V

Sí, iría a la peluquería de Benito Castro. Por algún agujero tenía que asomar la cabeza al mundo, y aquél no era malo: una peluquería es un mentidero público. Lo único que me preocupaba era no recordar a punto fijo si me tuteaba con Castro o nos tratábamos de usted, aun cuando estaba casi seguro de que nunca existió entre nosotros confianza bastante para el tuteo, bien que, en España y entre gente joven, poco motivo hace falta… De todas maneras, yo no tenía con él más trato que el de la barbería… Claro que, muchas veces, a fuerza de frecuentar un establecimiento… Aunque ¡frecuentar! ¡Bueno, problema tonto!, ¿qué importaba?; ¿qué importaba eso? Ya veríamos… Y dándole vueltas en el magín, llegué sin sentir hasta la esquina donde pendía la muestra, aquella misma bacía deslucida, mohosa, que siempre estuvo colgada al lado de la puerta para recordarle a uno el yelmo de Mambrino. Pasé de largo, pero nada había conseguido distinguir a través del sucio vidrio cruzado por una tira de papel dócil a la sinuosidad de una trizadura. Volví, pues, sobre mis pasos -¿a dónde iba, caramba?-, empujé la puerta y ¡dentro! "Buenos días". "Buenos". Silencio. Benito estaba allí, solo; por el espejo me seguía con la vista mientras yo, despacio, me dirigía hacia la percha para dejar mi boina; y, al volverme, ya señalaba con el dedo el sillón próximo a la puerta y me preguntaba si cortar el cabello. "Sí", le respondí, a la vez que me acomodaba en el sillón; y, viéndole manipular de espaldas en el cajoncito adosado entre ambos espejos, consideré con inquietud la eventualidad de que todo nuestro diálogo se redujera a un trivial cambio de frases sobre mi arreglo capilar o sobre la temperatura ambiente. Para impedirlo, exclamé, apresurado: "¡Cuánto hace, ¿eh?, que no nos veíamos!" "Hace, sí -corroboró-: así es: el tiempo pasa; la gente se va; y luego, vuelve; es así…" ¿Qué se proponía sugerir con eso? Mejor, no cavilar en ello.

– Y por acá ¿qué novedades hay? -me adelanté a preguntar entonces.

– Ninguna. ¿Novedades? ¡Ninguna!

– Pues el caso es que -insistí- yo, apenas he llegado, digo: voy a acercarme hasta la peluquería, a ver qué cuenta el amigo Castro.

– Llegó ayer, ¿no? -fue su incongruente réplica-. Y, a raíz de ella, manifestó deseos de información acerca de si yo prefería muy corto el pelo, para absorberse sin demora en su trabajo profesional.

– Y ¿qué gente viene por aquí? -reincidí en preguntarle tras de una pausa-. ¿Sigue viniendo siempre la misma gente?

– La misma, poco más o menos. Ya se sabe; unos se van, otros vienen… Poco más o menos, la misma gente.

– Pues hombre -me aventuré de nuevo-, yo he pasado varios años fuera y, ahora, al regresar… El amigo Castro se habrá preguntado quizá alguna vez entre tanto por dónde andaría yo.

– ¿No estaba en Buenos Aires?

– Sí, en Buenos Aires.

¡Conque lo sabía! O ¿es que se lo habría figurado acaso, que lo habría deducido de algún detalle, quién sabe, de mi manera de hablar, algún dejo, alguna frase que se me escapara…? La cosa, ciertamente, no era para tanto sobresalto. Y, de cualquier modo, había que proseguir la exploración. Por lo pronto, ya que él no mostraba curiosidad mayor, en un alarde de espontaneidad comencé por informarlo de que en Buenos Aires me había ido bastante bien; le dije -¡bah!- que tenía un buen negocio en marcha, si no lo que se dice mío, casi como si lo fuese, y que me sentía en aquel país como en mi propia casa; canté loas de la tierra argentina, tan próspera, a la que tendría que volver, aun cuando por ahora no hubiera que pensar en ello, dados los motivos de índole familiar que me habían forzado a reintegrarme a España; y que de momento lo que más deseaba era volver a estrechar la mano de mis antiguos conocidos, de mis amigos… Me lancé resueltamente a citar nombres, a pedir noticias de unos y otros, en la esperanza de que, enredado quizá en ellos, saliera a relucir también el de Abeledo, sin necesidad de que yo, en forma especial -fulano, por ejemplo, estaba en Madrid con un buen empleo; mengano, había desaparecido; aquél heredó la zapatería de su padre; de aquel otro, más valía no hablar-, me pareció que daba en la tecla cuando -me vino a las mientes de pronto el pintoresco sujeto- le pregunté por Bernardino el Pajarero.

– ¿Bernardino el Pajarero? Ayer, precisamente, estuvo por acá. Siempre tan… ¿Que qué hace? Pues igual, igual que siempre: criar canarios.

– Bastante chiflado es el pobre; pero buena persona. Y ¿continúa de camarero en el café Cosmopolita?

– Allí sigue; el café es el que no se llama Cosmopolita; ahora se llama Nacional. Pero sus viejos divanes de peluche, ahí están, y ahí, sus cafeteras abolladas, y todo.

– ¿También la tertulia, mi tertulia? -pregunté; y el corazón se me puso a repicar más aprisa. Veía el rincón, arito a la ventana, donde nos reuníamos -Abeledo era de los que no faltaban nunca- alrededor de la mesa de mármol, alargada como lápida mortuoria, amigos, conocidos, conocidos de amigos, advenedizos, ocho, diez, quince a veces, discutiendo, diciendo chistes, armando broncas. Y me veía a mí mismo llegar, el día en que aparecí con mis galones de sargento, unos galones anchos, dorados, del codo al puño, recién cosidos sobre la manga en el lugar de los rojos galones de cabo que sólo había llevado un par de semanas, y recibir, entre avergonzado y orondo, la ovación humorística con que la peña me acogía. Recordé, incluso, la broma que me gastó Abeledo: "ahora -me dijo- tendré que cuadrarme todos los días delante de ti antes de tomar el café. ¡A la orden, mi sargento!", y se cuadró, payasesco, la mano en la sien, según el reglamento ordena -lo que me pareció un poco tonto y embarazoso, pues estábamos en lugar público, y yo, en realidad, era al final de cuentas un sargento, y él un soldado raso de uniforme. También él estaba cumpliendo el servicio militar; lo hacíamos ambos en el mismo regimiento, aunque pertenecíamos a compañías diferentes; pero a él no le convino ascender a sargento, pues, mal que bien, seguía atendiendo a sus tareas como reportero de La Hoja Compostelana, y el sueldecillo corría; el redactor-jefe, hombre bondadoso, cubría la falta si acaso no llegaba la información de la Casa de Socorro o de la Comisaría, y, por otra parte, en el cuartel su condición de periodista no dejaba de proporcionarle algunas consideraciones especiales y ciertas ventajas, a cambio de envidiejas y zancadillas menudas. Yo sí, me había presentado a examen de sargentos, y ahí estaba, dispuesto para recibir a pecho descubierto el fuego graneado que la tertulia, con su gran zalagarda, me disparaba.

– ¿La tertulia? Supongo que… En fin, usted sabe, unos se van y otros vienen… -fue la contestación de Castro, el peluquero.

En esto, irrumpió en el "salón", o saleta, alzando la cortina que daba al interior, un chico, un canijo de acaso nueve años, cargado de libros, y se encaminó a la puerta de la calle con un "Hasta luego". "Date prisa -le recomendó Benito Castro, apuntando al techo con las tijeras-, y no te olvides de recoger a la vuelta lo que te tengo encargado. ¿Me oyes?" ¡Qué había de oír! Ya había escapado. Benito miraba a través del vidrio, aún vibrante del portazo, y meneaba la cabeza. La presencia del niño me trajo a la memoria que, en efecto, poco antes de estallar la guerra se había casado; recordé que en la barbería se oyeron por entonces las consabidas bromas de mal gusto.

– ¡Tener ya un hijo tan grandote! -ponderé a media voz-. Él sonrió, satisfecho.

– ¿Usted no se ha casado?

Y mientras me metía la máquina de pelar cogote arriba, yo, con la frente gacha, miraba en el espejo mi cabezota greñuda donde algunas canas, pocas y recias, brillaban como alambres; las dos arrugas que prolongaban hada arriba el grueso pegote de mis napias, y estas cejas que habían decidido aumentar su espesura con renuevos más largos y salvajes, crecidos en todas direcciones; y abajo, la papada, aplastada entre barbilla y pescuezo. Siempre que me contemplaba en el espejo de una peluquería daba en imaginarme a mí mismo vestido con la sotana que no había querido llevar. "De haber continuado en el Seminario -pensaba-, ahora sería cura, con esta misma cara de cura trabucaire, o bien (según se mirase: dependía de la hora y el momento) con aires de cura jaranero que va a los toros fumándose un buen cigarro…" No, no me había casado. No me había casado con Rosalía, que ahora estaba cargada de hijos y hecha una guarra: tuvo que venir nada menos que una guerra civil para librarme de la coyunda; no me había casado tampoco con Mariana (¡pobre Mariana!; ¿qué estaría haciendo ahora, allá?), y el aburrimiento que me movió dejarla plantada después de haber convivido seis años justos y cabales, me decía cuán prudente fui en no casarme con ella. ¿Cuántas veces había querido hacerme caer en el cepo?… Se me distendió la boca en una sonrisa: también Abeledo tenía urdido, premeditada y alevosamente, casarme con la boba de su hermanita… Criatura insignificante la tal María Jesús: hasta este momento mismo no me había vuelto a acordar de su mínima existencia.

– No me he casado, no.

Ya el peluquero daba por terminada su obra; me ponía un espejo atrás para que la aprobara y, obtenido el visto bueno, me pasaba un cepillo suavón por el cuello y las orejas.

Nada en limpio había sacado de lo que me interesaba.

VI

Bien recortado el pelo y oliendo a perfumes, salí, pues, de la barbería con el vago propósito de darme una vuelta por el café. De mañana, apenas había peligro de caer en un grupo de conocidos. Y Bernardino el Pajarero me proporcionaría con su charla incansable y difusa cuantas noticias le pidiera. Él bien sabía qué amigos éramos Abeledo y yo: no dejaría de traerlo a colación de alguna manera… Pero, en lugar de encaminarme directamente hacia el café, me eché a andar, un poco a la buena de Dios, y sin otra guía que mi deseo de pasar antes por el Pórtico de la Gloria: el Pórtico de la Gloria es para los gallegos el último reducto de la devoción; su esplendor de piedra recoge nuestro culto cuando la fe en el Apóstol se nos ha hecho humo y convertido en literatura.

Hacia allí emprendí breve peregrinación; llegué ante el pórtico y, sin subir sus gradas, se prosternó mi espíritu, bien que -justo sea confesarlo- lo hiciera con cierta ritual frialdad y medio distraído, pues mi ánimo, absorbido como estaba en la preocupación de Abeledo, carecía de la holgura que esas emociones graciosas requieren. Por mucho que me esforzara en llevar mi atención hacia otras cosas, no podía sacarme aquella preocupación de la cabeza: una y otra vez, volvía a ella con la pertinacia de una mosca.