Por un instante, me sumí en el recuerdo de la guerra. Estaba allí, sentado en la penumbra del viejo café Cosmopolita, que ahora se me antojaba extraño, mirando distraído a la gente que, de tarde en tarde, pasaba ante la ventana; pero mi alma se bañaba en la atmósfera de aquel Santander remoto, luminosa, radiante, agitada, llena de gritos, de excitación, de discusiones, de esperanza, de entusiasmo, de milicianos, de noticias. Lo que entonces me parecía tan natural: que quisiera exterminarse al adversario, que eso fuera considerado como un acto de legítima defensa, más aún, como un deber sagrado, y sospechoso o tibio a quien por amistad privada ocultaba al enemigo público, ahora me producía, no ya repugnancia, sino verdadero asombro. Y, sin embargo, así había sido: ni la comunidad de la sangre era excusa frente a aquella otra comunión insensata. "¡qué suerte grande -reflexioné, y mis palabras casi sonaron en un susurro-, qué inmensa suerte nos reservaba a nosotros, escondida, nuestra desgracia de perder la partida, de quedar vencidos, desamparados, desligados, absueltos, penitentes!" Pensaba: "Si, como ellos, hubiéramos tenido que endosar tanto horror, una vez decaída la exaltación beligerante…" Y en seguida me pregunté con alarma: "Pero yo… ¿Acaso yo, de haber estado él en Santander, siendo por lo tanto la situación inversa, acaso yo no?…" Con alarma, con ansiedad me interrogaba a mí mismo: "¿Qué hubiera hecho yo? ¿qué? Si, por ejemplo, teniendo la convicción plena de que Abeledo, mí amigo íntimo… ¡No! -fue mi respuesta, después de auscultarme a fondo-, ¡no! -brotó vibrante-, ¡no, no lo hubiera denunciado!" Y me sentía muy ufano, más que dichoso, al comprobar que no, que, desde luego, eso, yo no lo hubiera hecho… Tranquilizado ya, insistí, casuista, ante el tribunal de mi propia conciencia: Pero… veamos!…, pero… ¿y si, por ejemplo, hubiera yo sabido a ciencia cierta que figuraba en una organización de la "quinta columna" para sabotear la guerra?, ¿o si, constándome como me constaba cuáles eran sus ideas, me lo veo de pronto -supongamos- en un puesto de confianza desde donde pudiera ejercer y dirigir el espionaje, actuar de una manera peligrosa? ¡Qué perplejidad!… Como quiera que fuese, él no podía en manera alguna presumir que yo, desde el fondo de la cerería, iba a poner en peligro a la llamada revolución nacional -harto hubiera hecho, pobre de mí, con agazaparme y esconderme-; y, por otra arte, le cabía siempre el recurso, si tanto era su celo, de buscarme, hablarme a solas, amonestarme, amenazarme inclusive…, ¿qué sé yo? En último caso, eso es, creo, lo que yo hubiera hecho. Pero él… Suerte tuve con estar fuera; y él, él también tuvo una suerte bárbara al no encontrarme; pues si me encuentra, ¡vaya!…, por más que se dijera a sí mismo: "Es un rojo, y los momentos no son para andar con bromas; están en juego los destinos de la patria, la causa de Dios", etcétera; tampoco dejaba de saber demasiado bien quién era este rojo: su amigo de siempre, que le había inferido el imperdonable agravio de desairar sus expectativas al abstenerse de pedir la blanca mano de su señorita hermana, dejándola para vestir santos; y si tenía esa espina enconada, más se le hubiera enconado, se le hubiera infectado hasta reventar de pus, el modo de sacársela; la conciencia le estaría apretando como unos zapatos nuevos, aunque también la conciencia se doma con el uso, y hasta se agujerea… Buen servicio le hice, de todos modos, con no estar a su alcance, por mucho que la intentona lo haya dejado ante mí al descubierto, en una postura tan poco airosa. Ahora, cuando nos diéramos de manos a boca, si quería vejarme, o si prefería hacerse el magnánimo conmigo, ¡que lo hiciera! ¡Que hiciera lo que le diese la gana!… Me lo estaba imaginando: "¡Caramba, hombre! ¡Tú!", ironizaría. "¿De dónde sales, al cabo de los años?" Y si yo, acaso, le replicaba con retintín: "Te parecerá que salgo de la tumba, ¿no?", podría retrucarme en tono amenazador: "¡Más te valiera, desgraciado, estar en ella!", añadiendo, como para su capote: "Vuelven a asomar las ratas. Pues ¡que no pierdan tan pronto el miedo!"… o algo por el estilo.

La idea de nuestro eventual, pero muy probable encuentro, volvió a restituirme a la situación presente, a este café Cosmopolita donde tantas y tantas veces nos habíamos sentado juntos, aquí, precisamente, en este mismo ángulo, ante este mármol, en otro tiempo, y donde podría aparecer de nuevo en cualquier momento. Sí, en cualquier momento; ahora mismo, ¿por qué no? ¿Por qué la mano que empuja ahora mismo la puerta para abrirse paso no podría ser la suya, apareciendo inmediatamente en el marco de la puerta su cabeza negra, sus ojos recelosos, sus hombros caídos?… El pensar en tal posibilidad aceleró mi pulso; me crispé, apretados los dedos al borde de la mesa, fija la vista en la puerta que cedía, como para incorporarme. Pero no; no era él; era un palurdo, un aldeano que vacilaba, y que pronto eligió asiento tras de una columna… "Lo mismo da -pensé distendido. La posibilidad es lo que importa. No ha sido esta vez, pero será la próxima, o la siguiente; y si no es aquí, hoy, será mañana, en cualquier otro sitio". Ya me lo encontraría en alguna parte, y pronto, aun sin necesidad de buscarlo… Luego traté de imaginarme cómo estaría él, con sus treinta y tantos años; si habría engordado, como yo; en qué se ocuparía. Lo veía hecho un personaje, engreído, moviéndose tal vez en un plano que hiciera poco fácil nuestro casual encuentro.

VIII

El encuentro no se producía. Aquel día pasó, y el siguiente, y otro, y otro; pasó una semana, dos semanas pasaron entre tanto, y ni yo había tropezado con él ni hubo siquiera quién me diese noticias suyas: ¡como si se lo hubiera tragado la tierra! Cierto que mis diligencias se cumplían con suma cautela, y nadie hubiera podido decir que yo andaba buscándolo. En puridad, no lo andaba buscando; pero -esto era seguro- tampoco iba a tener sosiego para ocuparme en cosa alguna mientras ese enojoso encuentro estuviera pendiente; y puesto que el azar, al que yo había desafiado con creciente audacia mostrándome por todas partes, en los más frecuentados sitios públicos, parecía tan remiso, me aventuré por fin a provocarlo, a meterme en la boca del lobo, no sin poner en juego, con todo, discretas y meticulosas precauciones.

Desde el café, para poder cortar la comunicación en el momento mismo que a mí me conviniera, telefoneé, pues, un día, a La Hora Compostelana preguntando por el señor Abeledo: que no lo conocían fue la respuesta. Tranquilizado por extraño modo, me encaminé desde allí a la redacción, e insistí en la portería: "Abeledo, sí, señor; don Manuel Abeledo González". El conserje -un viejo estúpido- no acertaba a darme razón. "¿Reportero, dice usted? Aguarde: hace ya como un siglo que no comparece por aquí. Sí, sí; ya sé quién es: Abeledo, un rapaz muy simpático, reportero, ¿no?, uno rubito, gordo…" "¡Qué rubito gordo! No, hombre de Dios: si es un tipo moreno, pelo negro, cejas…" "Pues entonces ha de ser otro… sí, sí, claro, tiene usted razón; me confundía; el que yo digo es otro, es Abelardo Martínez, uno rubito y gordo" "¡Válgame Dios!" "A ese… ¿cómo decía que se llama?, a ese tal González yo no lo he oído mentar nunca", concluyó encogiéndose de hombros. Pedí entonces ver a don Antonio Cueto -Cueto era el redactor-jefe, tan benévolo un tiempo para las faltas del joven periodista sujeto al servicio militar, y a quien yo había entregado de su parte alguna información un par de veces. ¿Qué importaba que ahora no se acordase de mí? "¿Don Antonio Cueto? Pero ¿usted no sabe que don Antonio Cueto está de gobernador civil? Pues sí, en Alicante, creo, o no sé si en Almería".

¿Gobernador civil Cueto? ¡Caramba!… En seguida se me ocurrió que tal vez se hubiera llevado consigo, como secretario, a algún redactor de La Hora, incluso al propio Abeledo, que tan simpático parecía serle. Y, puesto a imaginar, ¿por qué Abeledo mismo no había de tener, también él, un alto cargo?; uno que, sin ser demasiado notorio, le diera, en premio de sus celosos servicios al régimen, influencia y gajes, y hasta -¿quién sabe?- poder directo…

Me estremecí. Conforme iba alejándome calle abajo, un verdadero desasosiego me invadía; ahora estaba dispuesto a revolver el cielo con la tierra, sin más vacilaciones, hasta localizarlo; así no se podía hacer nada, no se podía tener sosiego, no se podía vivir… Hasta ese instante cada pequeño fracaso -cuando, por ejemplo, en el cine, me puse a recorrer la sala en todas direcciones, durante el descanso, sin tropezar con un solo conocido; o cuando me entré en el Ateneo Gallego y no dejé rincón por inspeccionar-, cada vez que concurría yo a un lugar donde hubiera podido hallarse, sin verlo (y de tales intentonas no realizaba apenas sino una por día, tras de lo cual me daba por satisfecho hasta el siguiente), cada una de esas infructuosas pruebas había sido para mí hasta el instante como un respiro, engañosa tregua que ni siquiera me traía el alivio tonto de aplazar un choque inevitable, pues si por un lado estaba -¿para qué negarlo?- temeroso, por el otro deseaba, y quizá con mayor vehemencia, enfrentarme ya de una vez con el bicho.

Que en la redacción no lo conocieran, me había trastornado por completo, causando en mí enorme excitación.

Era aquello, o me lo pareció, el primer signo a favor de una eventualidad que, antes, apenas si me atrevía a acariciar; ésta: ¿por qué la guerra, cuyos trasiegos habían convertido a mi Santiago en una ciudad extraña, repleta de extraños, donde a nadie conocía, por qué no podía haberlo alejado a él, llevándolo hacia cualquier otra parte, al otro extremo de España, a Alicante, a Almería? Si ello tomaba cuerpo y consistencia, si por fortuna era ese el caso, nada impedía entonces que yo permaneciera ahí, en un Santiago desconocido e indiferente, tan tranquilo como lo estaba en Buenos Aires, sin importárseme nada de nadie, ni a nadie tenerle que rendir cuentas de nada; en fin, como si jamás hubiera existido el tal Abeledo González.

Y así, ese día, agitado por el bullir de hasta entonces mal sofocadas esperanzas, en lugar de contentarme con la llamada telefónica a la redacción, la reforcé primero acercándome a la portería, y, luego, lleno de impacientes promesas, impaciente, impaciente ya, del todo impaciente, presto a jugarme el todo por el todo, me encaminé hacia su casa. Varias veces antes, en ocasión de ir acá o acullá, había hecho un desvío para pasar ante ella con aire naturalísimo, pero espiando el cerrado portón y las ventanas, sin jamás divisar persona. Ahora, no me limitaría a rondar la casa; tiraría de la campanilla, y aguardaría. A ver qué pasaba. Pues ¿qué podía pasar? ¿Que la María Jesús abriera ante mí la puerta, y más aún los ojos? Y aunque fuera él, el mismísimo Abeledo: aprovecharía yo el momento de su sorpresa, y le plantearía la cuestión de la manera más favorable para mí; quizá, con un golpe de audacia, disparándole a boca de jarro: "Me he enterado de que fuiste a buscarme en mi casa con unos amigos, y aquí vengo solo, a ver qué querías". (Una sonrisa me acudió a los labios: ¡devolverle la visita al cabo de diez años!) Con estos pensamientos llegué a la esquina de su calle y, moderando el paso para darle al azar más dilatada oportunidad, por dos veces consecutivas recorrí la acera de enfrente. Mas, en vano; vano parecía mi asedio a la fachada: una quietud impasible me desahuciaba; el zapatero instalado en el mismo portal donde otrora estaba un estanco, ya me había mirado cruzar para arriba y cruzar para abajo; mi firmeza empezaba a quebrantarse; me sentía de pronto cansado hasta el agotamiento, e indiferente, y triste, cuando -¿qué veo?- una mujer dobla la esquina y, al llegar ante la puerta, se para, mete una lave en la cerradura y se dispone a abrirla.