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Carmen Elsken se presentó a las cinco y cuarto. Faulques la oyó llegar. Se lavó las manos, se puso una camisa y salió a su encuentro. Ella estaba admirando el paisaje, asomada a la cortadura sobre la cala para ver desde arriba el lugar por donde pasaba cada día el barco de turistas. Llevaba el pelo suelto, un vestido ibicenco de tirantes largo hasta los tobillos, y las mismas sandalias que por la mañana. Bonito sitio, dijo. Tranquilo y muy bonito. Después sonrió. Creo que lo envidio a usted, añadió. Un poco, al menos. Vivir aquí es tan singular. El pintor de batallas consideró los alcances de la palabra. Si, respondió al fin. Puede que sea eso. Miró el mar, la miró a ella de nuevo, y comprobó que lo estudiaba con la misma curiosidad que en la terraza del bar. También observó que se había maquillado discretamente los ojos y la boca. Dirigió la vista hacia el bosquecillo de pinos, pensativo, preguntándose dónde estaría Ivo Markovic. Luego condujo a Carmen Elsken al interior de la torre, ante el gran mural, donde, deslumbrada al principio por la claridad exterior, se quedó inmóvil. Sobrecogida.

– No esperaba esto.

Faulques no le preguntó qué esperaba. Se limitó a aguardar, paciente. La mujer cruzaba los brazos desnudos frotándoselos un poco, como si el lugar, o la pintura, le produjeran frío. No entiendo demasiado, dijo tras un momento. Pero me parece extraordinaria. Impresiona, se lo aseguro. Mucho. ¿Tiene nombre?

– No.

El pintor de batallas no hizo más comentarios. Ella siguió en silencio, y al cabo se movió a lo largo de la pared circular, observando cada detalle. Se detuvo un buen rato ante la mujer de muslos ensangrentados y frente a los hombres que se apuñalaban en el suelo. También la ciudad en llamas atrajo su atención, pues la estuvo contemplando largo rato antes de volverse hacia Faulques. Parecía desconcertada.

– ¿Usted lo ve así?

– ¿A qué se refiere?

– No sé. A lo que sea… A lo que pinta.

– Sólo es un mural. Un viejo edificio decorado con historias.

– No es sólo una escena histórica, me parece. Es antiguo y moderno a la vez. Es…

Se interrumpió, buscando la palabra adecuada. Faulques esperó, mirando el holgado escote de la mujer. Senos abundantes, bronceados. Libres. Los tirantes en los hombros desnudos parecían una sujeción frágil para aquel vestido.

– Terrible -concluyó ella al fin.

Faulques sonrió con suavidad.

– No es terrible -dijo-. Es la vida, nada más. Una parte de ella.

Los iris azules parecían ahora muy atentos. Carmen Elsken le estudiaba los ojos y la boca, buscando allí la explicación de las imágenes pintadas en la pared.

– Ha debido de tener -dijo de pronto- una vida extraña.

Sonrió de nuevo el pintor de batallas, esta vez para sus adentros. Así era, entonces. Los Ivo Markovic y los Faulques, las retinas impresionadas, no contaban para ese punto de vista. Así era como iban a verlo quienes no habían estado allí. O mejor dicho -rectificó mirando las torres de cemento y cristal a medio pintar en la pared-, los que pensaban, erróneamente, que no estaban allí.

– No más extraña que la suya, o la de cualquiera.

Ella reflexionó sobre aquello, sorprendida, y movió la cabeza. Parecía rechazar una proposición intolerable.

– Yo nunca vi eso.

– Que no lo vea no significa que no esté.

La mujer tenía la boca entreabierta, los ojos aún risueños y un poco desconcertados. El vestido amplio de algodón, observó Faulques, favorecía sus caderas demasiado anchas.

– ¿Siempre fue pintor?

– No siempre.

– ¿Y qué hacía antes?

– Fotografías.

Carmen Elsken preguntó qué clase de fotografías, y él señaló The Eye of War , que seguía sobre la mesa, entre los utensilios de pintura. Ella pasó algunas páginas y alzó la vista, sorprendida.

– ¿Son suyas?

– Sí.

La mujer siguió hojeando el libro. Al fin lo cerró despacio y permaneció con la cabeza baja, cavilando. Ahora comprendo, dijo. Luego hizo un gesto abarcando el mural y se quedó mirando a Faulques, inquisitiva.

– Pinto -dijo este- la foto que no pude hacer.

Ella se había movido hacia la pared. Estaba junto a la mujer que, en primer término de la fila de fugitivos, abría la boca para gritar, desencajado el rostro, bajo la mirada gélida del soldado.

– ¿Sabe una cosa?… Hay algo en usted que no me gusta.

Sonrió Faulques, prudente.

– Creo saber a qué se refiere.

– Eso es lo que no me gusta. Que sabe a qué me refiero.

Lo observaba fijamente, sin parpadear, y sus ojos ya no parecían risueños. Al poco rato se volvió otra vez hacia la pintura.

– Hay algo maligno aquí.

Observaba la escena del niño llorando junto a la madre violada. Una Piedad invertida, pensó de pronto Faulques. Nunca había caído en eso antes, ni siquiera cuando lo pintaba. Quizá había sido necesaria la presencia de una mujer -real, de carne y hueso- para que la imagen cobrase todo su sentido. Como aquella vez que, a su lado, un visitante tuvo un ataque al corazón en el museo del Prado, delante del Descendimiento de Van der Weyden; y entre el público arremolinado, el médico y los sanitarios que acudieron para llevarse el cadáver, la camilla, el aparato de oxígeno, el cuadro y la sala cobraron de improviso un sentido diferente, como si se tratara de un happening de Wolf Vostell.

– Entiéndalo, no es que usted me desagrade -estaba diciendo Carmen Elsken-. Todo lo contrario. Es un hombre interesante. Un hombre guapo, además, si permite que se lo diga… ¿Qué edad tiene?… ¿Cincuenta?

Faulques no respondió. Las imágenes pintadas en la pared absorbían su atención. Simetrías intuidas que de pronto adquirían consistencia. Una retícula precisa sobre la que se situaba cada trazo de pincel, cada momento de su memoria, cada ángulo de la existencia. El niño apuntaba los rasgos del soldado-verdugo que vigilaba a los fugitivos. La madre yacente estaba repetida en la fila hasta el infinito. Maldito sea el fruto de tu vientre. Y Carmen Elsken tenía razón. La maldad como paisaje. Quien lo llamaba Horror con mayúscula -demasiada literatura al respecto- no hacía sino intelectualizar la simpleza de lo obvio.

– ¿Por qué se dirigió a mí en el puerto?

Faulques regresó con dificultad. Ante él estaba la mujer. Sus hombros desnudos bajo los delgados tirantes del vestido. Olía peculiar, descubrió de pronto. Un olor próximo, casi olvidado. A hembra fuerte y sana.

– Ya se lo dije: oigo su voz cada día, a la misma hora. Además, es una mujer guapa. Si permite que se lo diga.

Hubo un silencio y ella apartó los ojos. De nuevo miraba el mural, pero esta vez sus pensamientos parecían hallarse en otra parte. Después observó las manos del pintor de batallas con aire indeciso, como esperando alguna palabra o actitud; pero Faulques permaneció callado e inmóvil. La mujer se removió un poco. Parecía incómoda.

– Le agradezco que me haya mostrado su trabajo.

– Soy yo quien agradece la visita.

– ¿Puedo volver alguna vez?

– Claro.

Carmen Elsken anduvo hacia la puerta, se detuvo en el umbral y miró alrededor. Es todo tan extraño, dijo. Como usted mismo. Entonces se encaró de nuevo con él, recortada en la claridad de afuera, los ojos color azul prusia rebajado con blanco clavados en los suyos. Y Faulques supo que si daba un paso adelante, alzaba una mano y deslizaba aquellos tirantes de los hombros bronceados, el vestido caería a sus pies, sin resistencia, y la luz exterior doraría el cuerpo desnudo. Sintió un estremecimiento leve. Fugaz. Hay un tiempo para cada cosa, se dijo. Y aquel no lo era. No podía serlo. Apartó la vista, miró el suelo y encogió un poco los hombros. Realmente, pensó con intimo asombro, no costaba ningún esfuerzo dejar las cosas como estaban. Ya no. De modo que pasó junto a la mujer -intuyó su desconcierto al rozarla-, salió de la torre y aguardó a que se reuniese con él. Ella vino despacio, estudiándolo pensativa, y al llegar a su lado sonrió, la boca entreabierta a punto de pronunciar palabras que no llegaron a salir de sus labios. Entonces Faulques la acompañó hasta el arranque del sendero, estrechó la mano que le tendía y se quedó viéndola alejarse. Antes de desaparecer cuesta abajo, entre los pinos, Carmen Elsken se volvió dos veces a mirar atrás.

Cuando Faulques regresó a la torre, el sol estaba más bajo en su lento descenso sobre Cabo Malo, y la luz que entraba por la puerta daba tonos amarillentos a la imprimación blanca de la pared opuesta, donde, dibujadas a carboncillo bajo la ventana de levante, figuras de aire entre bruegheliano y goyesco -la frontera de la atrocidad vista con ojos modernos- se escalonaban al pie del volcán en llamas: el hombre que remataba al herido a golpes de arcabuz, el que despojaba a los muertos, el perro que devoraba cadáveres, las ejecuciones, la rueda del tormento, el árbol con cuerpos colgados como racimos. La maldad fuera del control de la razón y como instinto natural del hombre. El pintor de batallas se quedó parado ante la escena, observándola. Maligno, había dicho Carmen Elsken con extraordinaria lucidez, o intuición. La palabra era exactamente esa, y ahora culebreaba por cada circunvalación de la memoria de Faulques cuando cogió los pinceles y se puso a trabajar en aquella zona del mural, espiando de reojo el Mal encarnado en la mirada del soldado, en la del niño sentado en el suelo junto a la madre. Aquel rostro infantil e inquietante no era fruto de su imaginación. Tenía una localización exacta en el espacio y el tiempo, además de constancia gráfica: página cuarenta y dos del álbum que estaba sobre la mesa. Era una de las fotografías más simples y más terribles de Faulques. Un niño sonriendo, un estadio de fútbol vacío. Pero nunca hubo desastre de la guerra tan siniestro como ese.

Había ocurrido en la confusa línea de demarcación serbocroata, poco antes de Vukovar. El pueblo se llamaba Dragovac: una iglesia ortodoxa, otra católica, un ayuntamiento, un polideportivo. Un lugar campesino, tranquilo. El conflicto de los Balcanes había pasado por allí sin ruido aparente; la única huella visible era un solar arrasado donde antes se levantaba la iglesia católica. Por lo demás no había ninguna casa incendiada, en ruinas o con huellas de combates ni disparos. Los habitantes se dedicaban a sus tareas y apenas se veían soldados. Todo habría sido casi bucólico de no mediar un detalle: los croatas de Dragovac, un centenar de personas, habían desaparecido de la noche a la mañana. Allí sólo quedaban serbios. Corrían rumores de otra matanza; así que Faulques y Olvido se proveyeron de salvoconductos del ejército yugoslavo y viajaron por la carretera que corría a lo largo del Vrbas. Llegaron a Dragovac por la mañana, cuando casi todos los vecinos estaban trabajando en el campo. Estacionaron el coche frente al ayuntamiento y pasearon sin que nadie los molestara. No hubo hostilidad, ni cooperación; a cada pregunta la gente respondía con evasivas o silencios. Nadie sabía nada de croatas, nadie había visto croatas. Nadie los recordaba.