Sólo cuando se ha producido la consumación del matrimonio mediante la cópula carnal, éste es válido frente a la Iglesia, afirmaba san León Magno.

Graciano, su maestro en la Universidad de Bolonia, abundaba en la misma doctrina, aquella que unía el simbolismo nupcial, el consentimiento que prestaban los cónyuges ante el altar, con la copulación sexual del hombre y la mujer: la una caro . Hasta san Pablo, en su famosa carta a los Efesios, decía: «El que ama a su mujer se ama a sí mismo; porque nadie odia jamás su propia carne; por el contrario, la alimenta y la cuida, como también Cristo a la Iglesia. Por este motivo el hombre dejará a su padre y a su madre y se adherirá a su mujer y los dos serán una sola carne. Este misterio es grande; más lo digo yo en orden a Cristo y la Iglesia».

Hasta bien entrada la noche, fra Joan estuvo enfrascado en las enseñanzas y doctrinas de los grandes. ¿Qué buscaba? Abrió de nuevo uno de los tratados. ¿Hasta cuándo iba a negar la verdad? Elionor tenía razón: sin cópula, sin unión carnal no había matrimonio. «¿Por qué no has copulado con ella? Estás viviendo en pecado. La Iglesia no reconoce tu matrimonio.» A la luz de la candela releyó a Graciano, despacio, siguiendo la letra con el dedo, tratando de encontrar lo que le constaba que no existía. «¡La pupila real! El propio rey te entregó a su pupila y tú no has copulado con ella. ¿Qué diría el rey si se enterase? Ni todo tu dinero… Es una ofensa al rey. Él te entregó a Elionor en matrimonio. Él mismo la llevó al altar y tú has ofendido la gracia que te concedió. ¿Y el obispo? ¿Qué diría el obispo?» Insistió con Graciano. Y todo por una jovencita soberbia que no había querido cumplir con su destino como mujer.

Joan estuvo buscando en los libros durante horas, pero su mente se perdía en el plan de Elionor y en las posibles alternativas. Debería decírselo directamente. Entonces se imaginaba a sí mismo, sentado frente a Arnau, quizá mejor de pie, sí, ambos en pie… «Deberías yacer con Elionor. Estás viviendo en pecado», le diría. ¿Y si se enojaba? Era barón de Cataluña, cónsul de la Mar. ¿Quién era él para decirle nada? Volvía a los libros. ¡A buena hora había prohijado a la muchacha! Ella era la causa de todos sus problemas. Si Elionor tenía razón, Arnau podría inclinarse por Mar en lugar de hacerlo por su hermano. Mar era la culpable, la única culpable de aquella situación. Había rechazado a todos los pretendientes para continuar paseando su voluptuosidad por delante de Arnau. ¿Qué hombre lo resistiría? ¡Era el diablo! El diablo hecho mujer, la tentación, el pecado. ¿Por qué tenía él que arriesgar el cariño de su hermano si el diablo era ella? El diablo era ella. La culpa la tenía ella. Sólo Cristo resistió las tentaciones. Arnau no era Dios, él era un hombre. ¿Por qué debían sufrir los hombres a causa del diablo?

Joan volvió a enfrascarse en los libros hasta que encontró lo que buscaba:

Mira cómo está impresa esta mala inclinación en nosotros, que la naturaleza humana por sí misma y por su original corrupción, sin otro extraño motivo o instigación, se vuelca sobre esa vileza, que si la bondad de nuestro señor no reprimiera esa natural inclinación, todo el mundo caería general y suciamente en esa vileza. Leemos cómo a un niño pequeño y puro, criado por unos santos ermitaños en el desierto, que no había tenido contacto con hembra, lo mandaron a la ciudad donde estaban su padre y su madre.

Y en cuanto entró en el lugar en donde estaban su padre y su madre, preguntó a aquellos que lo habían llevado acerca de las cosas nuevas que veía, qué cosas eran: y como había visto bellas mujeres y bien adornadas, preguntó qué cosa eran, y los santos ermitaños dijéronle que aquellas cosas eran diablos, que turbaban a todo el mundo, y como estaban en casa del padre y de la madre, preguntaron al niño los santos ermitaños que le llevaban, y le dijeron así: «Mira qué cantidad de cosas bellas y nuevas has visto y que jamás habías visto, ¿cuál es la que más te ha gustado?».Y el niño respondió: «De todas las cosas bellas que he visto, las que más me han gustado son los diablos esos que turban el mundo».

Y como aquéllos le dijesen: «¡Oh, mezquino! ¿No has oído decir muchas veces, y leído, lo malos que son los diablos y el mal que hacen, y que su hogar es el infierno, y cómo, entonces, te han podido complacer tanto cuando los has visto por primera vez?». Dicen que respondió: «Aunque tan malas cosas sean los diablos y tanto mal hagan, y que en el infierno estén, no me importarían todos esos males y no me importaría estar en el infierno, con tal de que estuviese y habitase con diablos como ésos.Y ahora sé que los diablos del infierno no son tan malas cosas como dicen, y ahora sé que haría bien en estar en el infierno, puesto que tales diablos hay allí y con tales debería estar.Y así fuese yo con ellos, Dios lo quiera».

Fra Joan terminó la lectura y cerró sus libros cuando despuntaba el alba. No iba a arriesgarse. No iba a ser él un santo ermitaño que se enfrentase al niño que prefería al diablo. No iba a ser él quien llamase mezquino a su hermano. Lo decían sus libros, aquellos que precisamente había comprado Arnau para él. Su decisión no podía ser otra. Se arrodilló en el reclinatorio de su habitación, bajo la imagen de Cristo crucificado, y rezó.

Aquella noche, antes de conciliar el sueño, creyó sentir un olor extraño, un olor a muerte que inundó su habitación hasta casi ahogarlo.

El día de San Marcos, el Consejo de Ciento en pleno y los prohombres de Barcelona eligieron a Arnau Estanyol, barón de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui, cónsul de la Mar de Barcelona. En procesión, como establecía el Llibre de Consolat de Mar, aclamado por el pueblo, Arnau y el segundo cónsul, los consejeros y los prohombres de la ciudad recorrieron Barcelona hasta llegar a la lonja, la sede del Consulado de la Mar, un edificio en reconstrucción en la misma playa, a pocos metros de la iglesia de Santa María y de la mesa de cambio de Arnau.

Los missatges , que así se llamaban los soldados del consulado, rindieron honores; la comitiva entró en el palacio y los consejeros de Barcelona entregaron la posesión del edificio a los recién elegidos. En cuanto los consejeros abandonaron el lugar, Arnau empezó a ejercer sus nuevas funciones: un mercader reclamaba el valor de un cargamento de pimienta que había caído al mar al ser descargado por un joven barquero. La pimienta fue llevada a la sala de juicios y Arnau comprobó personalmente su deterioro.

Escuchó las razones del mercader y el barquero y de los testigos que cada uno llevó al juicio. Conocía personalmente al mercader. Conocía personalmente al joven barquero. No hacía mucho había pedido un crédito en su mesa de cambio. Acababa de casarse. Arnau lo había felicitado y le había deseado todo tipo de parabienes.

– Sentencio -le tembló la voz- que el barquero debe satisfacer el precio de la pimienta. Así lo dispone -Arnau leyó el libro que le acercó el escribano- el capítulo sesenta y dos de las Costumbres de la Mar. -Acababa de pedirle un crédito. Acababa de casarse, en Santa María, como correspondía a los hombres de la mar. ¿Estaría ya embarazada? Arnau recordó el fulgor de los ojos de la joven esposa del barquero el día que los felicitó. Carraspeó-: ¿Tienes…? -Volvió a carraspear-: ¿Tienes dinero?

Arnau apartó la mirada del joven. Acababa de concederle un crédito. ¿Habría sido para la casa?, ¿para la ropa?, ¿para los muebles o quizá para esa barca? La negativa del joven llenó sus oídos.

– Te condeno, pues, a… -El nudo que se le formó en la garganta casi le impidió continuar-.Te condeno a prisión hasta que satisfagas el total de la cantidad adeudada.

¿Cómo podría pagarlo si no podía trabajar? ¿Estaría embarazada? Arnau olvidó golpear con la maza sobre la mesa. Los missatges le apremiaron a ello con la mirada. Golpeó. El joven fue llevado a los calabozos del consulado. Arnau bajó la mirada.

– Es necesario -le dijo el escribano cuando todos los interesados habían abandonaron la corte.

Arnau permaneció quieto, sentado a la derecha del escribano, en el centro de la inmensa mesa que presidía la sala.

– Mira -insistió el escribano poniéndole delante un nuevo libro, el reglamento del consulado-. Aquí lo dice en referencia a las órdenes de prisión: «Que así muestra su poder, de mayor a menor». Tú eres el cónsul de la Mar y debes mostrar tu poder. Nuestra prosperidad, la de nuestra ciudad, depende de ello.

Aquel día no tuvo que enviar a nadie más a prisión pero sí tuvo que hacerlo muchos otros. La jurisdicción del cónsul de la Mar alcanzaba a todos los asuntos relacionados con el comercio -precios, salarios de marineros, seguridad de las naves y de las mercaderías…- y cualesquiera otros que estuvieran relacionados con el mar. Desde que tomó posesión de su cargo, Arnau se convirtió en una autoridad independiente del baile o del veguer; dictaba sentencias, embargaba, ejecutaba bienes de los deudores, encarcelaba, y todo ello con un ejército a sus órdenes.

Y mientras Arnau se veía obligado a encarcelar a jóvenes barqueros, Elionor hizo llamar a Felip de Ponts, un caballero que conoció durante su primer matrimonio y que en varias ocasiones había acudido a ella para que intercediese ante Arnau, a quien adeudaba una considerable cantidad de dinero a la que no podía hacer frente.

– He intentado cuanto estaba en mi mano, don Felip -mintió Elionor cuando se presentó ante ella-, pero ha sido de todo punto imposible. En breve será reclamada vuestra deuda.

Felip de Ponts, un hombre grande y fuerte, con una frondosa barba rubia y ojos pequeños, empalideció al oír las palabras de su anfitriona. Si reclamaban su deuda perdería sus pocas tierras… y hasta su caballo de guerra. Un caballero sin tierras para mantenerse y sin caballo para guerrear no podía considerarse tal.

Felip de Ponts hincó una rodilla en tierra.

– Os lo ruego, señora -suplicó-. Estoy seguro de que si vos lo deseáis, vuestro marido aplazará su decisión. Si ejecuta la deuda, mi vida carecerá de sentido. ¡Hacedlo por mí! ¡Por los viejos tiempos!

Elionor se hizo rogar durante unos instantes, en pie frente al caballero arrodillado. Fingió que pensaba.

– Levantaos -ordenó-. Podría haber una posibilidad…

– ¡Os lo ruego! -repitió Felip de Ponts antes de levantarse.

– Es muy arriesgada.

– ¡Lo que sea! No tengo miedo a nada. He luchado con el rey en tod…