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– ¡Oh…! ¿Usted aquí, Vicentita?

– Estése quieta, cristiana…

La mujer se levantó. Otra mujer más joven, gruesa, vestida de negro lo mismo que su madre, salió de la casa y trajo sillas. Vicenta sacó del profundo bolsillo de su falda un paquete de café tostado.

– Haga un pizquito de café, Mariquita. Usted lo hace bueno.

Hubo muchos cumplidos y remilgos con voces cantarinas.

– Es el vicio que me trajo mi marido, en paz descanse, cuando llegó de Cuba… Mi hija lo muele en seguida… La cosa del café es colarlo bien. Un calcetín usado, que esté limpio, se coge para esto, y no hay nada mejor. Así me enseñó él.

De repente cayó un pesado silencio.

– ¡Fuera, niños…! -dijo la mujer a unos cuantos chiquillos congregados para mirar a la visita.

Vicenta miraba las rojas tayas heridas de sol, el encalado suelo del patio y la figura maciza de la mujer, que la miraba acogedora, esperando. Nada de sobrenatural ni miedoso había en ella. Sin embargo, era una zahorina.

– ¿Novedades, Vicentita?

– ¿Se lo dijeron?

– Gentes peninsulares en la finca, ¿no? Hermanos de don Luis?

– Sí.

– ¿Señorita Teresa?

– Igual.

– ¡Si la viera ese hombre de Telde…!

– Si la viera, sí… Pero nadita que hacer. Ni a escondidas me atrevo otra vez a meter a nadie.

– ¿La hija no la ayuda?

– La niña no cree en nada. Quizá cuando crezca… -suspiró; cambió de asunto-; y… ¿usted?

– Ya ve, Vicentita: el yerno muerto en la guerra y la hija y los nietos agarrados a mi…Hubo un silencio. La zahorina apenas rebasaba la cincuentena; tenía buenas piernas, zapatos de punta fina, abrochados a un lado.

Volvió la hija para preguntar adonde servía el café. -Allá dentro. No quiero oledores. Se metieron en la habitación principal de la cueva. Bien encalada y tibia, con almanaques de colores y ampliaciones fotográficas en las paredes. Había penumbra, y la hija encendió una vela. Luego prepararía, dijo, una luz de carburo.

Las tres tomaron su café, que llenó con el olor la habitación. Por la cortina medio corrida de una puerta se adivinaba una alcoba, y en aquel mismo cuarto, a pesar de ser llamado el comedor y hacer de salón de la casa, había junto a la pared una hermosa cama de hierro, con las perinolas doradas, relucientes, y una colcha tiesa de planchada. Olía casi sofocadamente a limpio sahumerio. Un olor de casa pobre pero cuidada amorosamente. Olor bueno para los sentidos de Vicenta, como era bueno el café y el cigarro encendido y chupado avaramente.

La hija desapareció al poco, cerrando la puerta. Le dijo la zahorina, cuando cerraba, que no se preocupase del carburo por el momento. Con la vela tenían bastante Vicentita y ella.

Vicenta, de reojo, se iba fijando en todos los detalles de la habitación. Junto a la cama había un marco que encuadraba juntas, una litografía del Caudillo y la foto de un soldado de ojos redondos, desvaídos por la ampliación. Entre estas dos estampas se había colocado piadosamente un ramillete de flores secas, sujeto por una cintita con los colores amarillo y rojo de la bandera española.

La zahorina siguió la mirada.

– Mi yerno, el que murió en la guerra.

Vicenta la miró ahora y la vio bajar los ojos.

– Y… Oiga, dígame. Su hijo, el que era rojo, ¿ése no lo tiene, Mariquita?

– Ése lo tengo en mi alcoba.

Mariquita, la zahorina, sabía que no había más que simple curiosidad en la pregunta de Vicenta, que a la majorera se le importaban muy poco de rojos y nacionales, de guerra y de paz, y que sólo tenía en el mundo una ansiedad.

– Para algo vino usted, Vicentita.

– Quiero las cartas.

– ¿Es para el porvenir?

– Para el porvenir.

– ¿Cosas de la finca?

– Sí.

– ¿Siempre señorita Teresa?

– Sí.

– Y… ¿cómo le dio?

– Un sueño que tuve.

– ¿Bueno?

– Malo.

Vicenta fumaba como un barquero. Bien sentada en su silla de respaldo negro, veía cosas familiares todas a su alma. Sillas alineadas junto a las paredes, una rinconera con figuras de yeso, un cojín con una cabeza de muñeca pegada. La luz de la vela temblaba. Se veía en la pared la sombra de la zahorina barajando las cartas y echándoles el rezado… Con las barajas en alto, se detuvo. Su sombra daba un gran perfil de nariz corva.

– Se ven mejor las cosas que ya pasaron en un plato de agua.

– Ya las vi, hace tres años, y por eso vine hoy. Quiero las cartas.

Hubo un silencio casi suspirante. Los ojos de la zahorina parecían grandes. Vicenta acercó el cigarro a la vela: se le apagaba. La otra esperó a que entrara bien el humo en los pulmones de la majorera, a que quedara quieta. Luego empezó. Pero algo debía de turbarla. Miraba a la puerta y por el respiradero al cielo de la tarde. Luego quería abstraerse, echaba la baraja, miraba, dudaba.-No sale nada. -Siga.

– Un hombre que se va. ¿Es algo? -No.

– Tengo que barajar otra vez. -Baraje.

Ahora nada en el mundo existía más que esta callada habitación, cavada en la tierra, envuelta en ese hálito casi animal que las cuevas rezuman. Ese olor subterráneo, fresco en verano y tibio en invierno, que parece incomparable a los que se acostumbran a él. Nada más que las sombras de las dos mujeres: grandes sombras frente a frente, inclinadas. La cabeza con gran moño y la cabeza con pañuelo doblándose y temblando en lo redondo del techo.

Detrás estaba la montaña abierta, herida por el crepúsculo ya, sangrante en el crepúsculo. Detrás, los caminos frescos. Allá lejos, la finca, la gente peninsular y sus enredos, y Pinito, la hija de Antonia, y la niña Marta con sus amigas. Y más lejos, la ciudad y el mar. Detrás del mar, otras islas. Pero dentro de las paredes cerradas había un mundo distinto. El único mundo en aquel momento.

Las gastadas figuras de la baraja hacen muecas. En tono bajo dice la zahorina: -Piénseme en sus cosas.

Vicenta piensa. Fuma y piensa. El humo amargo le caldea el pecho enteramente. Ve los grandes ojos verdes de Teresa, oye su voz cuando le dice: "Vicenta, no tengo más que a ti." El humo deja de calentar, el cigarro no tira.

– Me está saliendo. Me sale un hombre y muchas mujeres.

– Siga.

– Hay una mujer morena a quien quieren mal.

La zahorina se detuvo. La llama, que temblaba a sus palabras, se fue haciendo derecha. Vicenta sintió la saliva amarga del tabaco con la colilla, apagada ya, en el labio.

– Me sale una muerte.

Vicenta susurró:

– ¿A cuchillo?

– Dije una muerte.

– ¿De mujer?

– Sí.

La majorera está anhelante; aquí, en este mismo cuarto, en un plato de agua, ella vio cosas hace años, cosas terribles y olvidadas.

– Dígame -dice enronquecida-. ¿No es lo que ya pasó…?

– Es lo que va a pasar.

Entonces la pena y la sombra pesan como el plomo dentro del pecho de la majorera.

Una luna agria salía de detrás de las montañas, siguiendo el último suspiro del crepúsculo. Se agarraba con los dos pálidos cuernos a las últimas nubes oscuras. Ascendía. Se transformaba, se abrillantaba para los ojos de quienes quisieran mirarla aquella noche de diciembre.

Por los caminos su luz era vacilante. Faroles eléctricos, amarillos, mortecinos, alumbraban la noche del campo. Los ojos de los automóviles, a veces, desde una lejana carretera, deslumhraban los ojos fijos de Vicenta. Vio desde muy lejos subir dos faros de automóvil por entre la avenida de eucaliptos de la finca. Un rato después se cruzó con el alto coche del médico, cargado de gente. Don Juan se llevaba al pintor cojo y a todos los jóvenes por lo menos hasta la carretera principal, porque hasta Las Palmas era imposible que llegase con aquella alegre carga humana que desbordaba a los guardabarros. Iban cantando; don Juan ensordecería.

Luego, un silencio muy grande quedó en el campo. Llegó el olor de los eucaliptos.

En el cuarto de música estaba Marta, sola. Vicenta la vio desde la oscuridad del jardín. La niña estaba en medio de la habitación desordenada. Miraba con atención unos papeles: un bloc de papel blanco. Era la hija de Teresa. Sin la gracia ni la belleza de Teresa, y rubia como su padre, pero era hija suya. Una niña esbelta, de cejas rectas y manos tostadas.

En aquel momento el alma de la majorera se atormentó viéndola. Tenía una cara abstraída y curiosa, mirando bajo la luz de la lámpara lo que sostenía en las manos. Tenía una cara joven y desamparada, algo clamaba en ella que atraía también a Vicenta. La había visto nacer, y había tenido, en tiempos muy lejanos, unos oscuros celos de la niña, por ser hija de quien era. Ahora, también por serlo, tenía esta misma criatura suficiente fuerza para clavarla allí, en lo oscuro, mirándola.

La majorera pensó acercarse y decirle algo. Pero Marta levantó la cabeza como para escuchar, cerró el bloc de papel blanco y fue a esconderlo debajo del colchón de su cama turca. Luego apagó la luz.