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Ivo Markovic volvió al día siguiente, a media mañana. Cuando Faulques salió a buscar agua del depósito, lo encontró sentado bajo los pinos del acantilado, mirando el mar. Sin dirigirle la palabra, el pintor volvió a la torre y siguió trabajando, algo más de una hora, en los últimos retoques a los guerreros montados a caballo hasta que consideró acabada aquella parte del mural. Después salió de nuevo afuera, entornando los ojos bajo la fuerte luz cenital que lo inundaba todo, se lavó las manos y los brazos, y tras pensarlo un momento caminó hasta donde el croata seguía sentado e inmóvil, a la sombra. Entre sus botas había colillas apagadas y una bolsa de plástico con hielo y cuatro latas de cerveza.

– Bonita vista -dijo Markovic.

Se quedaron los dos observando la extensión azul que, desde el pie del acantilado, se abría en abanico hacia el horizonte: las bocas de Poniente al norte, con la isla de los Ahorcados y la línea oscura, difuminada en gris, del Cabo Malo adentrándose en el mar hacia el sudoeste. Parecía, pensó Faulques y no por primera vez, una acuarela veneciana. El efecto de luces y bruma se hacía más evidente a partir de media tarde, cuando el sol empezaba a descender y dejaba en contraluz, escalonadas en diferentes planos y tonos que iban del gris negruzco al gris claro, las sucesivas irregularidades de la costa a medida que estas retrocedían planos en el espacio.

– ¿Cuánto puede pesar la luz? -preguntó de pronto el croata.

Faulques lo meditó un poco. Luego encogió los hombros.

– Lo que la oscuridad, más o menos. Casi tres kilos por centímetro cuadrado.

Markovic frunció el ceño un instante.

– Habla del aire.

– Claro.

El croata parecía reflexionar sobre eso. Al fin hizo un ademán abarcando el paisaje, cual si hubiera relación entre una cosa y otra.

– He estado pensando en lo que hablamos estos días -dijo-. En mi foto, su cuadro enorme y todo lo demás. Y puede que tenga sentido. Que usted no vaya descaminado al hablar de reglas y simetrías.

Tras decir aquello se quedó callado y luego se golpeó suavemente la sien con un dedo. No soy muy… rápido de esto, añadió. Necesito mi tiempo para darle vueltas a las cosas. ¿Comprende?

– Provengo de una familia de campesinos. Gente que nunca tomaba decisiones a la ligera. Estudiaban el cielo, las nubes, el color de la tierra… De eso dependían luego la abundancia de una cosecha, los estragos del mal tiempo, del granizo o las heladas.

Enmudeció de nuevo, aún mirando el mar y la quebrada línea costera. Al cabo se quitó las gafas y se puso a limpiarlas con el faldón de la camisa, pensativo.

– El azar como nombre que ponemos a nuestra ignorancia… ¿Es eso?

No se trataba de una pregunta. El pintor de batallas se sentó a su lado, observando las manos del croata: anchas, cortas, de uñas romas. La cicatriz de la mano derecha. Tras observar los cristales al trasluz, Markovic se había puesto las gafas y miraba de nuevo el paisaje.

– Una vista bonita de verdad -insistió-. Me recuerda la costa de mi país… La conoce, claro.

Asintió Faulques. Conocía bien los quinientos cincuenta y siete kilómetros de sinuosa carretera entre Rijeka y Dubrovnik, el litoral de caletas escarpadas e innumerables islas, verdes de cipreses y blancas de piedra dálmata, salpicando un Adriático de aguas cerradas, quietas y azules, cada una con su pueblecito, su muralla veneciana o turca, su aguzado campanario de iglesia. También había visto demoler una parte de ese paisaje a cañonazos durante la semana que Olvido Ferrara y él pasaron en un hotel de Cavtat, presenciando el espectáculo de Dubrovnik bajo las bombas serbias. Algunos afirmaban que la fotografía de guerra era la única que no removía nostalgias, pero Faulques no estaba seguro de eso. Durante aquellos días, cada noche después de la cena se quedaban en la terraza de su habitación, una copa en la mano, viendo arder la ciudad a lo lejos, las llamas de los incendios reflejadas en las aguas negras de la bahía mientras fogonazos y explosiones daban a la escena una apariencia muda, irreal y distante; como el último término, rojo entre siluetas y sombras, de una pesadilla silenciosa de Brueghel o El Bosco -conozco restaurantes en París o Nueva York, comentó Olvido, donde la gente pagaría un dineral por cenar frente a un panorama como este-. Se quedaban allí los dos, quietos, fascinados por el espectáculo, y a veces el único sonido era el del hielo al tintinear en los vasos cuando bebían un sorbo, distraídos, con gestos que la situación, la extraña luz rojiza, hacían desmesuradamente lentos, casi artificiales. A ratos soplaba brisa del noroeste, un terral suave que traía olor intenso de materia quemada y también un sordo retumbar sincopado semejante a batir de timbales o trueno que se prolongase, monótono. Y al amanecer, después de haber hecho el amor en silencio y dormirse acompañados del rumor del bombardeo en la distancia, Faulques y Olvido desayunaban café y tostadas observando las columnas de humo negro que ascendían verticales desde la antigua Ragusa. Él despertó una noche sin encontrarla a su lado, y al levantarse la vio de pie en la terraza, desnuda, el espléndido cuerpo iluminado en escorzo, teñido de rojo por los incendios lejanos como si por su piel se deslizasen los pinceles del doctor Atl o la guerra distante la envolviera con extrema delicadeza. Me doy un baño de fuego, dijo cuando él la abrazó por detrás preguntándole qué hacía allí a las tres de la madrugada, e inclinó a un lado la cabeza para apoyarla en su hombro sin dejar de mirar Dubrovnik ardiendo en la distancia. Hay quien toma baños de sol o baños de luna, como en aquella canción italiana de la chica en el tejado. Yo tomo un baño de noche y de llamas de incendios. Y cuando él acarició su piel erizada, teñida de aquella claridad rojiza que no calentaba porque era lejana y fría como la de un volcán en la pared de un museo y como el paisaje torturado de Portmán, Olvido se agitó débilmente en sus brazos, y él estuvo un rato cavilando sobre las diferencias entre las palabras estremecimiento y presentimiento.

Ivo Markovic seguía mirando el mar. Creo que tiene usted razón, señor Faulques, dijo. La tiene en eso de las reglas y las rayas del tigre y las simetrías ocultas que de pronto se manifiestan, y uno descubre que tal vez siempre hayan estado ahí, dispuestas a sorprendernos. Y es verdad que cualquier detalle puede cambiar la vida: un camino que no se toma, por ejemplo, o que se tarda en tomar a causa de una conversación, de un cigarrillo, de un recuerdo.

– En la guerra, claro, todo eso importa. Una mina que no se pisa por centímetros… O que se pisa.

Alzó el rostro, y Faulques lo imitó. Muy alto, casi invisible a seis o siete mil metros de altura, se divisaba el minúsculo reflejo metálico de un avión dejando una estela de condensación larga y recta, de este a oeste. Lo estuvieron siguiendo con la mirada hasta que el trazo, blanco sobre azul, quedó oculto por las ramas de los pinos. Hay quien lo llama azar, prosiguió entonces Markovic. Pero usted no cree realmente que lo sea. Después de oírle hablar, basta recordar sus fotos. Observar esta pintura. Ya dije que llevo tiempo resoplando tras su pista, como un perro de caza.

– Y creo -concluyó- que estoy de acuerdo. Si dejamos aparte los desastres naturales donde no interviene el hombre… O al menos no intervenía; porque ahora, con la capa de ozono y todo eso… Si los dejamos aparte, quiero decir, resulta que la guerra es la mejor expresión del asunto… ¿Lo he comprendido bien?

Se lo quedó mirando con fijeza, muy atento, como si acabara de formular una pregunta decisiva. Faulques encogió los hombros. Todavía no había abierto la boca. El otro aguardó un momento, y al no obtener respuesta encogió los hombros también, imitando el gesto. Supongo que sí, dijo. La guerra como sublimación del caos. Un orden con sus leyes disfrazadas de casualidad.

– ¿Y de verdad cree eso? -insistió.

El pintor de batallas habló al fin. Sonreía esquinado, con nula simpatía.

– Claro… Es casi una ciencia exacta. Como la meteorología.

El croata enarcó las cejas.

– ¿La meteorología?

Podía preverse un huracán, explicó Faulques, pero no el punto exacto. Una décima de segundo, una gota más de humedad aquí o allá, y todo ocurría a mil kilómetros de distancia. Causas mínimas, inapreciables a simple vista, daban paso a espantosos desastres. Hasta se afirmaba que el invento de un insecticida había modificado la mortalidad en África, varió su demografía, presionó sobre los imperios coloniales y cambió la situación de Europa y del mundo. O el virus del sida. O un chip cuya invención podía alterar las formas tradicionales de trabajo, causar revueltas sociales, revoluciones y cambios en la hegemonía mundial. Hasta el chofer del principal accionista de una empresa, saltándose un semáforo en rojo y matando a su jefe en el accidente, podía desencadenar una crisis que hiciera desplomarse las bolsas de todo el mundo.

– En las guerras resulta más evidente. Después de todo, no son sino la vida llevada a extremos dramáticos… Nada que la paz no contenga ya en menores dosis.

Markovic lo observaba ahora con renovado respeto. Al cabo asintió despacio con la cabeza, el aire convencido. Comprendo, dijo. Lo comprendo muy bien. Y fíjese qué coincidencia. Cuando era pequeño, mi madre me cantaba una canción. Algo relacionado con esas leyes o cadenas ligadas al azar. Por culpa de un descuido se perdió un clavo, por culpa del clavo una herradura, por esta un caballo, por él un caballero. Y al final, por culpa de todo eso, cayó un reino.

Faulques se levantó, sacudiéndose los pantalones.

– Siempre fue así, pero se olvida. El mundo nunca supo tanto de sí mismo y de su naturaleza como ahora, pero no le sirve de nada. Siempre hubo maremotos, fíjese. Lo que pasa es que antes no pretendíamos tener hoteles de lujo en primera línea de playa… El hombre crea eufemismos y cortinas de humo para negar las leyes naturales. También para negar la infame condición que le es propia. Y cada despertar le cuesta los doscientos muertos de un avión que se cae, los doscientos mil de un tsunami o el millón de una guerra civil.

Markovic estuvo un rato callado.

– Infame condición, dice -murmuró al fin.

– Exacto.

– Usa bien las palabras.

– Tampoco usted se maneja mal.

Markovic cogió la bolsa con las cervezas, se puso en pie y asintió de nuevo. Miraba el mar, reflexivo.

– Infamia, clavos perdidos, descuidos, simetrías y azares… Estamos todo el tiempo hablando de lo mismo, ¿verdad?