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No vio a Ivo Markovic en el pueblo, ni tampoco en el camino de vuelta a la torre. Dejó la moto junto al cobertizo y observó los alrededores, suspicaz: el bosquecillo de pinos, el borde del acantilado, las rocas sueltas en la pendiente que bajaba hasta la caleta y la playa de guijarros. Ni rastro del croata. El sol, ya en declive con las primeras horas de la tarde, proyectaba en el suelo la sombra inmóvil del pintor de batallas, que no se decidía a entrar en la torre. Algo en su viejo instinto profesional, adiestrado en moverse por territorio hostil, le decía que cuidase dónde ponía los pies. Miró otra vez en torno, atento a indicios de peligro. Estaba cerca -el mismo Markovic se lo había advertido el día anterior- de la línea oscura.

Dentro de la torre olía a tabaco. A colillas apagadas. Era extraño, pues las ventanas estaban abiertas y Faulques había vaciado, antes de salir, el tarro de mostaza que su visitante usaba como cenicero. De eso estaba seguro, decidió perplejo, mirando los restos de tres cigarrillos dentro. Acercó la nariz y frunció el ceño. Colillas recientes. La señal de alarma se intensificó en su cerebro. Fue moviéndose con cautela, despacio, como si Markovic pudiera estar allí escondido. No era razonable, pensó mientras ascendía alerta por la escalera de caracol. No era su estilo. Sin embargo, hasta que llegó arriba y pudo comprobar que estaba solo en la torre, el pintor de batallas no se quedó tranquilo. Sentado sobre el catre buscó más huellas del croata. Había estado allí, sin duda, mientras él se hallaba en el pueblo. Un pensamiento repentino le hizo incorporarse y abrir el baúl en cuyo fondo guardaba la escopeta de caza. No estaba allí, ni tampoco las cajas de cartuchos. Además de husmear a sus anchas, Markovic había tomado precauciones. Y ni siquiera se molestaba en disimularlas.

El dolor llegó todavía leve, sin traiciones esta vez. Se afirmó poco a poco, leal hasta cierto punto, avisándolo con tiempo del pinchazo que vendría después. Y junto al dolor, o su preludio, vino también la dosis adecuada de indiferencia. Al diablo, concluyó mientras bajaba por la escalera. Todo tenía su lado bueno y su lado malo: una calle, una trinchera, un dolor. Aquel, en concreto, lo condenaba a ciertas cosas y lo ponía al resguardo de otras. Markovic se convertía así en sólo un elemento más del paisaje. Cuestión de prioridades. De tiempos y de plazos. Y cuando el verdadero dolor, el intenso, llegó al fin con un espasmo que le envaró la cintura, el pintor de batallas había sacado ya dos comprimidos de la caja, tragándoselos con un vaso de agua. Sólo restaba esperar. De modo que se puso en cuclillas, la espalda contra la pared -el perro que mordisqueaba un cadáver, dibujado a carboncillo y sin pintar todavía, quedaba justo detrás de su cabeza-, apretó los dientes y aguardó, paciente, mientras las punzadas alcanzaban su clímax y luego se espaciaban y debilitaban hasta desaparecer. Y entre tanto, con la mirada absorta en la parte del mural que tenía enfrente -Héctor despidiéndose de Andrómaca antes del combate, pintados junto al lado izquierdo de la puerta-, recordó algo que había oído decir a Olvido, en Roma: Taci e riposa: qui si spegne il canto.

Movió con lentitud la cabeza mientras repetía aquello en voz baja, entre los dientes apretados, sin apartar los ojos del mural. Calla y reposa: aquí se acaba el canto. Era el primer verso de un poema de Alberto de Chirico que a Olvido le gustaba mucho. Ella lo había mencionado por primera vez en el lugar idóneo, pues Alberto era hermano de Giorgio de Chirico, y en ese momento Olvido y Faulques visitaban la casa del pintor, en Roma. Paseaban por la plaza de España, a pocos pasos de la escalera de la Trinitá dei Monti; y ante el número 31 -un antiguo palacio convertido en viviendas particulares- ella se detuvo, miró las ventanas del cuarto y quinto piso y dijo: aquí me traía mi padre de pequeña, a visitar al viejo don Giorgio y a Isabella. Subamos. La casa, tutelada por una fundación, aún no se había convertido en museo; pero el portero se mostró accesible a la sonrisa de Olvido y a una propina, y durante media hora pudieron pasear bajo los altos techos con manchas de humedad, con el parquet crujiendo bajo los pies, el carrito con polvorientas botellas de grappa y chianti, el comedor con naturalezas muertas en las paredes -stielleben , murmuró Olvido: vidas silenciosas-, el televisor ante el que Chirico se sentaba durante horas a mirar imágenes sin sonido. junto a los cuadros del período neoclásico, inquietantes maniquíes sin rostro alargaban sus sombras entre colores melancólicos verdes, ocres y grises, espacios vacíos que poco a poco se habían ido reduciendo como si, con el tiempo, el pintor hubiese empezado a temer el escalofrío del absurdo y de la nada que él mismo evocaba. Y ante un lienzo de 1958 que reproducía el mismo guante rojo pintado cuarenta y cuatro años antes en El enigma de la fatalidad -aunque el tiempo era sospechoso en un artista que a veces falsificaba la fecha de sus propias obras-, Olvido, contemplando pensativa la pintura, murmuró en italiano lo de calla y reposa, aquí se apaga el canto. De tu vida. Del antiguo llanto. Luego miró a Faulques con ojos extremadamente tristes, y entre aquella luz romana blanca y fantasmal que iluminaba la casa, contó que antes no era así, que en el salón había también otros muebles y cuadros antiguos; y arriba, en el estudio, una especie de autómata o maniquí enorme, siniestro, como los que el artista pintó en sus primeros tiempos, que de pequeña le daba miedo. Lo dijo moviendo afirmativamente la cabeza, y añadió: en serio, Faulques. Cuando mi padre me traía aquí, después, por la noche, ahí cerca -solíamos alojarnos en el Hassler- no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía esos manichini como quien descubre una sonrisa cruel en el rostro de un muñeco de madera. Quizá por eso nunca me gustó Pinocho. Tras decir aquello, Olvido se apartó del lienzo y se detuvo mirando alrededor, ensimismada. Hay dos cuadros de Chirico, comentó de pronto. Especiales. Sin duda los conoces, o deberías, porque uno se parece a tus fotos: está lleno de reglas, escuadras e instrumentos: se llama Melancolía de la partida . ¿Sabes a cuál me refiero? Claro que lo sabes. El de la Tate Modern de Londres. El otro es Enigma de la llegada . Interesantes, ¿verdad? Dijo eso muy seria, alzó una mano para acariciar con afecto el rostro de Faulques y no añadió nada más. Después se internó sola por las habitaciones, y él caminó detrás, observándola, espiando la imagen de una niña que se había movido por aquella casa de la mano de su padre, ante un extraño anciano inmóvil frente a un televisor encendido y sin sonido.

Alejado el dolor, el calmante dejaba, como siempre, un poso de suave lucidez. Faulques se puso en pie, los ojos fijos todavía en Héctor y Andrómaca. Estuvo así unos instantes y luego se acercó a la mesa, preparó pinceles y pinturas y se puso a trabajar en aquella parte del mural. Fue de lo oscuro a lo claro, resaltando la luz natural que procedía de la puerta abierta -el sol entraba ahora por ella, iluminando el interior de la torre desde el intenso rectángulo dorado que reptaba despacio por el suelo- sobre la luz pictórica, rojiza, lejana, del volcán en erupción situado más a la izquierda, al otro lado y sobre el campo de batalla donde los caballeros se acometían con sus lanzas o esperaban el momento de entrar en combate. Entre esas dos luces, al fondo y arriba, enfriados los colores con capas de azul y gris y veladuras blanquecinas que acentuaban el efecto de distancia, despuntaban las torres de cristal y acero de la ciudad moderna, la nueva Troya ante la que, en primer plano, con imágenes de tamaño real, se despedían el hijo de Príamo y su esposa. Y a ti, bañada en lágrimas -el pintor de batallas lo murmuraba entre dientes-, te llevará con él algún aqueo de broncínea loriga. Para la escena, Faulques había estudiado hasta la obsesión, primero directamente en la iglesia de San Francisco de Arezzo y luego en cuantos libros pudo encontrar, las figuras de dos jóvenes situados a un lado de La muerte de Adán pintada por Piero della Francesca en la parte superior derecha de la capilla principal. Como los cuadros de Paolo Uccello, aquellos frescos del siglo XV tenían mucho que ver con su trabajo en la torre; en especial El sueño de Constantino -las armas de Héctor se inspiraban vagamente en uno de los centinelas-, la Batalla de Heraclio y la Victoria de Constantino sobre Majencio . Faulques había obtenido de la joven pintada por Piero della Francesca el aspecto de su Andrómaca -un hombro y un seno desnudos, las ropas en geométrico desorden como recién levantada del lecho, el niño en brazos- y sobre todo la mirada triste, perdida más allá del hombro del guerrero. Esa mirada parecía recorrer la extensión circular del campo de batalla hasta el torrente de fugitivos que abandonaba la ciudad en llamas, como si la mujer pudiera reconocerse de antemano en las otras mujeres, botín del vencedor. Y ante ella, temible con fusil y mezcla de armas y arreos antiguos y modernos, casco de acero, angulosa armadura gris entre medieval y futurista -donde las dan las toman: de nuevo Orozco y Diego Rivera saqueados sin piedad-, Héctor alzaba un guantelete metálico hacia el niño que, asustado, se revolvía en brazos de su madre. Y en el suelo, la mezcla de tres sombras imperfectas formaba una sola sombra oscura como un presagio.

Dio Faulques unos pasos atrás con el pincel entre los dientes, observando el resultado. Funcionaba, se dijo satisfecho. Y la luz de aquella hora de la tarde ponía el resto. Lavó el pincel, lo puso a secar, eligió otro más ancho, y mezclando directamente sobre la pared repasó el rostro de Héctor, aplicando blanco y azul sobre siena para intensificar el escorzo en la parte inferior, oscurecida la sombra del casco sobre el cuello y la nuca. Quedaba reforzado así el aire de dureza estoica del guerrero, sus tonos fríos frente a los cálidos armónicamente graduados del cuerpo y el rostro de la mujer, el gesto resignado, rígido casi en caricatura militar, del hombre sometido a las reglas. Pues digo que ningún varón existe, volvió a susurrar el pintor de batallas, que su propio destino haya esquivado. El mismo Faulques lo sabía mejor que nadie. Una de sus tempranas imágenes de guerra estaba, además, relacionada con aquella: el hijo de Príamo y su esposa trascendían las traducciones escolares de griego clásico; tenían rostros, voz, lágrimas auténticas, y con exacta simetría -eran azares imposibles-, también hablaban la lengua de Homero. La primera vez que Faulques había oído el llanto real de Andrómaca fue a los veintitrés años, en Nicosia. Ese día, inicio de una guerra, bajo un cielo cubierto de paracaidistas turcos que descendían sobre la ciudad mientras la radio llamaba a presentarse en los cuarteles, Faulques fotografió a centenares de hombres despidiéndose de sus mujeres antes de correr a los centros de reclutamiento. Una de aquellas fotos fue portada en medio mundo: con tonos en violento contraste bajo la luz horizontal de la mañana, un griego de rostro crispado, sin afeitar, la camisa mal metida a toda prisa por el pantalón, abrazaba a su mujer e hijos mientras otro de rasgos parecidos, quizá su hermano, le tiraba del brazo urgiéndolo a apresurarse. En segundo término había un coche con las puertas abiertas, una columna de humo a lo lejos y un anciano de grandes mostachos blancos que apuntaba al cielo con un fusil de caza, disparando inútiles escopetazos contra los cazabombarderos turcos.