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– Le dije que usted es mi navaja rota -Markovic se tocaba la frente con un dedo-. He tenido mucho tiempo… ¿Se acuerda de esa foto?

Faulques se acordaba. En las afueras de Beirut, cuatro jovencísimos palestinos habían salido al descubierto para que él los fotografiase atacando con un lanzagranadas RPG un tanque Merkava israelí. El tanque giró la torreta como un monstruo perezoso, disparó un cañonazo y mató a tres. Primera plana en los diarios de todo el mundo: David contra Goliat, etcétera. Un chico erguido en el polvo frente al tanque, lanzagranadas al hombro, mirando desconcertado a sus tres compañeros muertos. Faulques sabía que, de no haber estado allí con sus cámaras, aquello no habría ocurrido nunca. O no de ese modo. Por lo visto, su interlocutor pensaba lo mismo. El pintor de batallas se preguntó cuánto tiempo habría dedicado el croata a estudiar cada una de sus fotos.

– ¿Sabe lo que pienso ahora? -comentó Markovic-. Que fotografiar a personas también es violarlas. Golpearlas. Se las arranca de su normalidad, o tal vez se las devuelve a ella, de eso no estoy muy seguro… También se las obliga a afrontar cosas que no entraban en sus planes. A verse a sí mismas, a que se conozcan como nunca se habrían conocido de otro modo. Y a veces se las puede obligar a morir.

– Ahora es usted quien dramatiza. Todo es más simple.

Los ojos grises se empequeñecieron tras el cristal de las gafas.

– ¿Lo cree así?

– Claro. La incidencia de la cámara es mínima. La vida y sus reglas están ahí. Si no hubieran sido esos chicos, si no hubiera sido usted, habría sido cualquier otro… Es una hormiga que se da excesiva importancia. Da igual qué hormigas pise el hombre. Desde abajo siempre parecerá el zapato de Dios, pero quien las mata es la geometría. Los pasos del Azar sobre un tablero estricto de ajedrez.

– Ahora sí comprendo lo que dice -Markovic le dirigió una ojeada aviesa-. Eso lo tranquiliza, ¿verdad?

– Por supuesto. No hay forma de pedirle a nadie cuentas. Imposible ir hasta ahí y romper una cara en particular… Además, recuerde cómo tomé la foto: sin teleobjetivo, con un treinta y cinco y desde la altura de la cabeza de un hombre. Eso significa que yo estaba cerca de esos chicos cuando disparó el tanque. Y que estaba de pie.

Los dos se quedaron en silencio. Markovic estudiaba ahora las naves varadas en la playa y las que se alejaban bajo la lluvia. Las innumerables figurillas minúsculas que iban hacia ellas, saliendo de la ciudad en llamas. Fuego y lluvia, tensión de contrarios dando vigor a la naturaleza y curso a la vida, colores cálidos amortiguados con formas poliédricas, aceradas, frías. Y aquel eje de vencedores, naves y guerreros, diferente al de los vencidos, cuestión de ángulos y perspectiva, el vértice en la ciudad, una diagonal conduciendo a la mujer violada y al niño, otra vertebrando la fila de fugitivos. Tan sereno todo, sin embargo. La mirada del observador se dirigía primero a Héctor y Andrómaca, se deslizaba con naturalidad hasta el campo de batalla a través de los caballeros que se acometían bajo el volcán indiferente, y tras recorrer los estragos de la guerra terminaba en el niño muerto y en el niño vivo, este último víctima y también futuro verdugo de sí mismo -sólo los niños muertos no eran verdugos del mañana-. A pesar de su crudeza, los desastres de la guerra quedaban en segundo término, encajados en el color y la forma que los rodeaba; y la mirada se detenía en los ojos de los guerreros a la espera del combate, en el soldado de hierro, en la mujer que encabezaba la fila de fugitivos, en los muslos de la otra mujer yacente. Y al cabo, conformando un triángulo, en el volcán equidistante entre la ciudad en llamas, a la izquierda, y la otra ciudad que se despertaba en la bruma, ignorante de vivir su último día.

Era una buena composición, decidió Faulques. O al menos era razonablemente buena. Como la música al oído, obligaba al ojo a mirar sin prisas allí donde debía mirarse. Llevándolo a uno de la mano desde lo evidente a lo oculto, aquel entramado de líneas y formas sobre el que lo figurativo -personajes, enigmas destilados en manifestaciones físicas- encajaba con sobria intensidad, lo mantenía todo en límites naturales. Impedía el desafuero, el grito. El exceso. Desmentía el caos aparente. En la paleta mental de Faulques, aquella pintura tenía el peso de un círculo azul, el dramatismo de un triángulo amarillo, la inexorabilidad de una línea negra. Porque -Olvido apuntó eso una vez, aunque seguramente era robado a alguien- una manzana podía ser más terrible que un Laocoonte. O unos zapatos, había añadido más tarde, mientras observaban a un hombre que, con las muletas apoyadas en la pared, lustraba su único zapato en una calle de Maputo, en Mozambique. Recuerda, dijo, aquellas fotos inquietantes de Atget en París: zapatos viejos alineados en sus estantes, aguardando a dueños que parecen imposibles. O las de esos otros cientos de zapatos amontonados en los campos de exterminio nazis.

– Qué extraño -comentó Markovic-. Siempre pensé que los pintores embellecían el mundo. Que suavizaban lo feo.

Faulques no respondió. Todo era cuestión, pensaba en ese momento, de lo que el observador tuviera en la cabeza al mirar, o de lo que el artista pusiera en la cabeza de quien observaba. Zapatos o manzanas. Hasta la más inocente de estas podía sugerir un laberinto, con su hilo de Ariadna enroscado dentro como un gusano.

– ¿Sabe lo que creo, señor Faulques? Que usted no se hace justicia. Quizá sea un pintor muy competente, después de todo.

Se movía ahora Markovic girando sobre sí mismo, atento a las ventanas, la puerta, la planta superior. Parecía levantar un plano mental de todo aquello. Una última revisión.

– Estoy seguro de que cualquiera que entre en esta torre, aunque no sepa lo que usted y yo sabemos, sentirá cierto desasosiego -miró de pronto a Faulques con interés cortés-… ¿Cómo se sintió la mujer que estuvo aquí?

Por un momento, los dos hombres se sostuvieron la mirada. Al cabo el pintor de batallas sonrió.

– Desasosegada, supongo. Hasta cierto punto. Dijo que esto era maligno, y terrible.

– ¿Ve? A eso me refiero. Luego no es tan mal pintor como dice. A pesar de tantos ángulos y tantas líneas rectas y tantas sombras largas…

Levantaba los brazos, abarcando con el ademán la totalidad de la pintura mural. Al fin dejó caer las manos a los costados.

– Circular, como una trampa -fruncía el ceño-. Una trampa para topos locos.

Luego miró a Faulques con afecto. Un afecto que, detrás de los cristales de las gafas, las pupilas de color gris claro hacían irónico, o frío. El pintor de batallas barajó las palabras frialdad y afecto, intentando conciliarlas en su cabeza como en una paleta. Desistió, pero aquella mirada seguía frente a él, y era exactamente así. De alguna manera, murmuró entonces el croata, estoy orgulloso de usted.

– ¿Perdón?

– Digo que estoy orgulloso de usted.

Hubo un silencio. Markovic seguía mirándolo del mismo modo.

– Y espero, señor Faulques, que también esté orgulloso de mí.

El pintor de batallas se pasó una mano por la nuca. Perplejo no era la palabra exacta. En realidad comprendía perfectamente lo que el otro quería decir. Lo que le causaba estupor eran sus propios sentimientos.

– Ha sido un largo camino -concedió.

– Tan largo como el suyo.

Markovic observaba ahora el mural. Creo, añadió, que no hay mucho más que decir. Salvo que usted quiera hablarme de aquella última foto.

– ¿Qué foto?

– La que le hizo a la mujer muerta, en la carretera de Borovo Naselje.

Faulques lo miró, impasible.

– Acabemos con esto -dijo-. Es hora de que se vaya.

El otro inclinó un poco la cabeza hacia un lado, como para asegurarse de que había oído bien y todo estaba en regla. Que todo estaba cual debía estar. Después asintió despacio, se quitó las gafas para limpiarlas con el faldón de la camisa y volvió a ponérselas.

– Tiene razón. Ya es suficiente.

Sonaba como nostalgia anticipada, pensó el pintor de batallas. Dos hombres acostumbrados uno al otro, a punto de separarse. Para su íntima sorpresa, se sentía extrañamente tranquilo. Las cosas llegaban cuando debían. A su tiempo y a su ritmo. Por un momento se preguntó qué haría Markovic después, sin él. Sin la navaja rota clavada en el cerebro. De cualquier modo, ese ya no iba a ser asunto suyo.

El croata se movió sin prisa hacia la puerta. Lo hizo casi con desgana. Allí se detuvo y alzó las manos para encender otro cigarrillo con el mechero de Faulques. Luego indicó el mural.

– Tómese su tiempo, señor pintor. Quizá todavía pueda… No sé. Hay partes sin terminar -se volvió a mirar el bosquecillo de pinos junto al acantilado-… Yo estaré ahí afuera, esperando. Dispone de toda la noche. ¿Le parece bien?… Hasta el alba.

– Me parece bien.

La luz del atardecer llegaba muy baja desde los pinos, rodeando a Markovic de una atmósfera rojiza que parecía mezclarse con la luz pictórica de las escenas representadas en la pared. Faulques lo vio sonreír melancólico, el cigarrillo en la boca, despidiéndose del mural con una última y larga mirada.

– Lástima que no pueda usted acabarlo. Aunque, si he comprendido bien, quizá se trate de eso.