Mañana, sí. Ahora estaba demasiado rendido, y solamente deseaba sentirme aparte, como un enfermo, aparte como la maleta que se quedó ahí, junto a la puerta, ahí. Ni abrirla siquiera, mañana sería otro día; mientras la vieja, estúpida, me explicaba cosas del negocio, ¿cómo iba a prestarle atención hoy?: vender y comprar, amistades, influencias, conchavos, estraperlo, ayer mismo sin ir más lejos, mañana a más tardar… De pronto, la interrumpí: "¿Y Abeledo? ¿Qué hace ahora?" Sin darle mayor importancia -lo que (recuerdo) me produjo asombro, pero no desagrado- respondió a esto que no tenía idea; que cuando a ella la dieron de alta en el hospital debió ocuparse sin tardanza de tanta y tanta cosa, lo único que le interesaba, y ¡cómo!, "pues te imaginarás, hijo, todo abandonado…, tiempos muy duros, muy duros, sí. Pero -suspendió de pronto el tono lastimero-, pero voy a dejarte solo; te estás cayendo de sueño, muchacho; ya te dejo, sí; anda, duerme…"

III

Abrí a la mañana siguiente los ojos y, no bien me encontré allí y recordé, y me di cuenta de que estaba en Santiago y que desde ahí tendría que seguir viviendo; saltar de aquella cama donde había dormido, salir del cuarto y de la casa, y echarme a andar, la idea de que en cualquier momento, apenas pusiera el pie en la calle, podía tropezar con Abeledo, me paralizaba, me aterraba. Yo no soy cobarde; en la guerra, expuse mi vida sin vacilar y de todas maneras: alegremente, con exuberante brío, a la cabeza de un grupo de milicianos, cuando al comienzo todavía no se habían constituido los frentes, ni, en puridad, cabía hablar de un frente y de una retaguardia, y el enemigo podía salir de improviso por cualquier parte; serenamente, luego, cuando penetrado del valor de la disciplina, al mando de mi compañía de ametralladoras ("de ametralladoras" digo: ¡una sola máquina, y ésa, la pobre, en tal lamentable estado!, esto era todo nuestro equipo), en fin, cuando a la cabeza de mi compañía estaba dispuesto siempre a dejarme el pellejo por sostener una posición, por defender una cota; y fríamente, con indiferencia estoica, cada vez que, por ejemplo, era necesario soportar un bombardeo, tendidos boca abajo en el suelo y, cruzadas las manos tras de la nuca, animaba a los muchachos con chistes o salidas jocosas. No, no soy un cobarde. Ni era tampoco miedo, a decir verdad, lo que sentía ahora ante la incierta perspectiva de tropezarme con Abeledo. En primer lugar, seguro estaba de que nada grave podía acontecerme: ya aquellos tiempos habían pasado! y además… ¿qué?, ¿acaso no lo conocía?: él se echaría sobre mí con los brazos abiertos apenas me viera, me saludaría con hipócrita alborozo y -no teniendo a quién entregarme con su beso ni cómo prometerse sino, a lo sumo, ocasionarme disgustos y molestias, pero matarme… ¡como no fuera de asco!- prolongaría la comedia de la cordialidad hasta exagerar las manifestaciones obsecuentes, los ofrecimientos, los halagos… ¡si lo conocería yo! "Genio y figura…", dicen. Sólo quince años o dieciséis teníamos, y ¿qué fue lo que hizo, allá en el Seminario, cuando el celador nos pilló desapercibidos mientras escribíamos lo que calificaron los curas de versos indecentes y obscenos? ¡caramba: entre amigo, hay que compartir los riesgos y las penas, como los gustos!¿Qué hizo él? Me había enseñado un soneto que escribiera a propósito de una aldeana a quien el día antes, desde la ventana de los dormitorios, vimos pasar meneando las caderas. Tanto le había excitado a él ese meneo que, entre otras cosas, le dio por ponerse a menear la pluma hasta que segregó un soneto. Soneto, ¡bueno!; si es que a eso podía llamársele un soneto. "Trae, chapucero, que te lo corrija", le digo. Y ¡manos a la obra!: tacho, arreglo, reformo, aquí mejoro una rima, allí rectifico la medida de un verso; y, en seguida, me pongo a pasarlo en limpio a su dictado. En ello estábamos cuando, de repente, ¡el celador que nos cae encima! Yo no tenía escapatoria; me habían sorprendido con las manos en la masa; pluma en ristre me quedé, y con la boca abierta, al ver cómo una manaza brutal arrebataba por los aires la prueba del delito; era muy natural que, pues Abeledo había conseguido esconder, en cambio, la hoja original escrita de su puño y letra si bien con correcciones mías, tratara de eludir el castigo; mas ¡no echando todavía leña al fuego y cargando sobre mis espaldas la culpa que se quitaba!… Sus alardes, luego, de solidaridad, sus apreciaciones joviales y sus disimuladas justificaciones y explicaciones no podían sino empeorar las cosas; y aunque nada le reproché, aunque nada le dije, ni yo, ni él tampoco, olvidamos el caso: él menos que yo. De entonces acá, nunca después habíamos dejado de ser amigos y éramos tenidos por compañeros inseparables. Pero, puesto uno a recordar el curso de esa amistad, fácil era darse cuenta de que la situación y actitudes origen de aquel resquemor se habían reproducido varias veces más tarde en forma diversa, con episodios distintos, aun después de que ambos hubimos colgado los hábitos de seminaristas y seguíamos caminos diferentes por el mundo: estaba en su carácter; no lo conocería yo! Ahora, cuando me lo encontrara -y un día u otro me lo había de encontrar- se precipitaría, pues, el amigo Abeledo con muchos aspavientos a estrujarme en un gran abrazo, me haría en seguida reproches cordiales por mi largo silencio; pero, en seguida, antes de que yo hubiera podido decir una palabra, se haría cargo de mis motivos, se mostraría comprensivo y respetuoso ante mis razones, aludiría a ellas en términos de un sentimiento fraterno que está por encima de cualesquiera diferencias…¿Y yo?, ¿qué haría yo?, ¿qué me quedaba por hacer? Endosaría todo eso: que sí, que ¡cómo no!, que ¡muy bien! Esto es lo que está en mi carácter; también me conozco… De modo que, a la postre, ¡aquí no ha pasado nada!

Nada tenía, por lo tanto, que temer, y estas reflexiones que yo me estaba haciendo, ahí, metido en la cama, apenas despierto, no podían ser más tranquilizadoras. Sin embargo, miraba escurrir, mansita, la lluvia por el vidrio de la ventana, y el pensar que hoy mismo, dentro de un rato, una vez levantado y desayunado, debería, en fin, echarme a la calle e iniciar mi nueva existencia en este Santiago donde sería inevitable, antes o después, el encuentro con Abeledo, me era tan duro, tan insoportable, que todas esas representaciones, anticipo de una ya inminente realidad, resbalaban sobre mí sin calarme, como si pertenecieran a otro mundo del que yo estuviese definitivamente separado, como si yo no hubiera de salir jamás de aquella cámara y, tendido ahí en mi cama, inmóvil entre las sábanas, viera impasible, a través de los cristales, caer la lluvia y, tras la lluvia, imaginara ese mundo de afanes, problemas, sufrimientos y alegrías para mí tan ajenos, inconsistentes y fantasmales como los de las ciudades remotas -Sidney, Ciudad del Cabo- que suele presentar el cine en añejos noticiarios.

Pero, no obstante, la realidad vino pronto, perentoria, a golpear en la puerta con los nudillos de mi tía.

IV

– Dígame, tía; una cosa quisiera preguntarle: ¿qué ha sido de la Rosalía en todo este tiempo? A lo mejor se ha casado…

Hice la pregunta no sin alguna aprensión: yo no me había portado bien con esta Rosalía. Rosalía y yo -¡tan extraña como ahora me parecía!, ¡tan fríamente como la consideraba!- éramos novios cuando, al estallar la guerra, quedamos separados, ella en Santiago, yo en Santander, y entre los dos la línea del frente. En un principio, ni me preocupé: ya volveríamos a encontrarnos; nadie pensaba que aquello pudiera durar sino días, semanas a lo sumo: duró años. Y mientras pasaban, el afán de cada hora, de cada jornada, no me permitió pensar en ninguna otra cosa; en medio del tráfago, pronto se disipaban los asaltos periódicos de inquietud que su separación me producía. Y cuando, todo acabado, me vi en América y pude volver en mí, me di cuenta de que, en el fondo, no me desagradaba hallar aflojado por la fuerza mayor de los acontecimientos un compromiso que, según comprobaba ahora, nada me decía. "He de escribirle, he de ponerme en contacto otra vez con ella", pensé; pero al pensarlo, más que en ella misma pensaba en mi tío, padrino suyo y verdadero promotor de nuestro noviazgo. Pensaba también que restablecer el contacto -desde Buenos Aires, al cabo de tres años largos y por medio de una carta- no implicaba reanudar nuestro compromiso, sino tan sólo cumplir en cierto modo, presentar una excusa y, al explicar siquiera tácitamente y por alusión mi largo silencio, no quedar al menos como un cerdo. Quedé como un cerdo; no le escribí nunca. Y hasta, por su causa, demoré más de lo necesario y conveniente el darle a mis tíos señales de vida, haciéndolo, cuando lo hice, en una forma imprecisa, insuficiente y -como yo bien sabía- taimada. En las espaciadas, desganadas cartas que entre nosotros se cruzaron, no se hizo, creo, una sola mención de Rosalía. Y ahora, desaparecido mi pobre tío, aún hube de vencer un último empacho para preguntarle por ella a mi tía, que, después de averiguar si había dormido a gusto y de servirme el agua suda a la que llamaba café con leche, se había sentado al otro lado de la mesa.

– Casóse -fue la respuesta. Y añadió: – No era mujer para ti; yo nunca quise intervenir, ella era ahijada de tu tío (que en paz descanse), pero, no porque tuviera aquellas cuatro pesetejas que luego se hicieron humo, polvo y ceniza, era la mujer que te convenía. Se casó, tiene un montón de hijos, está hecha una guarra…

Intenté por un momento imaginármela envejecida, "hecha una guarra", a ella que tan presumida era, y no tuve ni la curiosidad de saber con quién se había casado; de seguro, ella hubiera tenido mis noticias con igual indiferencia. En tono indiferente, hice a mí tía la segunda pregunta que tenía preparada. Puesta en alto la taza delante de mis narices, le pregunté:

– Y de aquel Abeledo ¿no sabe usted nada?; ¿en qué se ocupa?; ¿qué hace? Viéndola fruncir el labio inferior en signo de ignorancia y mover la cabeza de un lado a otro, sugerí: Usted me contó anoche, ¿no?, que él había venido con otros… ¿Qué fue lo que dijo?; ¿preguntó por mí, verdad?

– Claro, preguntó por ti.

No había caso; el demonio de la vieja no quería ser más explícita. Me bebí de un trago el resto de la taza, y la deposité sobre el platillo.

– Voy a ir a la peluquería -murmuré como para mis adentros, empujando la silla-. Me hace falta un corte de pelo; voy a pelarme.