– Mejor estabas antes, con las cejas sin arreglar -fue mi incongruente respuesta-. Me atisbó entonces como un animalito acosado (de veras, que tuve lástima), y no replicó nada.

Entretanto, pude yo urdir un infundio; le dije con aplomo:

– Vengo a verte. Tras de mucho buscar, he sabido que estabas aquí y, ¡ya ves, mujer!, vengo a verte.

Se comprenderá que los impulsos carnales cuya urgencia me llevó a recalar en aquel puerto, habían amainado; un pesado descontento me llenaba, un raro malestar, desánimo. Tanto, como para producirme estupefacción la seguridad con que mi propia voz sonaba profiriendo aquel embuste. Pues ¡tan pronto me había sobrepuesto al desconcierto! Porque la sorpresa había sido, ¡caramba!, descomunal.

Ella fue (y se explica: uno entra de la calle…), fue ella quien primero me reconoció a mí en el cliente recién llegado. Y el susto de su mirada hizo que yo me fijara en seguida en ella, y que, no sin algún trabajo -pues, ¿no era increíble?-, la descubriera ahí, a la María Jesús, e identificara bajo el disfraz de las dibujadas cejas, lineales y bobas, sus ojos; identificara sus mejillas, un poquito abultadas, pálidas bajo el colorete; identificara su cuerpo, también algo más gordo y pesado que antes, cuerpo de paloma buchona… ¿Cómo me vería ella a mí? Muy cambiado no debía estar, puesto que tan pronto me había reconocido. Ahora, al oír lo que yo le decía: que iba a verla; que estaba allí para verla, alzó la cabeza, pequeña bajo la balumba de un peinado cómicamente recogido arriba, y se puso a escrutarme con mucha seriedad y apreciable alivio: la mentira inventada para salvar mi decoro había tenido un piadoso efecto.

Corroborativo, persuasivo, añadí todavía:

– Imagínate, mujer, después de tanto tiempo… Quería verte; saber, en fin, qué ha sido de tu vida.

La pregunta era torpe; no tenía otra respuesta que la que me dio la pobre.

– Pues, hijo, ya lo estás viendo.

Pero el caso es que, al cabo de un rato, muy pronto casi en seguida, ambos nos sentimos a gusto el uno junto al otro, y hasta, ¡cosa notable!, creo que nunca había hablado con ella tan sosegada y afectuosamente como entonces, en aquel impropio lugar, mientras que ella misma -y ¡cuidado, que su situación era aflictiva!- parecía tener mayor aplomo que jamás antes en mi presencia. Se había sentado al borde de la cama; y yo, frente a ella, en un taburete de raso celeste muy manchado; conversábamos.

Evitando herirla, discurría yo al comienzo mediante generalidades y sobreentendidos; pero no tardó en tomar la palabra y empezó a desahogarse conmigo en quejas menudas contra aquella vida mísera que llevaba: peleas, malquerencias, pequeños hurtos, la comida, envidias y cien mil porquerías. Se expresaba con frases que no eran suyas, de la María Jesús, sino pertenecientes a un repertorio común que había asimilado y del que apenas si conseguía yo sacarla, como si ya no fuera capaz de hablar más que en frases hechas, cuando lo que a mí me interesaba eran las circunstancias personales que la habían llevado hasta ahí, y, sobre todo, averiguar el paradero de su hermano. Hallarla así, sumida en las sórdidas estancias del lugar común, era cosa que exasperaba mi curiosidad, pero que, al mismo tiempo, calmaba definitivamente mis pasadas inquietudes, sin ponerme de momento a razonar la causa; de manera que, como quien tiene ya la pieza asegurada y, dándola por suya, no se apresura a cobrarla, postergaba yo la pregunta preparada sobre Abeledo. "¿Y Manolo, tu hermano; qué es de él?", para soltarla con tono indiferente en el momento oportuno. Entretanto, el nombre de Manolo salió a relucir en sus labios, sin que yo hubiera tenido necesidad de mentarlo, cuando, en el curso de sus inconexas y farragosas lamentaciones, aludió a lo ocurrido, o a la desgracia, no sé cómo.

– ¿Lo de Manolo? ¿Qué es lo de Manolo? ¿A qué te refieres? -inquirí yo entonces en repentino sobresalto.

– A la desgracia -aclaró ella con naturalidad, casi con indiferencia, para proseguir-: Y por eso, al verme sola…

– Pero cuéntame, ¿qué fue ello? No sé nada.

Se extrañó de mi ignorancia, se me quedó fija como si no lo creyera; y luego me notificó lo asombroso, lo que yo escuché atónito, y lo que, al oírlo, me dejó helado y, durante un buen rato, mudo: Abeledo había muerto; sí, había caído asesinado, sin que nunca se averiguara por mano de quién, durante el barullo de la guerra.

Este hecho, a cuya escueta noticia vendrían a sumarse después, prolijamente referidos, los detalles del caso, me dejó aturdido, y casi no pude prestar atención ya al relato que en seguida se puso a hacerme la María Jesús, entre circunloquios, digresiones y apóstrofes, de su deshonra subsiguiente por obra y gracia de una persona de influencia que le brindó protección, empleo de mecanógrafa y racionamiento especial, para luego abandonarla en el precipicio, "para que al final tuviera que caer en esto". Mientras me lo refería con precisiones excesivas e inexactitudes tan ociosas como visibles, y siempre en el lenguaje de los lugares comunes, yo no podía pensar en otra cosa que en la muerte de Abeledo. Durante todos estos días y semanas pasados había vivido yo bajo la obsesión de un próximo encuentro con él, encuentro que consideraba ineludible e inminente; que no sabía si desear o temer; hacia el que no quería adelantarme de motu proprio, pero cuya demora se me había ido haciendo cada vez más insufrible; un encuentro que, según ahora descubría, era imposible, de absoluta imposibilidad, y lo era desde hacía tantos años, desde antes que terminara la guerra civil, desde antes incluso de que yo hubiera pasado a América. Aún seguía yo luchando al frente de mi compañía en las montañas de Santander, y ya él estaba muerto aquí, en Santiago. ¿Cómo no me había pasado por las mientes en ningún momento semejante eventualidad que, sin embargo, era tan posible -probable, mejor- en tiempos de guerra? En cualquier tiempo está el hombre sujeto a la muerte; pero en tiempos de guerra… ¿No había estado yo mismo, varias veces, a punto de?… Escapé, en definitiva: pasé el charco; y mientras vivía en Buenos Aires, y trataba a otras gentes y trabajaba en los escritorios del molino aceitero, y conocía a Mariana, y nos instalábamos juntos, y pensaba en casarme con ella, y desistía luego; mientras charlaba con mi paisanos o discutía con los gringos en el almacén de Coutiño, y comentábamos un día tras otro, un año tras otro, leyendo el periódico, las noticias de la guerra mundial, y acabada la guerra, yo esperaba siempre ver cambiar lo de España, y el tiempo me iba cambiando a mí de muchacho en hombre, él, Abeledo, estaba criando malvas debajo de la tierra.

– ¿Y nunca se puso en claro su muerte? El asesinato de Manolo, digo -pregunté de pronto-. ¿Quién lo mataría?

– Nunca se averiguó. A nadie le importaba un pito. Pero si quieres que te diga la verdad…

Entonces me confió que para ella no había sido eso una sorpresa; que se lo tenía pronosticado; que hay cosas que tienen que pasar, y que esa muerte no había hecho sino cumplir sus temores, los de ella. Empezó a contarme; al principio, con el desorden sentimental e imprecatorio del lenguaje común; pero luego, poco a poco, como quien rompe una costra, con palabras propias, cada vez más suyas, más de la María Jesús, hasta expresarse casi en tímidos susurros. Me contó que, apenas comenzada la guerra, cuando todavía no era aquello sino subversión, él había desaparecido de casa durante cuatro días (ella, mientras, con el alma en un hilo), y que luego empezó a hacer tan sólo apariciones breves, en las que hablaba con apresurado énfasis y nebulosamente de tareas, de responsabilidades, de misiones a cumplir, se mudaba de ropa, traía prendas nuevas, unas espléndidas botas altas, correajes, insignias, y volvía a salir, muchas veces en un automóvil que solía esperarlo a la puerta y lo reclamaba con bocinazos. En fin, no le resultó muy difícil a ella darse cuenta de que estaba metido de lleno en la obra de "depuración" y "limpieza", lo que desde aquel punto y hora fue para la cuitada de María Jesús un continuo martirio. Cierto que, por otra parte, habían cesado las penurias y estrecheces del pasado, y no era chico alivio: cuando, al aparecer tras de su primer eclipse, ella le pidió tímidamente dinero, pues estaba debiéndolo todo, sacó él de su cartera un puñado espantoso de billetes y, sin contarlos siquiera, pues tenía mucha prisa, los echó sobre la mesa del comedor. A partir de entonces, esa cartera estuvo siempre repleta, y el antes cicatero la invitaba ahora a gastar cuanto se le antojara. Pero qué, si el asco que se le había sentado aquí, en la boca del estómago, no la dejaba disfrutar de nada… Si le entraban a veces unas lloreras… Siempre que Manolo regresaba a casa, poco después del amanecer, y se ponía a contarle, todo excitado y con obstinación de beodo, cosas que ella no quería escuchar y que sólo a medias entendía, a ella se le formaba un nudo en la garganta. ¿Qué necesidad tenía de jactarse, el muy majadero, de alardear? Si era un duro deber que cumplía por la causa, según trató de explicarle al comienzo con grandilocuencia indignada, ¿qué necesidad tenía de complicarla a ella en sus hazañas, ni de regodearse así con la faena del día? "¡A mí, por Dios, no me cuentes esas cosas!" Pero él insistía, insistía, empecinado, recreándose en los detalles más horribles: hacía burlas, morisquetas; imitaba los sudores, balbuceos y pamplinas que los tipos hacían a la hora de la verdad. Y cuando ella, no pudiéndolo soportar, rompía en lágrimas, siempre tenía él a punto la misma broma: "¡Ah, conque también tú eres una roja! Aguarda, estáte quieta, que voy a darte lo tuyo"; apoyaba la cabeza de medio lado sobre el brazo tendido, entornaba el párpado, apuntaba cuidadosamente un fusil imaginario y, ¡zas!, el muy cochino se tiraba un cuesco. En seguida, ya se sabía: entre risotadas nerviosas, se echaba en la cama y a dormir! Un día va a pasarle algo, pensaba María Jesús viéndolo agitarse en sueños. Y ¡en efecto!

Al llegar aquí en su relato descargó la congoja que ya venía preludiando: su boquita, demasiado chica y pintada de colorado, empezó a plegarse, a ocultarse entre los carrillos un tanto abultados, y la cabeza, recogido el pelo en la coronilla, se le dobló sobre la pechuga. Me alcé del taburete y, conmovido, me senté a su lado en la cama, acariciándole el cogote: "¡vamos, mujer; calma, calma!" Seguramente desde hacía mucho tiempo, quizá nunca, había desahogado así la infeliz sus pesares; y yo, tranquilo ya por completo, despejada la incógnita de Abeledo, me sentía inclinado a la compasión.