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VIII

Pablo vio aparecer a Marta varias veces cuando él salía de su casa. Veía su figurilla graciosa viniendo hacia él, recortándose en la acera que bordeaba el mar, al brazo su chaqueta y su carterón de estudiante. No sabía él qué era lo que la niña tenía que hacer por allí a media mañana; ella siempre le decía que iba hacia el puerto a ver los barcos. Siempre volvía con él andando hacia el casco de la ciudad, olvidada de su primer propósito. A veces atravesaba la Ciudad Jardín y subían al paseo que desde lo alto es una pasarela de la calle León y Castillo: el paseo de Chile, solitario y bello, nuevo, recién trazado, con sus palmeras reales creciendo en los bordes.

A Pablo le gustó hablar con la niña en estas ocasiones. Nunca había encontrado un oyente más atento. A veces se sentaban juntos en un banco y Pablo fumaba un cigarrillo.

– Bueno, ¿tú no tienes nada que hacer? -le preguntaba al verla abstraída y con aire de poder estarse allí siempre, sentada entre el aire lleno de sol y calma. -Tendría que estudiar… No diga nada a mi familia… Ya estudio por las noches. Pero para mí es algo tan estupendo andar sola por las calles, verlo todo… No sé, me parece que es la primera vez en mi vida que no estoy encerrada. Estuve en un convento, ¿sabe?, casi dos años.

– Tú debías salir de la isla. No estás hecha para estar metida entre cuatro paredes. Tú tienes algo de vagabunda.

Marta le miraba muy complacida cuando él decía estas cosas. A Pablo le hacía gracia ver la luz que le subía a los ojos verdosos. Luego esta luz se apagaba. -Nunca lo lograré.

– Todo se alcanza cuando se desea… Lo importante es desear sólo una cosa. ¿No crees? -No sé.

Ella no sabía nada. Todo lo que Pablo le decía se le grababa en la imaginación, sin embargo. Pensaba en ello… No sabía exactamente lo que deseaba. Salir de la isla, desde luego, pero también siempre y sobre todo ver a Pablo. Si él quedaba en la isla para siempre, ella no quería salir. Pero esto, claro está, no podía decirlo. -He hecho un dibujo de tu cara. Te pareces mu cho a esas campesinas del interior, con tu boca ancha y tus ojos claros.

Cuando Pablo le enseñó el dibujo, Marta sufrió una decepción.

– No parece que sea yo, sino Honesta… Honesta más joven.

Pablo reflexionó, risueño. -Os parecéis mucho. -¡No!

Pablo se echó a reír.

– No. En cierto modo, no. Honesta no tiene tu frente y tus bonitas cejas rectas… No, señora; Honesta no tiene ningún rasgo de tu inteligencia en su fisonomía y tú sí… Pero yo no he buscado eso.

Algunos días Pablo no era simpático, sino abrumador. Daba negros consejos sobre lo que las mujeres deben hacer para que los hombres puedan vivir a gusto. Las mujeres deben estar metidas en casa, sonreirles a ellos en todo, no estorbar para nada, no manchar jamás su pureza, no producir inquietudes.

– Yo no quiero manchar mi pureza, pero no me gusta estar en casa siempre.-Tú crees que te digo estas cosas de broma. Entonces Marta se inquietaba. -No lo sé…

Él era un hombre hablador, de los que necesitan explicar en voz alta sus propios problemas; de modo que Marta recibió de su boca muchas teorías sobre la vida y el arte. El arte, según Pablo, era el único camino de salvación personal. El único consuelo de la vida.

Marta no entendía bien aún. No sabía por qué es necesario salvarse ni de qué, como no fuese del infierno en la otra vida.

– Eso -decía Pablo en un tono que podía ser de broma-, la salvación del infierno… El arte salva del infierno de esta vida. Todos los demonios que están dentro de uno se vuelven ángeles por el arte.

– No todo el mundo tiene demonios dentro. Usted no los tiene. No he conocido a nadie como usted.

De pronto el pintor veía aquella cara anhelante, tan infantil aún, aquellos ojos estrechos que se esforzaban por comprender. Se avergonzaba un poco. Se frotaba ligeramente la nariz, perplejo, y decía modestamente: -Procuro ser bueno… a mi manera; pero no es gran cosa lo que consigo, no creas. Un día le dijo:

– A ti te gustaría mucho hablar con mi mujer… Ella se reiría contigo, le harías gracia. Ella también es algo vagabunda.

A Marta empezó a latirle el corazón. Siempre había deseado preguntarle a Pablo cosas de su mujer, de aquella señora que ella imaginaba enorme y feroz fumando un puro. Nunca se había atrevido, sin embargo. Miró la cara de Pablo. Estaban los dos al borde de la carretera de Chile, sentados a la sombra de un árbol. Bajo ellos, la Ciudad Jardín y el mar. Se veía el puerto extendido como en un mapa; se veían las peladas montañas de la isleta. Y todo aquello tenía un ritmo dorado, cálido, un ritmo que Marta sentía intensamente. -¿Cómo es su mujer?

– ¿María?

La cara de Pablo tomó una curiosa expresión. No miraba a nada ni a nadie. Marta vio en sus ojos una animación, una extraña y apasionada luz.

– Es magnífica… Es muy inteligente y además seductora. Tiene una fuerza grande en ella… Es extraordinaria.

– ¡Oh…! ¡Y dice Honesta que usted no se reunirá con ella nunca más porque ella hace labor a favor de los rojos!

El pintor se puso encarnado. No era lo mismo que cuando enrojecía José. No era aquella ola descarada de sangre. Pablo era moreno como un beduino. Lo rojo casi no afloraba a su cara, pero Marta notó su vergüenza y ella enrojeció también mucho más violentamente.

– Honesta -dijo el pintor reposadamente- no se distingue por su inteligencia, que digamos. No es por ahí por donde la va a coger el demonio, ¿no crees?

Marta sonrió nerviosa y encantada de conspirar contra Honesta con Pablo.

En aquel mes de enero encontró cuatro mañanas al pintor. Cuatro paseos largos con él que le parecieron a la chiquilla increíblemente cortos, desesperadamente fugaces. Nunca se habló en estos paseos de las leyendas de Alcorah. Pablo hablaba durante ellos de aquellas abstracciones del bien y del mal, de la santidad del arte, del horror de la guerra… Marta no supo nunca si él estaba de parte de los rojos o de los nacionales. No sentía aquella pasión a favor de las ideas políticas que en todo el mundo se encontraba en aquellos tiempos y que era una lucha a vida o muerte en cada ser humano. Un efervescer de odios y de nerviosismo. Las cosas que él decía a la niña le sonaban como una música extraña, como si hablara en clave, porque casi nunca eran concretas, casi nunca se podían agarrar ni discutir. Ella no reflexionaba que si otra persona le hubiera hablado así quizá se habría aburrido. No sabía sino que aquellas conversaciones parecían abrirle puertas, mundos.-El peor defecto es ser débil con uno mismo. Esto sí lo entendía Marta.

– Yo soy débil… Una vez casi me emborraché porque estaba angustiada.

– ¿Tú…? ¡No lo creo! Tú eres demasiado joven para hacer esas tonterías.

Después de la conversación en que se habló de su mujer, Marta estuvo varios días sin ver al pintor. No logró encontrarle en aquellos paseos que ella daba a determinada hora hasta cerca de la puerta de su casa; pero de todas maneras esperar este encuentro era ya una alegría que iluminaba enteramente su vida. Una mañana, la mañana del veintiséis de enero, se despertó sabiendo que lo encontraría. Se sorprendió a sí misma cantando al vestirse. Por aquellos días sentía la felicidad y la sangre oprimirla siempre. Salió al jardín a correr cuesta arriba por la avenida de eucaliptos para descargarse algo de esta dicha casi insufrible que la empapaba. Un gato electrizado por aquella vitalidad suya la siguió a grandes saltos. Marta se detuvo al fin con una silenciosa risa y vio a su alrededor el dorado mundo, las azules montañas que oprimían el mar. Hubiera querido seguir carretera arriba hasta la cumbre de Bandama en aquel momento; cruzó los brazos detrás de su cabeza y sintió lo que deben sentir los árboles en primavera, sólo una fuerza divina, una dicha sin pensamiento de florecer.

Un rato más tarde estaba esperando en la carretera de Las Palmas al coche de línea. Aquel lugar bordeado de eucaliptos centenarios se llamaba en la imaginación de Marta "donde cantan los pájaros". En la cuneta de la carretera corría una vieja acequia de agua clara. Como otras veces, Marta metió las manos en aquel agua para sentirla correr entre los dedos, hasta que le dolieran de frío. Marta, como todos los isleños, sentía pasión por el agua, ese elemento de vida que en la isla se recoge avaramente hasta la última gota. Marta no había visto nunca un río. Se asomaba a los estanques fascinada. Las acequias le parecían arroyos vivos. Cuando llovía se sentía feliz, y en los años de abundancia, cuando durante un día o dos corre el Guiniguada, el barranco de Las Palmas, que llega seco al mar, Marta había contemplado asomada al puente de piedra, con otros curiosos, aquella maravilla de agua turbia, del agua que llegaba a sobrar, y corría señorialmente como oro líquido que se dejase escapar a hundirse en las olas…

Quizá por eso aquel sitio del mundo, el trozo de carretera alquitranada que ella llamaba "donde cantan los pájaros", tenía un encanto tan grande, por aquel ruido de agua acompañando a las manchas del sol que temblaban al filtrarse entre las ramas de los eucaliptos cayendo en la carretera azul.

Desde un muro blanco se veía el valle de viñedos, tembloroso de luz, alguna palmera, colinas, su propia casa lejana, y mucho más lejos aún, un trozo de mar. Como siempre, el silencio aquel, lleno de pájaros, llegó a mortificarla. Le trajo como todos los días una idea tan fuerte de lo que es la paz del mundo, que había que acordarse por contraste de la guerra y la muerte pendiente sobre las cabezas de todos. No podía librarse de un oscuro remordimiento por aquella plenitud física, aquella dicha incontenible que sentía. Parecía que ella sola en España estuviese protegida contra el fantasma desolado de la guerra civil y de las pasiones y los heroísmos y las tragedias que provoca. Hasta Pablo sufría por su mujer, lejana. Marta ahora sabía que Pablo estaba sufriendo. Él no era como otros hombres que, según comentaban Honesta y Pino, están encantados de la vida lejos de su mujer. Él la amaba. Este hecho a Marta le producía turbación y casi dicha porque le parecía aumentar para ella el grado de finura y sensibilidad que notaba en su amigo. Sus tíos estaban desplazados también por la guerra. Daniel, siempre nervioso, casi enfermo. Temían por otros familiares, por amigos, por aquella ciudad, Madrid, que sabían hambrienta y destrozada. Aquella ciudad, Madrid, que los ojos de Marta querían ver algún día… Hasta Chano el jardinero se había ido al frente antes de que lo llamaran a filas, y eso que su padre, un comunista, estaba en un campo de concentración… Todo el mundo había dicho que Chano era muy valiente. Él se había ido como para un paseo glorioso con su cara de niño grandullón. Todo el mundo metido en la guerra. Hasta José, que hablaba de catástrofes y ruinas en los negocios. Pero ella estaba libre, sana y feliz. Se sintió aquella mañana tan angustiada por su despegado egoísmo que tuvo un miedo supersticioso y salvaje de que algo, alguien, fuera a estropearle de pronto la dicha nueva y mágica de aquellos días suyos.