailando, mientras los hombres se renovaban, cada vez más excitados y sombríos, o más jocosamente alegres por el ron. Dos señoritos ciudadanos se habían mezclado en la fiesta. La muchacha más halagada resultó ser la hija de Vicenta; con su cintura delgada y sus caderas llenas.

Ardía de bonita la muchacha. Detrás de su agitación había un despecho, porque su pretendiente no llegaba nunca. La madre sabía este despecho tan bien como ella, y tenía la saliva amarga; los ojos enfurecidos a la más pequeña insinuación.

– Dicen que Perico el del tendero está bebiendo.

– ¿Y a mí qué se me da?

– Dicen que está diciendo que buen provecho te hagan los señoritos.

La hija de Vicenta se encogía de hombros y bailaba.

Cuando le vio llegar miró para otro lado y se agarró a bailar con el primero que le hizo una seña. Él se quedó junto a la puerta estorbando a los bailarines, con la cabeza baja, en gesto de embestir. Un hombre guapo y moreno, con la faja bien apretada a la cintura, y la cara congestionada de alcohol.

De pronto le dio al hombre como una furia, y Vicenta se puso en pie al verle avanzar entre aquella masa de los bailarines, abriéndose paso entre las parejas y parando el baile.

– A mi novia la querré bailar yo, ¿no es verdad?

– Dispense, amigo, no se enroñe…

La hija de Vicenta miró con rabia a aquel Juan Lanas que no sabía pleitear por sus ojos bonitos, y se entregó sin más al abrazo del pretendiente.

Vicenta volvió a sentarse, con una sensación de orgullo, de ardiente triunfo, mientras los pies de las parejas volvían a levantar el polvo de la tierra, y los oídos se ensordecían, más que con la música de los instrumentos, con aquel taconeo endiablado, subido de tono, frenético, que llegaba a la histeria. Había quien lanzaba gritos. Y de pronto, un grito agudo, y otros; unos gritos salvajes, cortados por un silencio de espanto, la hicieron ponerse en pie otra vez, lanzarse a aquel apretado corro humano. Luego, cuando aquellas gentes le abrieron una brecha entre ellos, fue ella la que gritó, con un grito tremendo, con un aullido como ningún nacimiento ni ninguna muerte de sus hijos le había hecho lanzar.

Ella fue la que cogió a la hija en los brazos, quitándosela a los nombres que la llevaban. La muchacha tenía tres cuchilladas en el cuerpo, y por la garganta se le iba la vida. Se le murió en los brazos antes de que tuvieran tiempo de tenderla en una cama. La sangre de ella le empapó los vestidos a la madre, de tal manera, que las moscas verdes que van a las carroñas, al día siguiente intentaban posarse en el cadáver, y también intentaban chupar en los vestidos de Vicenta la sangre de la hija.

Desde entonces se le hizo amarga Fuerteventura a Vicenta. Aquellos llanos, aquellas peladas montañas, aquella desolada playa de su lugar donde el viento ardiente movía las dunas… Al principio, ella no tuvo conciencia de esta amargura, sino de otras.

En el lugar, dos casas estaban de luto. La suya y la del homicida, que fue llevado a presidio. En la otra casa de luto, en la casa de los tenderos, la única hija que le quedaba estaba encerrada, sumisa al marido y a la suegra, y no vino a verla. Todos los conocidos de aquel lugar y de otros le llenaron la casa y su hija no vino.

Se fue quedando muy sola entre las cuatro paredes recién albeadas. Muy sola en su cama, que no compartía con nadie. Muy sola con sus animales, y con el trabajo de buscarles comida, y muy sola con los atardeceres cuando veía una labor empezada y abandonada en su costurero… Su hija había sido como una señorita, había bordado y había calado. Ella, al ver las labores, veía siempre aquel fino cuello por el que salía a golpes la sangre, el pecho partido por la hoja del cuchillo canario bien hundido hasta el puño.

Una noche de luna llena, un hombre del pueblo se santiguó viendo a una figura oscura y trágica sentada en pleno campo, con las dunas blancas cegadoras detrás. Reconoció a Vicenta y lo contó en su casa.

– Para mí que echaba mal de ojos. Estaba mirando para la tienda.

Dos días más tarde apareció muerta la mejor cabra de los tenderos. A Vicenta le fueron con la noticia, y ella se encogió de hombros. No se le daba nada. Tan entontecida andaba aquellos días, que ni se figuró que aquella desgracia se achacaba a sus artes. A poco le vinieron con la nueva de que a los tenderos se les morían las gallinas a montones, como si alguien les hubiera echado "maleficio"… Desde entonces sí que echó de ver Vicenta que los vecinos la saludaban con recelo, y le quitaban a los chiquillos de delante de los ojos. Le tenían miedo.

Vicenta era entonces, como ahora, alta, canosa, con la cara de barro cocido. En su juventud, con el hambre y los hijos, perdió de un golpe la frescura, pero luego los años no podían con ella. Era más fuerte entonces que de muchacha. Trabajaba en el campo, si había labor para mujer, aguantaba las cargas como un camello. A sus hijas las había cuidado como se deben cuidar las niñas solteras, con todo el regalo que pudo darles, pero ahora no tenía a nadie a quien cuidar. Los chiquillos se escapaban delante de su cara impenetrable, de sus ojos feroces.

Una noche encontró en su casa a una mujer. Estaba en sombra la habitación, pero no tardó en reconocerla ni un minuto… Salió al patio y estuvo echando el agua que traía sobre la cabeza en una lata, a una gran taya donde la almacenaba. Mientras tanto, la visita estaba sentada junto a la mesa, muy enlutada y llorosa.

Volvió Vicenta con una luz y estuvo examinando la cara hinchada de la hija, sus negros cabellos, y las manos, que retorcía una contra la otra.

– ¡Oh! ¿Qué viento te trajo a ver a tu madre, mi hija? Ya, yo creía que tú no tenías madre.

La hija empezó a llorar, a llorar. Vicenta la miraba asombrada.

– Estás preñada, tú. Ya me lo dijeron. A mí me vienen con todos los cuentos.

La hija tenía miedo de ella también. Escondía el vientre, como si sus ojos pudieran maldecirle aquello.

– ¿Para qué viniste?

La hija se le puso de rodillas de pronto.

– Madre, si usted no se va del pueblo, mi marido se marcha a América con el hermano. Madre, mi suegra está maldita, muriéndose. ¿No tiene compasión de mí? Se nos murieron los animales; todo nos sale mal desde aquella muerte… Nadie en la casa tuvo culpa de aquello, sino mi hermana misma… Usted sabe, madre, que con los hombres no se juega. Y ella, ella era…

Vicenta, sin compasión ninguna de aquella mujer gruesa que arrodillada pugnaba por levantarse agarrándose a una silla, la cogió por el moño y le dio dos bofetadas fuertes, sonoras, en la cara.

La vio huir despavorida, dando gritos, entre las casuchas.

Ella pasó la noche sentada en una silla. Al alba se echó a andar por el mismo camino por donde había salido con su hija pequeña el día de la fiesta; el cielo estaba nuboso, y dilataba las narices aquella humedad. Cuando llegó a casa del cura le dijo que quería venderlo todo. Toda la tierra. Todo lo que tenía en el mundo.

Había dejado la casa abierta, y abandonadas las cabras y las gallinas. Abandonado el arcón con los trajes, y el costurero con las labores, y el retrato de su boda… El cura le arregló los papeles de sus ventas, y en ellos le incluyó todo. Cogió una bolsita con dinero que se colgó al cuello, y sin volver la cabeza atrás, fue a Puerto de Cabras. Luego embarcó. Unos meses más tarde, en la Gran Canaria, encontró a Teresa.

Las cosas pasan y se olvidan. Cada día trae sus quehaceres, y se empolvan los asuntos viejos. A la majorera no le gustó nunca recordar aquello. Si recordó alguna vez fue para Teresa. Ahora Teresa había sido desposeída de la vida, tan brutalmente como su hija, y otra vez Vicenta se encontraba sin nadie a quien cuidar.