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– De qué, si no.

– También de navajas rotas y de fotos que matan.

De eso también, respondió el pintor de batallas, y se quedó mirándolo. Con aquella luz veía en el rostro del croata cosas en las que no había reparado.

– Nada es inocente, entonces, señor Faulques. Ni nadie.

Sin responder, el pintor de batallas dio media vuelta y se encaminó a la torre, y el otro lo siguió con toda naturalidad. Sus sombras, que caminaban juntas, parecían las de dos amigos bajo el sol del mediodía.

– Puede que lo del azar sea equívoco, en efecto -comentó Markovic con tono desenvuelto-. ¿Es el azar el que deja las huellas de los animales en la nieve?… ¿Fue eso lo que me puso delante de su cámara, o yo mismo anduve hasta ella, por causas inconscientes que no alcanzo a explicarme?… Lo mismo podría decirse de usted. ¿Qué lo hizo elegirme a mí, y no a otro?… En cualquier caso, una vez iniciado el proceso, la conjunción de azares y de circunstancias inevitables se hace demasiado compleja. ¿No cree?… Todo esto me parece nuevo, y extraño.

– Elegir, ha dicho.

– Sí.

– Le contaré lo que es elegir.

Entonces Faulques habló durante un rato -a su manera, entre prolongadas pausas y silencios- de elecciones y de azares. Lo hizo refiriéndose al franco tirador junto al que había pasado cuatro horas tumbado en el piso de la terraza de un edificio de seis plantas desde el que se dominaba una amplia vista de Sarajevo. El francotirador era un serbio bosnio de unos cuarenta años, flaco y de ojos tranquilos, que había cobrado a Faulques doscientos marcos por permitirle estar a su lado cuando le disparaba a la gente que corría a pie o pasaba a toda velocidad en automóvil por la avenida Radomira Putnika, con la condición de que lo fotografiase a él y no la calle, para evitar que localizaran su posición por el encuadre. Habían conversado en alemán durante el acecho, mientras Faulques jugueteaba con las cámaras para acostumbrar al otro a ellas, y su interlocutor fumaba un cigarrillo tras otro, inclinándose de vez en cuando a echar un vistazo atento a lo largo del cañón de un rifle SVD Dragunov, que tenía adosada una potente mira telescópica y apuntaba a la calle, encajado entre dos sacos terreros, por una estrecha tronera abierta en el muro. Sin complejos, el serbio había admitido que disparaba igual contra hombres que contra mujeres y niños, y Faulques no le hizo preguntas de índole moral, entre otras cosas porque no estaba allí para eso, y también porque conocía de sobra -no era su primer francotirador- los motivos simples por los que un hombre con las dosis adecuadas de fanatismo, rencor o ánimo de lucro mercenario podía matar indiscriminadamente. Hizo preguntas técnicas, de profesional a profesional, sobre distancia, campo de visión, influencia del viento y de la temperatura en la trayectoria de las balas. Explosivas, había precisado el otro en tono objetivo. Capaces de hacer estallar una cabeza como un melón bajo un martillo, o de reventar las entrañas con absoluta eficacia. Y cómo eliges, preguntó Faulques. Me refiero a si disparas al azar o seleccionas los blancos. Entonces el serbio expuso algo interesante. No hay azar en esto, explicó. O había muy poco: el justo para que alguien decidiera cruzar por allí en el momento adecuado. El resto era cosa suya. A unos los mataba y a otros no. Así de fácil. Dependía de la forma de caminar, de correr, de pararse. Del color de pelo, de los gestos, de la actitud. De las cosas con las que los asociaba al mirarlos. El día anterior había estado apuntando a una jovencita a lo largo de quince o veinte metros, y de pronto un gesto casual de esta lo hizo pensar en su sobrina pequeña -en ese punto, el francotirador abrió la cartera y le enseñó a Faulques una foto familiar-. Así que a esa no le disparó, y eligió en cambio a una mujer que estaba cerca, asomada a una ventana y, quién sabe, quizá esperando ver cómo mataban a la chica que caminaba distraída y al descubierto. Por eso decía que lo del azar era relativo. Siempre había algo que lo decidía por este o por aquel, dificultades operativas aparte, claro. A los niños, por ejemplo, era más difícil acertarles, porque nunca se estaban quietos. Pasaba como con los conductores de automóviles en marcha: a veces se movían demasiado rápidos. De pronto, a media explicación, el francotirador se había puesto tenso, sus facciones parecieron enflaquecer y las pupilas se contrajeron mientras se inclinaba sobre el rifle, ajustaba la culata en el hombro, pegaba el ojo derecho al visor y situaba con suavidad el dedo en el gatillo. Jagerei , había susurrado en su mal alemán, entre dientes, como si desde abajo pudieran oírlo. Caza a la vista. Transcurrieron unos segundos mientras el rifle describía un lento movimiento circular hacia la izquierda. Después, con un solo estampido, la culata golpeó su hombro, y Faulques pudo fotografiar el primer plano de aquella cara flaca y tensa, un ojo entornado y el otro abierto, la piel sin afeitar, los labios prietos como una línea implacable: un hombre cualquiera, con sus criterios selectivos, sus recuerdos, antipatías y aficiones, fotografiado en el momento exacto de matar. Aún tomó una segunda exposición cuando el francotirador apartó la mejilla de la culata del rifle, miró al objetivo de la Leica con ojos helados, y tras besarse juntos tres dedos de la mano con la que había disparado, pulgar, índice y medio, hizo con ellos el saludo serbio de la victoria. ¿Quieres que te diga a quién le acerté?, preguntó. ¿Por qué elegí ese blanco y no otro? Faulques, que comprobaba la luz con el fotómetro, no quiso saberlo. Mi cámara no fotografió eso, dijo, luego no existe. Entonces el otro lo miró un rato en silencio, sonrió apenas, después se puso serio y le preguntó si dos días atrás había pasado junto al puente Masarikov al volante de un Volkswagen blanco con un cristal roto y las palabras Press-Novinar compuestas con cinta adhesiva roja sobre el capó. Faulques se quedó inmóvil un instante, terminó de guardar el fotómetro en su bolsa de lona y contestó con otra pregunta cuya respuesta intuía. Entonces el serbio palmeó con suavidad la Zeiss telescópica de su rifle. Porque te tuve, respondió, en esta mira durante quince segundos. Me quedaban sólo dos balas, y tras pensarlo me dije: hoy no voy a matar a este glupan . A este gilipollas.