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Al bajar la cámara, Faulques vio que Olvido se había detenido al otro lado de la carretera para no meterse en cuadro, y que lo miraba. Entonces se puso en pie y cruzó hacia ella, y mientras lo hacía comprobó que no apartaba sus ojos de él, como si estudiase cada uno de sus movimientos, sus gestos, su aspecto. En los últimos días la había sorprendido varias veces mirándolo de aquel modo, a hurtadillas primero, francamente después, cual si pretendiera grabarse en la memoria cuanto a él se refería, todas las imágenes de aquella etapa de un largo y extraño viaje que se hallara a punto de terminar. Un viaje del que ella tuviese el pasaje de vuelta en el bolsillo. Faulques caminaba con una sensación de tristeza y de frío infinitos. Para disimularlos miró alrededor: los soldados que se alejaban hacia el cruce, la casa incendiada. Sobre todo eso había un cielo limpio, sin una nube, y un sol que todavía no alcanzaba la altura incómoda para las fotos y proyectaba la sombra de Olvido sobre la gravilla suelta de la carretera, cuyo relieve deformaba sus contornos. Por un instante Faulques pensó en tomar una foto de esa sombra de bordes imprecisos; pero no lo hizo. Fue entonces cuando ella vio un cuaderno roto y descolorido en el suelo. Un cuaderno escolar, de tapas azules, con algunas hojas arrancadas, abierto sobre la hierba. Empuñó la cámara, dio dos pasos adelante buscando el encuadre, dio otro paso hacia la izquierda, y pisó la mina.

Faulques se miró las manos manchadas de pintura roja, y luego observó el mural que lo circundaba. Las formas cambiaban en contacto con el color. Los espacios en blanco, el esbozo a carboncillo sobre la imprimación de la pared, habían dejado de parecerle zonas vacías. Bajo la intensa luz de los focos halógenos, todo parecía fundirse en su cerebro a la manera de las pinturas impresionistas: colores, espacios, volúmenes que sólo alcanzaban su integración correcta en la retina del espectador. Tan reales, tan veraces -sólo el artista es veraz, recordó de nuevo- eran allí las figuras y paisajes acabados como los que apenas se insinuaban, las formas anunciadas en la pared, las pinceladas minuciosas y los trazos gruesos, fresca la pintura todavía, aplicados con los dedos sobre figuras ya pintadas o sobre espacios en blanco. Un largo camino. Había una trama subyacente, una perspectiva fabulosa e interminable como un bucle, que recorría el círculo del mural sin detenerse nunca, integrando cada uno de los elementos, relacionando entre sí las naves que zarpaban bajo la lluvia, la ciudad en llamas sobre la colina, los fugitivos, los soldados, la mujer violada y el niño verdugo, el hombre a punto de morir, los bosques con ahorcados colgantes como frutos, la batalla en el llano, los hombres acuchillándose en primer término, los jinetes a punto de entrar en combate, la ciudad durmiente y confiada entre sus torres de acero, hormigón y cristal. El universo visible y la inmensidad concebible de la naturaleza. Todo lo que había querido pintar estaba allí: Brueghel, Goya, Uccello, el doctor Atl y los demás, cuantos dispusieron la mirada y las manos de Faulques para expresar lo que a lo largo de su vida había penetrado por el visor de la cámara hasta la caverna de Platón de su retina -la película fotográfica y el papel de positivar sólo jugaban roles secundarios en todo aquello- se explicaban al fin, combinados en la formulación geométrica cuyo principio y resultado final convergían en el triángulo que lo presidía todo: el volcán negro, pardo, gris, rojo. El símbolo del criptograma, desprovisto de sentimientos e implacable en simetrías, que extendía sus grietas de lava como una tela de araña cuya red abarcase la cifra del universo, las fisuras en la pared de la vieja torre que servía de soporte a todo ello, el alba del día que pronto iba a penetrar por las ventanas, el hombre que aguardaba afuera mientras el pintor de batallas culminaba su trabajo.

Sólo algo quedaba por hacer. De pronto parecía tan evidente que le torció la boca una sonrisa. Olvido Ferrara, de estar allí, habría reído a carcajadas con eso: la imaginó echando atrás la cabeza trigueña, mirándolo burlona con sus ojos líquidos y verdes. Cuestión de imaginación más que de óptica, Faulques. La fotografía miente, y sólo el artista, etcétera.

Fue hasta la mesa y cogió la portada de la revista con la foto de Ivo Markovic: un joven rubio con gotas de sudor en el rostro, ojos vacíos y gesto fatigado, tan diferente al hombre que aguardaba junto al acantilado. Mariposas de Lorenz y navajas rotas se concitaban en aquella imagen, que en el momento de fijarse sobre el negativo todavía se ignoraba a sí misma con sus consecuencias, prolongadas hasta el presente: Faulques contemplando esa foto en la vieja torre sobre el mar. La verdad está en las cosas, no en nosotros, recordó. Pero nos necesita para manifestarse. Olvido habría seguido riendo, pensó, si lo viera en ese momento con la portada de la revista en la mano, buscando entre los instrumentos de pintura, los tubos y frascos llenos y vacíos, los pinceles, los libros que cubrían la mesa. La recordaba tumbada en el suelo, sobre una alfombra, recortando durante horas aquellas fotos donde lo único vivo era el rastro impreciso de seres humanos extinguidos como fantasmas fugaces. Collages y objetos trouvés . Naturalmente. Al fin encontró un bote grande de medium acrílico brillante, casi lleno. Con un pincel grueso y limpio impregnó bien el dorso de la página y luego se volvió hacia el muro, en busca del lugar adecuado. Eligió un espacio todavía en blanco situado entre el volcán y la ciudad moderna y confiada, y la pegó allí, extendiéndola bien alisada sobre la superficie ligeramente irregular de la pared. Después retrocedió para observar el efecto, y sin apartar los ojos buscó a tientas la botella de coñac. La sostuvo entre los dedos entumecidos por la pintura que empezaba a secarse en sus manos, se llevó el gollete a la boca y bebió un trago tan largo que lo hizo lagrimear. Ahora sí, se dijo. Ahora todo está donde debe estar. Después, con varios tubos de color puro en la mano izquierda, se acercó de nuevo y empezó a aplicar pintura en gruesos trazos primero curvos y luego rectos y libres, húmedo sobre húmedo, usando los dedos como espátulas hasta que la foto de Ivo Markovic quedó integrada en el conjunto, unida a la pared y al resto del mural con un entramado poliédrico de ocres, amarillos y rojos, que remató con un trazo oscuro, alargado y fantasmal como una sombra, destinado a permanecer allí cuando el deterioro del mural hiciera desaparecer la página pegada.

El pintor de batallas dejó en el suelo los tubos de pintura y se lavó las manos en la jofaina. Se sentía extrañamente relajado. Vacío como una cáscara de nuez, pensó de pronto. Acabó de secarse despacio, reflexionando sobre eso. Era extraño verse a uno mismo como pintado en el mural, casi al final del viaje. Al cabo dejó el trapo sobre la mesa, buscó la caja de pastillas, se metió dos en la boca y las tragó con otro sorbo de coñac. Aquello prevendría que el dolor volviera a presentarse en un momento inoportuno. Después cogió el cuchillo y se lo metió en el cinturón por detrás. Equiparse para el combate, pensó de pronto, y sonrió apenas, inmóvil un instante. A Olvido le gustaba eso: recrearse en el momento inmediato a la partida, en la tensión de la espera, mientras revisaban en silencio el equipo en la habitación de cualquier hotel antes de dirigirse a un lugar difícil. Comprobar cámaras y película, llenar los bolsillos con lo necesario, meter en la mochila botiquín, mapas, agua, bloc de notas, rotuladores, aspirinas. Cargando sólo aquello que podía llevarse encima y no impedía caminar, correr, sobrevivir, antes de cerrar la puerta sobre lo superfluo. Parezco una niña disfrazándose, dijo ella en cierta ocasión. Dispuesta a ser otra. ¿No te parece, Faulques? O a no ser ninguna. En cualquier caso, cada vez dejo atrás una vieja piel, como las serpientes cansadas.

Antes de apagar los focos y salir afuera, a la noche, el pintor de batallas contempló su obra por última vez. Se vería mejor, pensó, cuando la luz real penetrase por la ventana de levante y diese, como cada día, su característico tono dorado a los efectos de la luz pictórica representada en el mural. Entonces, a medida que los rayos de sol recorriesen la pared, el fuego de la ciudad sería más rojo, el volcán más sombrío y la lluvia más gris. Aunque no era una obra maestra, se dijo ecuánime. Movía despacio la cabeza, reflexionando sobre eso. No lo era en absoluto. De extraña la habían calificado Ivo Markovic y Carmen Elsken. Todos esos ángulos, etcétera. Con sonrisa absorta, Faulques se preguntó qué habría dicho Olvido Ferrara. Qué pensarían quienes en el futuro contemplasen aquel mural, mientras la torre estuviera en pie.

No era una buena pintura, concluyó. Pero era perfecta.