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El único incidente ocurrió en la explanada donde estuvo la iglesia católica, cuando dos milicianos con el águila serbia en las gorras les pidieron la documentación. No foto, fue el comentario. Verboten . Prohibido. Al principio Faulques se inquietó, pues pronunciaron verbluten ; y aquello significaba morir desangrado -más tarde consideró que no era mucha la diferencia, y que tal vez eso mismo habían querido decir-. Una oportuna sonrisa de Olvido, unos cigarrillos y algo de charla distendieron el ambiente. Los milicianos tampoco sabían nada de croatas. Punto final, concluyó Faulques. Vámonos. Volvieron al automóvil, y estaban a punto de salir del pueblo cuando pasaron ante el polideportivo. No se veía un alma. De pronto él tuvo una sensación extraña y detuvo el coche. Se quedaron sentados, Faulques con las manos en el volante, Olvido con la bolsa de las cámaras en el regazo, mirándose. Luego, sin pronunciar palabra, bajaron del coche y caminaron. No había nadie, excepto un niño que los observaba de lejos, junto a un árbol seco. Flotaba algo siniestro en el ambiente, en la ausencia de sonidos del edificio de cemento gris, tan sombrío y desierto que ni siquiera los pájaros volaban por encima. Y cuando pasaron bajo el arco de entrada y salieron al campo de fútbol desprovisto de césped, con la tierra removida y aquel curioso olor, Olvido se detuvo, estremeciéndose. Están aquí, dijo en voz baja. Todos. Fue entonces cuando se les unió el niño. Los había seguido, y ahora fue a sentarse cerca, en una grada del estadio. Debía de tener ocho o diez años y era flaco, rubio, de ojos muy claros. Un niño serbio. Llevaba una tosca pistola de madera metida en la cintura del pantalón corto. Y entonces, sin que ninguno de los dos hubiese pronunciado una palabra, el niño sonrió. ¿Buscáis croatas?, preguntó en inglés escolar. Después, sin aguardar respuesta, acentuó la sonrisa. En este pueblo no encontraréis ninguno, dijo burlón. Nema nichta . Aquí no hay croatas ni los hubo nunca. Entonces Olvido se estremeció otra vez, como si por aquel lugar corriese un soplo de aire frío. Lo sabe igual que tú y que yo, murmuró. Pero Faulques negó con la cabeza. Lo sabe mejor que nosotros, dijo. Y le gusta. Luego alzó la cámara para enfocar el rostro del niño: los ojos helados como escarcha, y aquella sonrisa despiadada y maligna.