Y era el caso que, cuanto más lo pensaba, más incomprensible, enigmática, se me hacía la conducta de Abeledo, más me inquietaba su oscura actitud, aquel acto único, atroz, cuya casual y para mí afortunada frustración le había dejado así al descubierto ante mis ojos. Pues, ¿cómo?, si había sido mi amigo de adolescencia y juventud, inseparable un tiempo y luego siempre fiel; si jamás hubo entre nosotros un disgusto serio; si hasta las mismas discusiones políticas de última hora, cuando, en vísperas de la guerra, estaba tan envenenada la atmósfera, se mantuvieron entre nosotros en términos todavía soportables; si, obligados por nuestra afectuosa confianza, tantos favores y pequeños servicios nos teníamos prestados el uno al otro, y en verdad, más yo a él que él a mí; si hasta, ¡caramba!, ¿no había maquinado transformar nuestra amistad en parentesco, casándome con su hermana?… Tantas veces como este detalle me acudía a las mientes -no podía evitarlo- la cara se me reía. Me resultaba tan absurdo que, durante quién sabe el tiempo, en los recovecos de su fuero interno me hubiera estado prometiendo la blanca mano de la María Jesús, en quien yo ni por un instante había pensado… Muy, muy pava era la pobre María Jesús; buena, sí, como el pan; y, por lo visto, me tenía puestos los puntos de la manera tonta y zonza y boba que le era propia: bajar la vista cuando yo le hablaba, contestarme con pocas palabras, y recibir muy modosita ante mí las órdenes del hermano, que se daba aires de señor y dueño, y que siempre encontraba algunas instrucciones que impartirle cuando salíamos. En realidad, él era el jefe de la familia, que, por lo demás, se reducía a ellos dos solos: apenas el padre, viudo, murió -autoritario y raro, el viejo los destinaba, a él para cura, y a la muchacha para ama de llaves de su hermano-, colgó éste los hábitos, so pretexto de que, moralmente, estaba en el deber de sacrificar su carrera, y no tenía derecho, moralmente, a dejarla sola (a mí me consta, sin embargo, cuánta aversión sentía por el Seminario: era un sentimiento que compartíamos); y así, mientras él se afanaba en ganar unas pesetillas acá y allá, desempeñaba ella los quehaceres de la casa, tristona siempre, siempre calladita y seria, tan formal… Y no es que fuera, ni mucho menos, fea; fea, no lo era; era más bien linda, y hasta muy linda si se quiere -eso va en gustos-; y respecto a sus prendas morales, ¿qué decir?, ¡una joyita! A mí, la verdad, me daba lástima la vida que esa pobre criatura, tan insignificante, llevaba, toda abnegación, toda trabajo, encierro… Pero de eso a pensar… ¡Vamos! Tanto, que si alguna vez, puesto que era una chica decente y buena, como a mí me constaba, y nada fea, y además la tenía al alcance de la mano, se me ocurría -¡una mera ocurrencia! por aquello de que los pantalones se creen obligados a eso cada vez que se les ponen unas faldas por delante-, se me ocurría, ¿cómo diré?, ¡bueno, eso!, era para confirmar a cada nuevo intento que entre la María Jesús y un servidor nunca podría haber nada. ¿Por qué? Pues porque, bonita y todo como lo era, a mí -¡cuestión de gustos!- no me gustaba; o, para mayor exactitud, apreciaba, sí, los tesoros de que ella no parecía hacer mérito, pero, al mismo tiempo, me producía una especie de raro encogimiento. Hablarle dos palabras, preguntarle esto o lo otro, bien; pero en cuanto me esforzaba por mirarla "con ojos pecaminosos", ya estaba ahí el asco, la repulsión.

La causa de ese asco no se me escapaba; la conocía perfectamente. Era -¡qué tontería!, pero eso era- su excesivo parecido con el hermano; era que tenía el mismo cutis moreno, las mismas cejas negrísimas, retintas y muy tendidas hacia la sien; ella, la sosa, no se las depilaba, como por entonces estaba tan de moda; no se hacía arreglo alguno, no se pintaba; nada: "me lavo con agua clara". Y lo demás que ponía Dios, la hacía semejante a su hermano Manuel: tenía la misma mirada entre huidiza y melancólica, la misma nariz corta y fina; iguales hombros redondeados y algo caídos… En una palabra: que me recordaba al Abeledo en cada facción; y ¿cómo hubiera podido yo tocarla sin pensar de inmediato en Abeledo González? Se me hubieran bajado los humos; ¡hombre!, me hubiera venido la idea de que me estaba acostando con él… Así pues nunca le hice el menor caso; la traté siempre con todo respeto. ¿Podía yo imaginarme?… Sólo más tarde, cuando se concertó mi noviazgo con Rosalía, y él lo supo y se convenció de que la cosa iba en serio, caí en la cuenta por su actitud de cuáles eran las que él venía echándose a propósito de su hermanita, y de con cuánta intención había procurado llevarme a su casa en cualquier oportunidad, citarme allí, metérmela por los ojos, y hasta dejarme a solas con ella; pues mi compromiso con la otra le sentó, ¡Dios me valga!, como un tiro: se puso seco, desabrido, incluso impertinente, produciéndome tal sorpresa su incalculable reacción que, desprevenido, desapercibido, estupefacto, nada podía comprender al comienzo…

Rememoraba yo ahora todo esto, rumbo al café Cosmopolita, sin fijarme siquiera por dónde pasaba, cuando de pronto, me quedé parado en mitad de la calle, entontecido por una ocurrencia que, cual pedrada o mazazo, acababa de golpearme la cabeza:¡Conque -se me había venido al magín-, conque por eso era por lo que había querido liquidarme! ¡Canalla! En una oleada caliente de indignación sentí que los colores me subían a la cara. "¡Canalla! ¡Requetecanalla!", estas palabras se escapaban de mí boca a borbotones: como un borracho, vacilaba y hablaba solo. ¡Qué canalla! La infamia de tantos y tantos como aprovecharon la guerra civil para satisfacer sus pequeños rencores, sus miserias inconfesables, tenía ahora un rostro: el de mi amigo Abeledo. ¡Pero qué canalla, qué recanalla! Me sentía por mi parte, ¡de veras lo digo!, libre de toda culpa frente a él. Si se había hecho ilusiones, si la propia muchacha estaba o no enamoriscada de mí (¡qué milagro, tampoco, encerrada como vivía, sin trato con ningún otro!), ¡allá ellos!; pues yo para nada alenté esas ilusiones, ni presté la más nimia base a sus esperanzas. Tanto era así que, según digo, ni siquiera había notado… Pero, es que soy estúpido; sí, tengo mucho de estúpido; para ciertas cosas soy un idiota: caigo de la rama cuando la sacuden, y no antes. ¿Cómo pude pasar por alto la intención de Abeledo a través de tanto y tanto detalle acumulado que ahora, demasiado tarde, recapitulaba en una plena evidencia; cómo no advertí todos sus planes de futuro, de que gustaba hacerme confidencia y en los que yo solía figurar como un primordial elemento; cómo no calculé que la superioridad de mi posición -heredero seguro de mis tíos-, todo eso, junto…? Estaba, sí, en Babia; mas, por suerte, jamás llegué a deslizarme ni un milímetro; siempre me conduje de modo circunspecto; no hubo ni una broma siquiera, motivo alguno de reproche. Quién sabe si no hubiera sido preferible una buena trifulca para despejar la atmósfera, o quedar enemistados de una vez por todas, claramente. Pero, Señor, ¡qué canalla! ¡Si parecía imposible! Ahora sí, ahora el miserable iba a oírme, cara a cara, mano a mano, los dos solos, de hombre a hombre, no bien me lo tropezara. Ahora, casi tenía ganas de dar con él, tan grande era mi indignación; de buscarlo, y…

VII

Llegaba con esto al café Nacional, antes Cosmopolita. Entré y, derecho, me encaminé al rincón donde solíamos reunirnos; allí me instalé solitario, junto a la ventana. Que nada había cambiado, decía Castro el barbero. Por lo pronto, ninguno de los mozos me era conocido; al menos, ninguno de los que andaban por allá. Las paredes, si mal no recuerdo, tenían un color cremoso; ahora, azules; había, creo, unos zócalos que ya no se veían; y hasta diríase que el salón mismo hubiera encogido y achicado, por más que esto, claro está, no fuese sino una falsa impresión -quizá habían suprimido espejos…

Al camarero que se me acercó le pregunté por Bernardino el Pajarero: no venía hoy; había mandado avisar que estaba enfermo. Bueno, no importaba. Me puse a revolver mi café, di un sorbo -¡qué diferencia, demonio, con el que uno toma en Buenos Aires! Antes aquí, en el Cosmopolita, no daban mal café; pero en Buenos Aires, la verdad sea dicha, el café que se toma, pensaba yo, es excelente, y no sólo el que a uno le hacía en casa la Mariana: incluso el del almacén era aceptable-; di un sorbo y… ¿o es que la felonía de Abeledo me tenía estragado el paladar y con ganas de vomitar? ¡Qué canalla el Abeledo! Quería ver yo con qué cara se presentaba delante de mí; qué cara ponía cuando yo le dijera: "¡Canalla, atorrante! Conque quisiste asesinarme, ¿eh?…" Bueno, sostendrá que jamás pretendió tal cosa, que más bien se propuso protegerme en cierto modo, al hacer que me detuvieran, cumpliendo al mismo tiempo con su deber (el deber: la gran cobertura de tantos canallas), pues -¡ay, si me parecía estarlo oyendo: bajos los ojos, pálido!-, pues -¡a empujones, a reculones, bregando con las palabras!-, pues en aquellos momentos graves, de peligro para todos, él, que me conocía bien, y sabía cómo yo pensaba, y que, como él, todos estaban al tanto de que yo era un rojo, él, amigo mío, había tenido buenas razones para estimar que lo más prudente… etcétera. ¡Sí, casi me parecía estar oyendo la confusa retahíla, como si, en efecto, alguna vez hubieran salido de su boca frases tales y ahora las reconstruyera mi memoria hasta con el mismo tono de su voz!; como si ellas fueran la natural continuación de las muchas conversaciones políticas, de las discusiones, ¡no; propiamente discusiones, no; sino pullas, piques, puntadas! No es él tipo de discutir abiertamente y sostener su opinión con franqueza. Pero es lo cierto que, poco a poco, acaso -¡qué estúpido!- por influencia del ambiente de la redacción (pues trabajaba como reportero en La Hora Compostelana, y trabajaba allí, y no en otro periódico cualquiera, como resultado de un azar en todo ajeno a la política), lo cierto es que cada día estaba más reaccionario, y a mí me irritaba la falta de fundamento con que él, que nunca tuvo dónde caerse muerto, se colocaba cada vez más y más en el bando de los ricos. Diríase que lo hacía tan sólo por llevarme la contraria. Pues, ¡en eso sí que estaba en lo cierto!, mis convicciones eran muy firmes, ardientes, y si la sublevación me hubiera sorprendido en Santiago, ni que decir tiene que hubiese puesto cuanto estuviera de mi parte por entorpecer, ya que impedir no se pudiera… ¡qué sé yo!… o bien, hubiera procurado pasarme al otro lado, a falta de cosa más útil; y me resultaba absurdo que él, por la circunstancia enteramente fortuita de trabajar en un periódico de tendencias clericales, él, que los conocía y detestaba igual que yo por haberlos padecido, apareciera convertido en paladín… ¡Qué idiota!, ¡qué falta de seso! Porque lo notable es que parecía muy convencido, convencidísimo. Y hasta, con su falta de sentido común y su fanatismo, podía haberse creído en el deber, deber patriótico, de, cual nuevo Guzmán el Bueno, sacrificar a su muy querido amigo de la infancia… Tantas cosas se vieron en esa guerra… ¿No hubo quien emprendiera todo un viaje para llegarse al pueblo en busca de su cuñado, y prenderlo, y llevárselo al matadero con otros enemigos de la causa, dejando a hermana y sobrinos en alaridos, lágrimas e insultos? Muchos pensaban que ése era su deber, y hasta les enternecía el espectáculo de la propia abnegación, aquella su admirable renuncia a todo sentimiento particular de humanidad o de afecto en aras de intereses más altos, sin que faltara siquiera un modo de sublime piedad hacia las obcecadas víctimas, expedidas al cielo no antes de, con generoso empeño, haber forzado su arrepentimiento y salvación…