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– Tiene razón.

– ¿Quiere pintar algo más?

– No, gracias. Es suficiente.

Faulques lavó el pincel y lo puso a secar. El croata seguía observando la pared.

– Sus soldados parecen máquinas, ¿no cree?… Con tanto tornillo y tanto metal encima -se volvió hacia el pintor de batallas como si acabaran de hacerle a él una pregunta y buscara la respuesta adecuada-. ¿Máquinas de matar?

– Ya ve que no es tan difícil. Basta con fijarse un poco -Faulques señaló el mural-. Mi estructura es compatible con el sentido común.

Se iluminó el rostro de Markovic.

– Así que era eso.

– Claro.

– Su pintura está llena de adivinanzas, me parece. De enigmas.

– Todas las buenas lo están. De lo contrario sólo son brochazos sobre un lienzo o una pared.

– ¿Usted cree que su pintura es buena?

– No. Es mediocre. Pero intento que se parezca a las que lo son.

El croata cogió su taza de café, bebió un sorbo y observó a Faulques, interesado.

– ¿Me está diciendo que todos los cuadros cuentan historias? ¿Hasta los que llaman abstractos, los cuadros modernos y todos esos?

– Los que a mí me interesan sí las cuentan. Mire.

Fue hasta las pilas de libros que había en la escalera, cogió tres de ellos, los llevó hasta la mesa y pasó las páginas hasta dar con lo que buscaba. Una ilustración representaba un cuadro de Aniello Falcone, un pintor de batallas clásico del XVII: Escena de saqueo después de la batalla .

– ¿Qué ve en este cuadro?

Markovic se acercó, rascándose la sien. Puso la taza de café sobre la mesa y encendió otro cigarrillo. No sé, dijo echando el humo. Ha habido un combate duro, y ahora los soldados victoriosos roban la ropa y las joyas de los muertos. El jinete de la armadura es el jefe, y parece despiadado. También parece reclamar para sí a la mujer a la que van a violar. En ese punto, el croata miró a Faulques. Veo una historia, dijo. Tiene usted razón.

– Mire este otro cuadro -sugirió Faulques.

– ¿Cómo se llama el autor?

– Chagall. Dígame lo que ve.

– Pues veo… Eh… Un cuadro un poco abstracto, ¿no?

– No es abstracto. Hay cosas concretas, figuras humanas, objetos. Pero es igual. Siga.

– Bueno, pues es… No sé. Geométrico como su pintura de la pared, aunque usted no exagere tanto los ángulos ni descomponga la apariencia de las personas y las cosas. Un hombre, un samovar y una pareja diminuta que baila… ¿También eso cuenta una historia?

– También.

– ¿Cómo se llama el cuadro?

– Lo pone debajo, en letra pequeña: El soldado bebedor . Ese soldado es ruso. Viene de la guerra, o va camino de ella, y está tan borracho que ya no distingue el vodka del té. La gorra se le vuela de la cabeza, sorprendido al ver bailar sobre la mesa a una campesina a la que conoce. Y ella baila, quizá, con el mismo hombre que pintó el cuadro.

Markovic volvió a rascarse la sien, confuso.

– Una historia extraña, de cualquier modo.

– Cada cual cuenta a su manera. Además, ya he dicho que el soldado está como una cuba. Mire ahora este otro cuadro… ¿Qué le parece?

Markovic prestó atención. Parecía un tipo bien dispuesto, pensó Faulques. Un alumno interesado y prudente.

– Pues más extraño todavía. Es igual que esas pintadas que hay en las paredes de ciertos barrios. In Italian , dice al pie… ¿De quién es?

– De Jean-Michel Basquiat, un negro hispano-haitiano. Lo pintó en los años ochenta.

– No parece relacionado con la guerra.

– Pues lo está. No con cargas de caballería, ni con soldados ebrios, claro. Habla de otra guerra distinta de aquella en la que pensamos usted y yo al oír la palabra. Aunque no sea tan distinta, en realidad… ¿Ve esas inscripciones y el círculo de la izquierda? Dinero, blood , sangre, In God we Trust . La Libertad como marca registrada. Ese cuadro también habla de guerra, a su manera. Los esclavos revueltos contra Roma. Bárbaros pintando con aerosol en las paredes del Capitolio.

– Eso no lo entiendo muy bien.

– Es igual. No importa.

El recuerdo cruzaba, doloroso y fugaz. El último trabajo de Olvido antes de irse con él a la guerra había sido fotografiar a Basquiat para la revista One+Uno , a pocos meses de que el pintor grafitero reventase del todo, entre sobredosis de heroína y casetes de Charlie Parker. Dejando el libro abierto por la página del cuadro, el pintor de batallas apuró su café. Estaba frío.

– Aunque en realidad -comentó de pronto Markovic- quizá sí comprendo lo que quiere decir.

Se había vuelto y lo miraba, fumando pensativo. Y hay algo, añadió, que me gustaría que usted también comprendiera, señor Faulques. Con sus propios argumentos. Hablo de la historia de mi cuadro particular. En lo que a mí se refiere, usted participó en un proceso que no inició, pero en el que influyó con su foto famosa y premiada. Una foto que me destrozó la vida. Ahora estoy de acuerdo en que no fue un completo azar, pues hay circunstancias que nos llevaron a usted y a mí a ese momento exacto de ese día. Y como consecuencia del proceso iniciado por usted, por mí, por quien sea, yo estoy aquí ahora. Para matarlo, no lo olvide.

Faulques le sostenía la mirada.

– No lo olvido -dijo-. En ningún momento.

El caso, prosiguió en el mismo tono el croata, es que no puede guardarme rencor por ello. ¿Se da cuenta? Como yo tampoco se lo guardo a usted. Al contrario. Le estoy agradecido por ayudarme a entender las cosas. Según su punto de vista, los dos somos azares y determinaciones de esas leyes que intenta reflejar en esta torre tras haber intentado, sin éxito, descifrarlas con sus fotografías. En realidad el odio y el encarnizamiento deberían estar fuera de lugar en el mundo. Son inadecuados. Los hombres se destrozan entre sí porque la ley de su naturaleza, una ley objetiva y serena, así lo demanda. ¿No es cierto?… En su opinión, la gente inteligente debería matarse cuando corresponde, como el verdugo que ejecuta una sentencia que ni le va ni le viene… ¿Es eso?

– Más o menos.

Los ojos de Markovic parecían agua helada.

– Pues me alegro de haberlo comprendido bien y de que estemos de acuerdo, porque es así como lo voy a matar. Sin que haya, realmente, nada personal en ello.

El pintor de batallas reflexionó sobre lo que acababa de escuchar. Lo hizo de modo ecuánime, cual si estuvieran tratando sobre la suerte de una tercera persona. Para su sorpresa, sentía una calma perfecta. El hombre que tenía delante estaba en lo cierto: todo era como debía ser. Ajustado a las normas, o a la única norma. Miró la pared pintada y luego volvió a fijarse en su interlocutor. Markovic estaba muy serio, pero nada en él revelaba amenaza u hostilidad. Sólo parecía aguardar una respuesta o una reacción. Expectante, tranquilo. Cortés.

– ¿Lo entiende como yo, señor Faulques?

– Absolutamente.

Por supuesto, comentó entonces el croata, era más divertido, o emocionante, matar por un buen y sólido odio. Más satisfactorio y común. Con la sangre caliente, aullando de júbilo mientras se desollaba a la víctima.

– Es como el alcohol o el sexo -añadió-. Calman mucho, alivian. Pero a los hombres que, como nosotros, han pasado mucho tiempo mirando el mismo paisaje, ese alivio nos queda lejos. Una navaja rota entre los escombros de una casa, una montaña desnuda tras las alambradas, el fondo de un cuadro al que se viaja durante toda una vida… Lugares, recuerde, de los que ya no se puede volver nunca.

Miró alrededor, como para comprobar si olvidaba algo. Luego giró sobre sus talones y salió afuera. Faulques fue detrás.

– Una de estas visitas puede ser diferente -dijo Markovic.

– Lo supongo.

El croata tiró la colilla al suelo y la aplastó concienzudamente con la puntera de una bota. Luego miró al pintor de batallas cara a cara, sin pestañear, y por primera vez le tendió la mano derecha. Este dudó un momento y al fin la estrechó con la suya. Un contacto áspero, fuerte. Manos de campesino, confirmó. Duras y peligrosas. Markovic hizo ademán de dar media vuelta e irse, pero se demoró un momento. Debería usted bajar al pueblo, dijo de pronto, el aire pensativo. Y conocer a esa mujer del barco. No queda mucho tiempo.

Faulques sonrió levemente. Una sonrisa suave y triste.

– ¿Y qué pasa con el cuadro?… ¿Quién lo terminará?

El otro dejó entrever el hueco del diente. Su sonrisa, casi tímida, parecía una disculpa.

– Quedará inacabado, me temo. Pero lo importante lo ha pintado ya. El resto lo acabaremos juntos, usted y yo. De otra manera.