Alguien le acercó un pellejo de vino a la boca. Guillem lo apartó de malos modos.

– ¿No bebes, cristiano? -oyó que le decían.

Su mirada se cruzó con la de Arnau. Los prohombres felicitaban a Felip de Ponts, todavía sobre su caballo. La gente bebía y reía.

– ¿No bebes, cristiano? -volvió a oír tras de sí.

Guillem empujó al hombre del pellejo y volvió a buscar a Arnau con la mirada. Los prohombres lo felicitaban también a él. Rodeado, Arnau logró asomar la cabeza para atender a Guillem.

La gente, Joan entre ellos, empujó a Arnau en dirección a la masía del caballero, pero Arnau no dejó de mirar a Guillem.

Mientras, la host entera festejaba el acuerdo. Los hombres habían encendido hogueras y cantaban alrededor de ellas.

– Brinda por nuestro cónsul y la felicidad de su pupila -dijo otro, volviendo a acercarle un pellejo de vino.

Arnau había desaparecido en el camino a la masía.

Guillem volvió a apartar el pellejo.

– ¿No quieres brindar…?

Guillem lo miró. Le dio la espalda y se encaminó de regreso a Barcelona. El bullicio de la host fue apagándose. Guillem se encontró solo en el camino a la ciudad; arrastraba los pies…, arrastraba sus sentimientos y el poco orgullo de hombre que le restaba a un esclavo; todo él se arrastró hacia Barcelona.

Arnau rechazó el queso que le ofreció la temblorosa anciana que atendía la masía de Felip de Ponts. Prohombres y consejeros se hacinaban en el primer piso, sobre los establos, allí donde se abría el gran hogar de piedra de la masía del caballero. Buscó a Guillem entre la multitud. La gente charlaba, reía y llamaba a la anciana para que sirviese queso y vino. Joan y Elionor se quedaron junto al hogar; ambos desviaron la mirada cuando Arnau clavó la vista en ellos.

Un murmullo lo obligó a desviar su atención hacia el otro extremo de la estancia.

Mar, agarrada del antebrazo por Felip de Ponts, había entrado en la sala. Arnau vio cómo se liberaba con violencia de la mano del caballero y corría hacia él. Una sonrisa apareció en sus labios. Mar abrió los brazos mucho antes de llegar hasta donde la esperaba, pero cuando iba a abrazarlo se paró en seco y los dejó caer lentamente.

Arnau creyó ver un moratón en su mejilla.

– ¿Qué ocurre, Arnau?

Arnau se volvió y buscó ayuda en Joan, pero su hermano permanecía cabizbajo. Todos en la estancia esperaban sus palabras.

– El caballero Felip de Ponts ha invocado el usatge: Si quis virginem … -le dijo al fin.

Mar no se movió. Una lágrima empezó a correr por su mejilla. Arnau hizo un leve movimiento con la mano derecha pero al instante se retractó y dejó que aquella lágrima se perdiese en el cuello.

– Tu padre…-intentó intervenir Felip de Ponts desde detrás, antes de que Arnau lo hiciera callar con un gesto imperativo-. El cónsul de la Mar ha dado su palabra de matrimonio frente a la host de Barcelona. -Felip de Ponts lo soltó de corrido, antes de que Arnau pudiera hacerle callar… o desdecirse.

– ¿Es cierto eso? -preguntó Mar.

«Lo único cierto es que me gustaría abrazarte…, besarte…, tenerte siempre conmigo. ¿Es eso lo que siente un padre?», pensó Arnau.

– Sí, Mar.

Ya no aparecieron más lágrimas en el rostro de Mar. Felip de Ponts se acercó a la muchacha y volvió a cogerla por el antebrazo. Ella no se opuso. Alguien rompió el silencio tras Arnau y todos los presentes se sumaron a los gritos. Arnau y Mar seguían mirándose. Se oyó un viva por los novios que atronó los oídos de Arnau. En esta ocasión fue su mejilla la que se llenó de lágrimas. Tal vez su hermano tuviera razón, tal vez él hubiera adivinado lo que ni siquiera sabía el propio Arnau. Ante la Virgen juró que no volvería a ser infiel a una esposa, aunque fuera una esposa impuesta, por amor a otra mujer.

– ¿Padre? -preguntó Mar acercando su mano libre para enjugar sus lágrimas.

Arnau tembló cuando sintió el roce de Mar sobre su rostro.

Giró sobre sí mismo y huyó.

En aquel mismo momento, en algún lugar del solitario y oscuro camino de vuelta a Barcelona, un esclavo levantó la vista al cielo y oyó el grito de dolor que lanzaba la niña a la que había cuidado como a una hija suya. Nació esclavo y había vivido como tal. Había aprendido a amar en silencio y a reprimir sus sentimientos. Un esclavo no era un hombre, por eso en su soledad, el único lugar en el que nadie podía coartar su libertad, aprendió a ver mucho más allá que todos aquellos a quienes la vida les obnubilaba el espíritu. Había visto el amor que sentían el uno por el otro y había rezado, a sus dos dioses, para que aquellos seres a los que tanto amaba lograran liberarse de sus cadenas, unas ataduras mucho más fuertes que las de un simple esclavo.

Guillem se permitió llorar, una conducta que como esclavo tenía prohibida.

Guillem nunca cruzó las puertas de Barcelona. Llegó a la ciudad todavía de noche y se quedó ante la cerrada puerta de San Daniel. Le habían arrebatado a su niña. Quizá lo hizo sin saberlo, pero Arnau la había vendido como si de una esclava se tratara. ¿Qué iba a hacer él en Barcelona? ¿Cómo iba a sentarse donde lo había hecho Mar? ¿Cómo iba a pasear por donde lo había hecho con ella, charlando, riendo, compartiendo los secretos sentimientos de su niña? ¿Qué podía hacer en Barcelona sino recordarla día y noche? ¿Qué futuro le esperaba junto al hombre que había cercenado las ilusiones de ambos?

Guillem siguió recorriendo el camino de la costa y al cabo de dos días llegó al puerto de Salou, el segundo en importancia de Cataluña. Allí miró al mar, al horizonte, y la brisa marina le trajo recuerdos de su infancia en Genova, de una madre y unos hermanos de los que había sido cruelmente separado tras ser vendido a un comerciante con el que empezó a aprender el negocio. Después, en un viaje comercial por mar, amo y esclavo fueron capturados por los catalanes, en permanente guerra con Genova. Guillem pasó de mano en mano hasta que Hasdai Crescas vio en él unas cualidades muy superiores a las de un simple obrero manual. Volvió a mirar al mar, a los barcos y a los pasajeros… ¿Por qué no Genova?

– ¿Cuándo sale el próximo barco hacia la Lombardía, hacia Pisa? -El joven revolvió nervioso los papeles que se amontonaban en la mesa del almacén. No conocía a Guillem y al principio lo trató con desdén, como hubiera hecho con cualquier esclavo sucio y maloliente, pero cuando el moro se presentó, las palabras que solía decir su padre aparecieron en su mente: «Guillem es la mano derecha de Arnau Estanyol, cónsul de la Mar de Barcelona, de quien nosotros vivimos»-. Necesito útiles para escribir una carta y un lugar tranquilo donde hacerlo -añadió Guillem.

«Acepto tu oferta de libertad -escribió-. Parto hacia Genova, vía Pisa, donde viajaré en tu nombre, como esclavo, y donde esperaré la carta de libertad.» ¿Qué más decirle: que sin Mar no podría vivir? Y su amo y amigo, Arnau, ¿podría? ¿Para qué recordárselo? «Voy en busca de mis orígenes, de mi familia -añadió-.Junto a Hasdai, has sido el mejor amigo que he tenido; cuida de él. Te estaré eternamente agradecido. Que Alá y Santa María te protejan. Rezaré por ti.»

El joven que lo había atendido partió hacia Barcelona en cuanto la galera en la que embarcó Guillem maniobró para abandonar el puerto de Salou.

Arnau rubricó la carta de libertad de Guillem lentamente, observando cada trazo que aparecía en el documento: la peste, la pelea, la mesa de cambio, días y días de trabajo, de charla, de amistad, de alegría… Su mano tembló con el último trazo. La pluma se dobló cuando acabó de firmar. Los dos sabían que eran otras razones las que lo habían impulsado a huir.

Arnau volvió a la lonja, donde ordenó la remisión de la carta de libertad a su corresponsal en Pisa. Junto a ella incluyó el mandato de pago de una pequeña fortuna.

– ¿No esperamos a Arnau? -preguntó Joan a Elionor tras entrar en el comedor, donde la baronesa lo esperaba ya sentada a la mesa.

– ¿Tenéis apetito? -Joan asintió con la cabeza-. Pues si queréis cenar es mejor que lo hagáis ahora.

El fraile se sentó frente a Elionor, en un costado de la larga mesa del comedor de Arnau. Dos criados les sirvieron pan blanco candeal, vino, sopa y oca asada aderezada con pimienta y cebollas.

– ¿No decíais que teníais apetito? -inquirió Elionor a Joan al ver que el fraile jugueteaba con la comida.

Joan se limitó a levantar la mirada hacia su cuñada. Aquélla fue la única frase que se oyó en toda la velada.

Varias horas después de haberse retirado a su habitación, Joan oyó movimiento en el palacio. Algunos criados se apresuraban a recibir a Arnau. Le ofrecerían comida y éste la rechazaría, como había hecho en las tres ocasiones en que Joan había decidido esperarlo: Arnau se sentaba en uno de los salones del palacete, donde le esperaba Joan, y rechazaba la tardía cena con un ademán cansino.

Joan oyó los pasos de vuelta de los criados. Después escuchó los de Arnau frente a su puerta, lentos, dirigiéndose a su dormitorio. ¿Qué podía decirle si salía ahora? Había intentado hablar con él en las tres ocasiones en las que lo había esperado, pero Arnau se encerraba en sí mismo y contestaba con monosílabos a las preguntas de su hermano: «¿Te encuentras bien?». «Sí.» «¿Has tenido mucho trabajo en la lonja?» «No.» «¿Van bien las cosas?» Silencio. «¿Santa María?» «Bien.» En la oscuridad de su habitación, Joan se llevó las manos al rostro. Los pasos de Arnau se habían perdido. ¿Y de qué quería que le hablara? ¿De ella? ¿Cómo podría escuchar de sus labios que la amaba?

Joan vio cómo Mar recogía la lágrima que corría por el rostro de Arnau. «¿Padre?», la oyó decir.Vio a Arnau temblar. Entonces Joan se volvió y vio que Elionor sonreía. Había sido necesario verlo sufrir para comprender…, pero ¿cómo podía confesarle la verdad? ¿Cómo iba a decirle que había sido él…? Aquella lágrima volvió a aparecer en el recuerdo de Joan. ¿Tanto la quería? ¿Lograría olvidarla? Nadie fue a consolar a Joan cuando, una noche más, se hincó de rodillas y rezó hasta el amanecer.

– Desearía abandonar Barcelona.

El prior de los dominicos observó al fraile; estaba demacrado, con los ojos hundidos tras unas pronunciadas ojeras moradas y el hábito negro desaliñado.

– ¿Te ves capaz, fra Joan, de asumir el cargo de inquisidor?