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V

Me parece que equivocaste tu vocación. Esto se lo decía José a Daniel. Estaban los dos en las oficinas de la casa comercial. Por la ventana se veía el puerto lleno de sol, entraba el olor de los barcos y el aire del mar. Los empleados acababan de marcharse. Daniel venía dócilmente ahora, todos los días, acompañando a José.

– ¿Mi vocación…? No sé qué quieres decir.

José inclinó su larga nariz hacia él.

– Que hubieras sido un buen oficinista en vez de un músico mediocre, eso quiero decir.

José tenía un aspecto singular, mirando a Daniel, que acababa de entregarle un trabajo.

José estaba de muy buen humor aquel día. Había estado haciendo un balance de sus cuentas particulares y las cosas le iban bien. Hasta había calculado la posibilidad de que el tiempo en que él debiera tener un hijo se iba acercando. No quería esto hasta que verdaderamente pudiese ofrecer a aquel hipotético hijo suyo ciertas cosas de las que él había carecido en su infancia. Sobre todo la seguridad en el porvenir. Acababa de hacer una pequeña "faena", como él decía, y habían pasado a su cuenta algunos billetes más… Cada vez que estas cosas ocurrían, aquellos pensamientos de sucesión, de continuidad, venían a él con más fuerza.

Su tío Daniel sudaba. No tenía idea de por qué José se complacía en mortificarle y al mismo tiempo en tratarle bien. Sus labios se fruncieron de modo que la boca parecía minúscula.

– Hijo mío… sólo sé que te he tenido en mis rodillas de pequeño y que podías… No sé, tenerme un poco más de respeto…

José miró al viejo con cierta chispa en los ojos.

– Tú mismo me pronosticaste a mí un porvenir de oficinista. ¿No te acuerdas…? "Este pobre chico, este…" ¿Cómo decías…? Ahora soy tu jefe. Has sido un adivino.

Daniel tenía un aspecto tan afligido en aquel despacho, que José tuvo al fin que sonreírse. Desde que sus tíos escribieron hablando de su desesperada situación, José había pensado en muchas cosas, pero sobre todo en devolver una por una mil humillaciones antiguas, almacenadas debajo del aburrimiento de toda una vida. Recordaba la horrible casa de su abuela; el insoportable señor que era Daniel, siempre chillando con una voz aflautada contra el padre de José y sus dispendios y su hijo medio tonto. Toda la vida había llevado aquellas palabras: "este tonto", metidas en los oídos. Pero en el momento de tener en sus manos a este mismo Daniel que en sus recuerdos era odioso, le resultaba como si fuera otra persona: un pobre viejo ridículo y, sin embargo, no carente de dignidad, que se esforzaba por hacer lo mejor posible el trabajo que él le encomendaba. Además, le demostraba admiración, y a esto José era sensible… Si es verdad que, en la casa, Pino estropeaba con sus tonterías el conjunto feliz que él había querido presentar a aquellas gentes, también era verdad que sus tíos se mostraban muy prudentes, casi con el rabo entre piernas, y nunca se habían mezclado en sus discusiones. Ahora no podía menos de sonreír delante de aquella cara desconcertada.

– Daniel, ya falta poco para que puedas hablar mal de mí en las horas de las comidas.

La cordialidad y la guasa de José resultaban siempre un poco espectrales.

– No te entiendo.

Daniel estaba sobresaltado. Aquel día era un sábado. El lunes siguiente los Camino peninsulares iban a estrenar su casa de la ciudad.

– A mí no me desagrada que habléis mal de mí… por detrás…, pero no me gustan otras cosas. Entre ellas, aunque sea por saltar a otro asunto, que Hones tenga tantos tratos con mi mujer. ¿Qué es lo que murmuran todo el día? Tú debías vigilar a las mujeres de tu casa, como yo a las de la mía, con mano firme. ¿Me has entendido?

Los dos hombres estaban separados por una mesa de despacho, sentados frente a frente. Daniel, con su cara triste, parecía un cordero mojado.

– Si te disgusta que Hones sea amiga de Pino… No sé por qué, pero si te disgusta… inmediatamente dejará de serlo. Hones fue siempre una muchacha dulce y obediente. Y te ha llevado en sus brazos.

– Hones fue siempre una fresca. Yo era un crío y estaba harto de oír cosas sobre ella. No quiero que influya en Pino.

Daniel movió la cabeza como si le faltara el aire. Mientras contenía su tic pensaba que no se enfadaría con José por nada del mundo. Sabía que José quería que se enfadase, pero él no lo haría. Estaba demasiado harto de sustos y de hambre desde que la guerra comenzó. Uno de sus hermanos había sido fusilado…

– ¿Quién es ese tipo cojo con el que se ve Hones?

– Estás equivocado respecto a tu tía, José…

– ¿No me has oído?

– Nos vemos todos con él. Es un amigo que se portó muy bien con nosotros en Francia. Es un magnífico pintor, según creo… No hay nada de malo en esa amistad, me parece a mí.

Todo este tono humilde, esta resignación, acabaron por desarmar a José. Apartó su silla con un gesto algo asqueado.

– Vámonos a casa… Pueden ustedes hacer lo que les dé la gana. Es más, don Juan, el médico, quiere celebrar el último día de ustedes en la casa con una reunión, mañana por la tarde. Yo no me opongo… No soy ningún ogro. Puedes sonreírte cuando hablo contigo; no te voy a tragar, estoy bromeando. Daniel siguió con la boca fruncida. -En lo de las amistades con mi mujer no bromeo tanto. Pino es muy joven y Hones la trastorna un poco. Matilde es más discreta y además parece buena. No sé de dónde la sacaste.

Daniel carraspeó. De pronto se vio lejos de allí, en su casa de Madrid, acabada ya la guerra. Tuvo una visión alegre de una Matilde sumisa, sin malos humores, de toda una casa temblando a sus órdenes, de una cena después de un concierto… Su mirada se perdió vagamente en el techo.

– Vamonos -volvió a decir José-. Todo el mundo se ha marchado ya.

Cuando llegaban a la puerta se volvió hacia su tío. -Espero que tendréis un buen recuerdo, más adelante, de estos meses en la isla. -¡Oh, sí…!

Daniel quedó como abstraído. Se vio entre unos amigos contando cómo habían sido aquellos meses: "En la magnífica residencia de mis sobrinos… Cuando vivíamos en la espléndida finca de…"

– Y espero que no pienses que yo te obligo a trabajar. Tu mujer prefiere la independencia. Eso es todo. Bajaron las escaleras en silencio. Al llegar al automóvil, José volvió a decir:

– Tu mujer es muy dominante, ¿eh…? Las poetisas son todas así.

Daniel volvió de las nubes. Dijo con un poco de voz: -Matilde me ha obedecido siempre. Ha sido una buena mujer.

– Sí, ¿eh…? Pues tampoco me gustaría que se acercara demasiado a Pino. Ahora está con esa idea de meterse en Falange y ayudar a organizar el mundo. ¿No?

– Dice que es su deber, en estos tiempos.

– Pues si Pino se empeñara en cualquier tontería de esas, ya veríamos en casa lo que pasaba… Querido Daniel, cuando yo era un niño me llamabas bobo cada dos minutos, pero te digo que mi vida y mi casa marchan bien y a mi gusto. ¡Vaya si marchan!

Daniel vio el horrible perfil de su sobrino, como una pesadilla, a su lado. Lo veía todos los días y todos los días le soltaba cosas parecidas. Daniel hubiera tenido mil argumentos para replicarle, pero se callaba, paciente. No le gustaba trabajar en la oficina, en verdad, pero pensar en que pronto estaría en una casa propia y que podría descargar todo este amargor que llevaba dentro a gritos, o como le pareciese mejor, era algo que le consolaba.

Cuando llegaron a la finca aquella mañana, José tuvo uno de sus súbitos y tremendos rubores. El comedor estaba lleno de mujeres. Marta leía un libro; Matilde hacía punto tan rígida y seria como si estuviese dirigiendo una batalla con sus agujas; una criada ponía la mesa, y Hones y Pino secreteaban en el extremo de un diván.

La entrada de los dos hombres tuvo la virtud de causar un ligero revuelo, un cacareo como el que dos gallos provocarían al meterse en un corral de gallinas. Esta imagen que se le ocurrió fue la que hizo ruborizar a José.

El domingo amaneció nublado. José tuvo la gentileza de llevar a todos, por la mañana, hasta la cumbre de la Caldera de Bandama, el volcán cercano a la casa. Hones palmoteo delante del cráter imponente, en cuya hondura volaban los guirres. Daniel se mareó. Marta consideró a todos con inquietud, midió sus gestos con los ojos. Estaba algo inquieta porque, al fin, le habían dado permiso para que invitara a algunas amigas a la finca aquella tarde. Vendrían, y también dos amigos. ¡Ella estaba tan desilusionada de sus familiares y había puesto tanta fantasía al describirlos que tenía miedo de lo que iban a pensar aquellas muchachas!

Después de comer, cuando esperaban a los invitados, estando todos de tertulia en el comedor, Honesta y Pino desaparecieron escaleras arriba seguidas por una mirada inquieta de José.

La verdad es que Hones tenía una gran inquietud y una curiosidad que la estaba atormentando desde hacía tiempo. Ya le había hablado a Pino de ella. Quería ver a Teresa antes de marcharse de la finca. El mismo día de su marcha, eso sí, porque no tenía ganas de soñar con ella por las noches y despertarse sabiendo que estaba cerca. Le habían obsesionado, desde que llegó, aquellas ventanas enrejadas tan cerca de la suya y aquella fotografía que desde la mesa de su cuarto parecía perseguirla siempre con unos ojos inmensos. Necesitaba ver los estragos que la enfermedad había hecho en aquella cara. Quizá fuera el arte del fotógrafo el que la hacía aparecer tan sugestiva… Hones no sabía por qué se sentía molesta por aquella belleza. Comprobaba con cierta complacencia que la cara de Marta no se parecía en lo más mínimo al retrato de su madre. Y ella misma, aunque no estaba muy acostumbrada a analizar sus sentimientos, se sorprendía de estas cosas, de esta especie de envidia extraña. Pino le había dicho que de la antigua belleza no quedaba nada, pero nada, y hasta creía que Teresa nunca había sido guapa. Hones no se quería marchar de allí sin saberlo de cierto, sin haberlo visto por sus propios ojos. Aquel día, después de comer, se decidió a aceptar la invitación de Pino. -Vamos, si quieres, a ver eso. Pino subió las escaleras con Hones detrás. Al fondo del pasillo abrió con brusquedad la misteriosa puerta. Hones, con sus ojos redondos, muy azules, muy abiertos, entró detrás de Pino en una gran habitación en penumbra. Junto a las maderas entornadas de una ventana se veía un sillón, y en él a una persona.

Pino le había dicho a Hones que Teresa no estaba paralítica ni mucho menos. Sólo que, para que tuviera cualquier iniciativa de moverse o comer o hacer alguna cosa, había que ocuparse de ella como de un niño muy pequeño. Vicenta, la majorera, era la encargada de lavarla y peinarla. Muchas veces, cuando entraban en la habitación, encontraban a Teresa de pie, mirando estúpidamente al vacío, con las manos sujetas a la barandilla de la cama, o pegada a la pared. Había que conducirla al sillón y, una vez allí, solía pasar horas sin moverse, hasta que alguien venía para hacerla andar por la habitación un rato, como había dicho el médico. Darle de comer era lo más trabajoso; cerraba fuertemente las mandíbulas. Cuando estaba en su sillón miraba vagamente hacia el jardín, pero si pasaba alguien delante de su campo visual, solía cubrirse la cara con las manos, y lo mismo si oía ruidos extraños. Intentar sacarla al aire libre era cosa a la que se había renunciado hacía años. Entonces sí que trataba de defenderse, incluso gritaba.