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VI

Aquel domingo, por la tarde, Vicenta, la majorera, cambió su faldamenta color canela por un traje negro, se puso un pañuelo nuevo en la cabeza y se cubrió los hombros con una toquilla de lana negra y grandes flecos. Lana con olor a guardada y a nueva.

Salió de la casa con una expresión quieta, impenetrable, en la cara. Fue subiendo la cuesta, el paseo de eucaliptos que llevaba al portón. Una huella de automóvil hundía el suelto picón en dos surcos. Hacía fresco. Por la mañana un chaparrón había limpiado el aire y el picón estaba brillante.

Vicenta, que había subido muy deprisa la cuesta, se detuvo al llegar al portón. Hubiera deseado encender un cigarro. El fuerte humo, metiéndosele en la garganta, adormeciéndola, era para ella lo mejor del mundo. No tenía tiempo, sin embargo. Miró hacia la casa, escupió y salió a la carretera.

Una tarde extraña colgaba nubes oscuras llenas de desgarrones, de patas, como enormes arañas, sobre un cielo amarillo. Allá, a la espalda de Vicenta, la carretera subía hacia la montaña de La Caldera, sólo porque los turistas pudiesen ver la vista impresionante del redondo cráter y el gran trozo de llanura y costa que desde allí se alcanza. La vieja seguía, pensativa y ensimismada, en sentido inverso, aquella carretera tan graciosamente adornada de geranios, de tapias blancas, de cercos espinosos con rosales silvestres, floridos,vallado de fincas de viñas. El invierno verdecía las cunetas. Tres chaparrones, y entre los negros y fríos troncos de las vides saltaba una alfombra de amapolas amarillas.

Vicenta miró aquel cielo cuya escenografía aparatosa angustiaba. Vio que estaba nublada la Cumbre. Respiró un aire limpio con aroma a hierba, y se alegró. A la vieja le gustaba la humedad. Por su gusto hubiera retenido todas las nubes que pasan, como burlándose, durante los secos inviernos.

Desde un vallado de alambre espinoso se volvió otra vez para ver la casa. Allí, desde lejos, se veía mejor, entre el jardín. Hasta el rebotallo de gente se notaba. En el comedor descubierto, que era como una avanzada sobre la vertiente de la colina, encima de la mesa de piedra, habían colocado un gramófono de maleta. Esto era cosa de la juventud, que quería bailar. Menos mal que el escándalo se hacía lejos de la habitación de Teresa. Vicenta tenía sus razones para creer que al irse los peninsulares la casa volvería a estar en paz.

Reanudó la marcha. Quería volver a la hora de la cena. Se había ido sin avisar. No salía nunca, y se reservaba el derecho de hacerlo por sorpresa. Llevaba muchos días con ganas de hacer este camino. Tres noches atrás, se había despertado antes de clarear el alba. Había abierto, el ventanillo de la alcoba, sobre su cama, para no ahogarse entre los ronquidos de las otras dos muchachas y su olor de trabajadoras. Vicenta no se despertaba nunca antes de la hora de levantarse. Un gran pesar la espabilaba. Oyó cantar un gallo. Oyó revolverse a la Lolilla. Carmela resoplaba dormida como una fiera. No se le importaba nada de ellas. Ni de esta Carmela gruesa y sudorosa, ni de la otra pobre criatura que, dormida, tiraba de las ropas y dejaba salir al aire unos grandes pies pálidos, y cuyo brazo, conmovedoramente flaco, colgaba como vencido por una mano enorme. Ni éstas, ni otras muchas que habían desfilado al lado de Vicenta, le dejaron huella alguna. Un solo ser en el mundo había logrado conmoverla entre tantos que la majorera había conocido. Por esta persona había olvidado Vicenta hasta a las criaturas de su sangre, que allá, en la otra isla, debían de alentar. Por ella sola se preocupaba. Y Vicenta sabía que únicamente ella en el mundo se preocupaba. Aquella persona había sido apasionadamente querida por muchos, bien lo sabía su celoso corazón; pero hoy, si no fuera por la majorera, estaría tan sola como están los muertos.

Hacía diez años que Vicenta tenía una extraña red de amistades con saludadores, zahoríes y curanderos, de los que esperaba el milagro que no pudieron hacer los médicos. Vicenta había acabado por creer que Teresa, la más brillante, la más envidiada mujer que conocía, había sido víctima de un maleficio. Un día volvería a mirar Teresa con aquel interés que ella miraba. Recobraría su paso ondulante y gracioso. Su voz, un poco velada, su risa inspirarían un deseo de vida a su alrededor. Vicenta, única en el mundo como antes, recibiría sus confidencias y sus lágrimas, y a veces lograría reírse con la gracia viva de Teresa.

Quien de repente enferma, de repente puede sanar. Vicenta recordaba los días de fiebre que siguieron al accidente que costó la vida a Luis y conmocionó a Teresa. Luego, la lenta y horrible convalecencia. Teresa no preguntaba nada, y nadie se atrevía a darle la noticia de aquella muerte. Apenas hablaba. Pero aun aquellos días hablaba un poco, aunque fuera para pedir algo concreto. Siempre los ojos cerrados, sin estrechar las manos que tocaban las suyas. Y, según el cuerpo mejoraba, parecía volverse más insensible a las caras y a las voces. Dejó de pedir nada. Se asustó de la luz y de las miradas. Se encogió como una hoja seca. Luego, lejos de la majorera, en el Sanatorio, según contaban, las curas horribles, los gritos de miedo; le habían dicho que estuvo en varios sanatorios. La desesperanzada vuelta a la casa al fin. Vicenta sabía que era un maleficio. Pendiente de aquello vivía y desinteresada de todo lo demás.

Había quien pensaba que en los largos ratos en que Vicenta consumía su cigarrillo amarillo, quieta, pensaba acaso en hijos muertos allá en la tierra. Pero Vicenta no tenía ya recuerdos, sino presentes. Su cara estaba acartonada, y la llamaban vieja. Su cuerpo estaba derecho. De cada día esperaba algo.

Andaba rígidamente por la risueña carretera. Siguiéndola, hubiera llegado hasta enlazar con la carretera del Centro, que va hacia abajo, a Las Palmas, o hacia arriba, a las cumbres. Vicenta echó por un atajo a mano izquierda, cuesta arriba. No iba a la carretera principal.

Ni un jadeo le salía del pecho. Aquella cuesta flanqueada de zarzamoras olía a caliente estiércol de vacas. Tenía piedras desprendidas, se acababa el picón y había barro.

Subía. Echaba a andar, paciente, por desolados caminos. Pasaba por delante de algunas casas humildes pintadas de blanco, adornadas con añil. Entre dos de ellas se metió por una especie de callejón. Al terminarlo se encontraba la sorpresa de estar en la cresta de una montaña que, bajo sus pies, descendía.

Todo un pueblo troglodita se abría en la ladera de esta montaña, iluminado y como bruñido por la luz amarilla del sol de la tarde. Centenares de cuevas, con las fachadas blanqueadas o pintadas de colores, se abrían unas sobre otras, con calles estrechas de piedras y barro, serpeando entre ellas. Se olían humedades de barro oscuro y tierra roja. Un olor grato para la nariz de la mujer. El último día que había estado en este pueblo de La Atalaya había sido uno muy sofocante y seco; entonces había respirado cal y polvo de excrementos, y nubes de moscas le habían quitado el alucinamiento de los ojos cegados por la luz implacable. Deslumbrada ahora también por el reflejo del sol, por aquel crudo colorido, Vicenta guiñó los ojos y comenzó a descender por aquellas calles. Iba tranquila y fijándose con cuidado. Los chiqueros de los cerdos daban ahora su penetrante olor dulzón, junto a las cuevas, en cuyos patios abiertos, delanteros, formados por una pequeña construcción blanqueada que solía ser la cocina o el horno de cocer las vasijas, se agrupaban rojos cacharros de barro, porque La Atalaya es pueblo de alfareros. Todos aquellos pequeños patios, como antesalas de las cuevas, estaban llenos también de macetas floridas, geranios sobre todo. Algunos rosales, plantas verdes.

No era de ninguna manera triste el pueblo. Aunque el domingo parecía poner una sombra callada sobre él, las flores lo animaban y hacían olvidar los gruñidos de los cerdos y la suciedad de las calles.

Vicenta se fijaba. Hacía tres años que no iba por allí, pero tenía instinto. Recordaba. No quería preguntar. Se cruzó con un grupo de excursionistas, una panda de muchachas con pañuelos de colores a la cabeza, que habían venido a comprar tayas de barro. Se hizo a un lado, mirándolas de reojo. No sabía por qué, le molestaban. Tenía un instintivo recelo a la gente rica; más que eso, un odio atávico, formado por sedimentos de muchísimas generaciones mansas y pobres que fueron dejando su recelo. Gentes ricas eran, sin distinción, todos los que tuvieran un nivel de vida algo elevado. Esas chicas, por ejemplo, con sus pañuelos de colores, sus risas y su tranquila despreocupación. Se parecían a las amigas de Marta. De gente rica venía también Teresa; pero este ser había llegado a hacerse único y suyo, desligado de todas las categorías. Salvado, allá en su alma, de odios y de indiferencias. Allí, al borde de la calle, escupió al paso de las alegres muchachas. Luego siguió su camino.

A pesar de la festividad del día y de la hora de descanso, vio subir a tres mujeres con latas llenas de agua a la cabeza. Agua para regar las flores, para beber y amasar el barro, acarreada así desde lo hondo del barranco. Instintivamente la majorera miró al cielo. Las fantásticas nubes se habían abierto, la tarde se había serenado en azul y amarillo. No llovería más.

Como iba despacio, fijándose en las viviendas, se sobresaltó al oír su nombre. Un hombre flaco, de bigotes grises y caídos, como Don Quijote, afilaba una caña con un cuchillo canario, sentado a la puerta de la casa. -Se saluda, cristiana. -Adiós, Panchito.

Panchito, el cabrero, había servido la leche a la finca hasta que, hacía un año, Vicenta consiguió que se compraran cabras propias. El viejo aguaba la leche con todas las artes. Se arrimaba a cualquier grifo que viera, a cualquier tanqueta de agua verde de riego, en el jardín. El día que no podía conseguir remojar las medidas, sólo las llenaba hasta la mitad. Vicenta no criticaba, porque cada uno vive según puede, pero aquella leche iba a Teresa, y no paró hasta tener cabras en la finca para ordeñar ella misma, por su mano. Pasó de prisa, porque no quería preguntas. Panchito, entonces, llamó a su nieto y le mandó detrás de ella, por ver adonde iba. En aquel pueblo de La Atalaya era bien conocida Vicenta. Muchas criadas de la finca habían sido de allá. La misma Lolilla tenía su cueva y sus padres. Algunos ojos más que los del niño rubio, vestido de domingo, que empezó a seguirla, la iban mirando en su camino.

Estaba algo cansada cuando encontró al fin lo que venía buscando. Se paró delante de una cueva con la puerta pintada de añil, y un patio delante, con sus flores y sus tayas rojas. Una mujer solitaria, enlutada, con el cabello canoso, estaba zurciendo a la luz de la tarde, al fresco de su patio, sin temor a la festividad del día. Levantó su cara gruesa al sentir la sombra de Vicenta. Tenía hermosos ojos negros, profundos. Falda hasta la mitad de la pierna. Moño y grandes zarcillos negros, mate, de luto, en las orejas.