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Con cuidado sacó de su carterón el bloc de notas y lo dejó tímidamente en la mesita. Luego se acercó a la gabardina colgada en la percha y rozó con su cara la fría tela impermeable. El espejo de sobre el lavabo le devolvió su figura furtiva entre sombras. La gabardina parecía el espectro del pintor.

No se asustaba de sus sentimientos ni le parecían extraños. Sabía su pureza y su desinterés.

Le empezó el miedo al alejarse del cuarto cerrando suavemente la puerta detrás de ella. Se le hizo interminable el pasillo oscuro, larguísimo el pequeño jardín, y se encontró en la calle barrida de viento temblando como una hoja seca entre el gran aliento marino.

Tuvo el sentimiento de la hora, de los minutos; imaginó la cara de José y de Pino si volvía un poco más tarde que de ordinario.

Por las noches nunca volvía con José a su casa; tomaba él coche de hora.

Aquella noche, sin embargo, cuando iba agitada hacia la parada de los autos de línea, encontró a José, que detuvo el automóvil. -¿Vas a casa? Sube. Marta subió.

No hablaron una palabra mientras el coche salía de la ciudad en la noche calmada, tibia. -¿Has ido a ver a tus tíos? -No.

Los tíos vivían independientes desde unos días antes. José estaba contento con este arreglo, o al menos lo parecía; Marta dejó pasar unos cuantos kilómetros sin atreverse a indicar una cosa que llevaba en su pensamiento. A veces cerraba los ojos, veía una ventana y un mar llameando en el crepúsculo. Este pensamiento le daba fuerzas, no sabía por qué.

– ¿Sabes que tendré que bajar ahora todas las mañanas a Las Palmas?

– ¿Cómo es eso? ¿Han cambiado las clases? -No. Pero tengo que estudiar con mis amigas. Todas lo hacen.

José no contestó en seguida. El coche seguía avanzando. Grandes ramas de eucaliptos cubrían la carretera; entre aquellas ramas el cielo desgarrado enseñaba puñados de estrellas. Bajo ellas, los faros del automóvil bañaban de luz amarilla el alquitrán.-Ya veremos -dijo al fin José. "¡Qué difícil es todo! -pensó Marta-. Hay seres que salen y se mueven sin consultar con nadie estos movimientos. Si yo fuera un muchacho, a nadie le extrañaría que yo saliese por las mañanas. No importaría que me alistase en la Legión si me diera la gana, como ha hecho Chano el jardinero. Quizá podría escaparme de casa, como Pablo. Su cara junto a la ventanilla estaba pensativa cuando llegaron a la casa.

Pino salió a recibirles, iluminada por la luz del comedor.

– ¿Venís juntos?

Parecía haber recibido un golpe extraño con esta novedad de que Marta viniera en el coche con José.

– Nos encontramos por casualidad… Pino no contestó. Entró en el comedor, donde la mesa ya aparecía preparada para la cena. José, que desde que Chano se había ido a la guerra encerraba él mismo el automóvil en el garaje, entró más tarde frotándose las manos.

– Bueno…, ¿qué hay?

José quería la cara de su mujer risueña. La vio enfurruñada, pálida. -¡No te acerques!

José miró a Marta. Ella estaba sentada, indiferente a todo. Volvió hacia su mujer. Se enfadó.

– ¿Se puede saber qué pasa? ¿Se puede saber por qué un hombre que vuelve de su trabajo encuentra caras desagradables aquí?

Pino se volvió, furiosa también, temblando. -Sí, puede saberse. Puede saberse… Estoy harta, harta, para que te enteres. Harta de vivir, harta de que no me hagas caso, harta de que tú recibas a tus parientes y a mí casi no me dejes ir a ver a mi madre… ¡Que yo esté encerrada con una loca y tú te pasees en mi coche con tu hermanita…!

Marta miró, sorprendida. Nada más. Estaba acostumbrada a no intervenir. Pino se fue hacia ella.

– ¡Te odio, estúpida; te odio! ¡No te puedo soportar todo el día mirando y riéndote…! ¡Si te ríes más…!

Enloquecida, Pino cogió el jarrón con las flores, como para lanzarlo a la cabeza de la niña. José, entonces, sujetó aquella mano y gritó también. Las criadas asomaron sus caras por la puerta de servicio y volvieron a esconderse.

– ¡Me estás pegando! ¡Socorro! ¡Ay, socorro!

– No te estoy pegando, estúpida. Siéntate.

Pino se echó entonces a llorar frotándose la muñeca dolorida.

– Es por el jarro ese maldito con sus flores…, porque no se puede romper ese jarro… ¡Mañana lo estampo contra el suelo!

De pronto le dio el ahogo. Las lágrimas la envolvían, la hacían temblar. Vino, como siempre, la pataleta y el frío nervioso. Como siempre, Marta, con el estómago encogido, la acompañó escaleras arriba hasta su cuarto, casi arrastrándola junto con José. Allí estuvo con ella, mientras su hermano preparaba una inyección en el cuarto de baño.

– No me dejes sola…; háblame.

Marta habló. No sabía por qué siempre encontraba palabras indiferentes que iba diciendo por encima de sus pensamientos. Hablaba de la pequeña vida del Instituto, del profesor de matemáticas, de una niña que había saltado por la ventana a la hora de la clase…

Pino la miraba ensimismada. De pronto rechazó el edredón que la cubría.

– ¡Idiota…! No sabes hablar de otras cosas… Eres una idiota… Es horrible tenerte siempre delante, ¡horrible!

José apareció con la aguja y la jeringa. Hizo una seña a Marta de que se apartara.

Mientras frotaba el lugar de la inyección habló él:

– Marta desde mañana va a ir todo el día a Las Palmas. No tendrás que tenerla aquí… Ya hablaré yo con Daniel. Le darán la comida a mediodía sus tíos…; es lo menos que pueden hacer. Además, si tanto te molesta, no hay necesidad de que vaya en el coche conmigo. Puede hacerlo en el coche de hora… Y volverá siempre en él… ¿Estás contenta?

Pino apoyaba la cara en la almohada. Sus pestañas estaban llenas de lágrimas. Hizo un ligero signo de asentimiento.

Más tarde Pino, un poco desmelenada, probando apenas la comida, Marta silenciosa sintiendo cómo latía su sangre acompasada y vivamente, y José inesperadamente charlatán, estaban sentados a la mesa. José habló de Daniel y de sus comportamientos en la oficina. Sonrió apenas.

– Parece una cucaracha.

En el curso de aquella conversación, que Pino casi no escuchaba, Marta se enteró también de que Pablo estaba en Tenerife. Se lo habían dicho los parientes a José.

– ¿Pero volverá?

– No sé -dijo José-. ¿Qué importa? Ese hombre es de los que me parece a mí que no se encuentran bien en ninguna parte; algo marica lo encuentro yo al hombre… Sí, es un tipo raro. Me apuesto a que su mujer le zurraba.

Marta enrojeció. No dijo nada. Recordó el cuarto vacío, y la noche entrando en su limpio abandono. Aquella gabardina le decía que él iba a volver. Pablo era un hombre libre que iba o venía según se le antojase.

– No sé por qué tengo atravesado a ese tipo.

– Es distinto a ti.

Esto lo dijo Marta, pero su voz se perdió en las campanadas del reloj que daba la hora.

La majorera bajó las escaleras, silenciosa, impávida, y dio la vuelta al comedor sin mirarlos. Venía, sin duda, del cuarto de Teresa. José dijo:

– Marta, ¿has visto a tu madre hoy?

– Esta mañana.

– Me parece que te ocupas muy poco de ella, ¿eh? En cuanto termines esos estúpidos estudios tendrás que ayudar a Pino en eso. Es tu obligación.

Hubo un silencio.

– Sí… Ya lo sé.

Tragó saliva y sintió que una vida gris, pesada como el plomo, seca como la arena, se le venía encima.

Mas tarde, en su cuarto, sacó una pequeña agenda que Matilde le había regalado como regalo de Reyes. Había tomado la costumbre de escribir en ella cada día dos o tres líneas. Coloreaba los días según sus impresiones buenas o malas de ellos. Al empezar a escribir, de nuevo llameó aquel crepúsculo solitario en el mar delante de sus ojos… La vida palpitó vivamente dentro de ella: "Día rojo, ardiente", escribió. Y cuando lo recordaba, aquel día le parecía, en efecto, rojo, ardiente, cálido, como su alma.