Arnau había cumplido las promesas hechas a Elionor, pero también cumplió con las garantías bajo las que se las ofreció, y su relación era distante y fría; se reducía a lo imprescindible para la convivencia. Mientras, Mar había cumplido veinte esplendorosos años y seguía negándose a contraer matrimonio. «¿Para qué voy a hacerlo si tengo a Arnau para mí? ¿Qué haría él sin mí? ¿Quién lo descalzaría? ¿Quién lo atendería a la vuelta del trabajo? ¿Quién charlaría con él y escucharía sus problemas? ¿Elionor? ¿Joan, cada día más enfrascado en sus estudios? ¿Los esclavos?, ¿o un Guillem con quien ya pasa la mayor parte del día?», pensaba la muchacha. Todos los días, Mar esperaba con impaciencia la vuelta a casa de Arnau. Su respiración se aceleraba cuando oía sus aldabonazos sobre los portalones y la sonrisa volvía a sus labios en cuanto acudía, corriendo, a esperarle en lo alto de las escalinatas que llevaban a las plantas nobles. Porque durante el día, cuando Arnau no estaba, su vida era un monótono y constante suplicio.

– ¡Nada de perdiz! -resonó en las cocinas-, hoy comeremos ternera.

Mar se volvió hacia la baronesa, de pie en la entrada de la cocina. A Arnau le gustaba la perdiz. Había ido con Donaha a comprarlas. Las eligió ella misma, las colgó de una barra en la cocina y comprobó día tras día su estado. Por fin decidió que ya estaban en su punto y, por la mañana, temprano, bajó a la cocina para prepararlas.

– Pero…-intentó oponerse Mar.

– Ternera -la interrumpió Elionor, traspasándola con la mirada.

Mar se volvió hacia Donaha, pero la esclava le contestó encogiendo imperceptiblemente los hombros.

– Lo que se come en esta casa lo decido yo -continuó la baronesa, dirigiéndose en esta ocasión a todos los esclavos presentes en la cocina-. ¡En esta casa mando yo!

Tras su último grito, dio media vuelta y se fue. Aquel día, Elionor esperó a comprobar el resultado de su desplante. ¿Acudiría la muchacha, a Arnau o mantendría aquella disputa en secreto? Mar también pensó en ello: ¿debía contárselo a Arnau? ¿Qué podía ganar haciéndolo? Si Arnau se ponía de su parte, discutiría con Elionor y en realidad ella era la señora de la casa. ¿Y si no se ponía de su parte? Se le encogió el estómago. ¿Y si no lo hacía? Arnau dijo en una ocasión que no debía ofender al rey. ¿Y si Elionor se quejaba al rey por su causa? ¿Qué diría entonces Arnau?

Elionor dejó escapar una sonrisa de desprecio hacia Mar al final del día, cuando comprobó que Arnau seguía tratándola como siempre, sin dirigirle la palabra. Con el tiempo, la sonrisa se fue convirtiendo en un constante asedio a la muchacha. Elionor prohibió que acompañara a los esclavos a la compra y que entrase en las cocinas. Apostó esclavos en las puertas de los salones cuando ella estaba dentro. «La señora baronesa no desea ser molestada», le decían a Mar cuando trataba de entrar en ellos. Día tras día, Elionor encontró más formas de molestar a la muchacha.

El rey. No debían ofender al rey. Mar tenía aquellas palabras grabadas en la mente y se las repetía una y otra vez. Elionor seguía siendo su pupila y podía acudir al monarca en cualquier momento. ¡Ella no sería la causa de que Elionor se ofendiera!

Cuan equivocada estaba. Poco satisfacían a Elionor las rencillas domésticas. Sus pequeñas victorias desaparecían cuando Arnau regresaba a casa y Mar saltaba a sus brazos. Los dos reían, charlaban… y se rozaban. Arnau contaba los sucesos del día, las disputas en la lonja, los cambios, los barcos, sentado en un sillón, con Mar a sus pies, embelesada en sus historias. ¿Acaso no debía ser aquél el sitio de su legítima esposa? Arnau, acompañado de Mar, se quedaba en una de las ventanas, por la noche, después de cenar, con ella cogida de su brazo, mientras ambos miraban la noche estrellada. A sus espaldas, Elionor apretaba los puños hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos; entonces el dolor la hacía reaccionar y se levantaba bruscamente para retirarse a sus habitaciones.

Y en la soledad pensaba en su situación. Arnau no la había tocado desde que contrajeran matrimonio. Ella se acariciaba el cuerpo, los pechos…, ¡todavía se mantenían firmes!, las caderas, la entrepierna, y cuando el placer empezaba a llegar, chocaba siempre con la realidad: aquella muchacha… ¡aquella muchacha había logrado ocupar su puesto!

– ¿Qué sucederá cuando mi esposo fallezca?

Se lo preguntó directamente, sin preámbulos, tras tomar asiento frente a la mesa repleta de libros. Después tosió; todo aquel estudio lleno de libros y legajos, el polvo…

Reginald d'Area examinó con tranquilidad a su visitante. Era el mejor abogado de la ciudad, le habían comentado a Elionor, un experto glosador de los Usatges de Cataluña.

– Tengo entendido que no tenéis hijos de vuestro esposo, ¿es cierto? -Elionor frunció las cejas-. Debo saberlo -insistió con parsimonia. Todo él, corpulento y con aspecto bonachón, con su melena y su barba blancas, infundía seguridad.

– No. No los he tenido.

– Imagino que vuestra consulta se refiere al aspecto patrimonial.

Elionor se movió en la silla, inquieta.

– Sí -contestó al fin.

– Vuestra dote os será devuelta. En cuanto al patrimonio propio de vuestro esposo, puede disponer de él por testamento como desee.

– ¿No me corresponderá nada?

– El usufructo de sus bienes durante un año, el año de luto.

– ¿Sólo?

El grito logró descomponer a Reginald d'Area. ¿Qué se creía aquella mujer?

– Eso se lo debéis a vuestro tutor, el rey Pedro -contestó con sequedad.

– ¿Qué queréis decir?

– Hasta que vuestro tutor accedió al trono regía en Cataluña una ley de Jaime I por la que la viuda, mientras lo hiciera honestamente, disfrutaba del usufructo de toda la herencia de su marido de por vida. Pero los mercaderes de Barcelona y Perpiñán son muy celosos de su patrimonio, incluso cuando se trata de sus esposas, y consiguieron un privilegio real por el que tan sólo disfrutarían de un año de luto, no del usufructo. Vuestro tutor ha elevado dicho privilegio a rango de ley general para todo el principado…

Elionor no lo escuchaba y se levantó antes de que el abogado finalizase su exposición. Volvió a toser y paseó la mirada por el estudio. ¿Para qué querría tantos libros? Reginald se levantó también.

– Si necesitáis algo más…

Elionor, ya de espaldas, se limitó a levantar una mano. Estaba claro: necesitaba tener un hijo de su marido para asegurarse el futuro. Arnau había cumplido su palabra y Elionor había conocido otra forma de vida: el lujo, algo que había visto en la corte pero que, al estar sometida a los innumerables controles de los tesoreros reales, siempre había estado fuera de su alcance. Ahora gastaba cuanto quería, tenía cuanto deseaba. Pero si Arnau moría… Y lo único que se lo impedía, lo único que lo mantenía apartado de ella, era aquella bruja voluptuosa. Si la bruja no estuviera…, si desapareciese… ¡Arnau se rendiría ante ella! ¿Cómo no iba a ser capaz de seducir a un siervo fugitivo?

Unos días después, Elionor llamó a sus estancias al fraile, el único de los Estanyol con el que tenía algún trato.

– ¡No puedo creerlo! -le contestó Joan.

– Pues así es, fra Joan -dijo Elionor con las manos todavía en el rostro-. Desde que nos casamos no me ha puesto una mano encima.

Joan sabía que no había amor entre Arnau y Elionor, que dormían en habitaciones separadas.Y qué más daba aquello. Nadie se casaba por amor y la mayoría de los nobles dormían separados. Pero si Arnau no había tocado a Elionor, entonces no estaban casados.

– ¿Habéis hablado del asunto? -le preguntó. Elionor separó las manos del rostro para mostrar unos ojos enrojecidos que requirieron la atención inmediata de Joan.

– No me atrevo. No sabría cómo hacerlo. Además, creo… -Elionor dejó en el aire sus sospechas. -¿Qué es lo que creéis?

– Creo que Arnau está más pendiente de Mar que de su propia esposa.

– Ya sabéis que Arnau adora a esa muchacha. -No me refiero a ese tipo de amor, fra Joan -insistió bajando la voz. Joan se irguió en el sillón-. Sí. Sé que os costará creerlo pero estoy convencida de que esa muchacha, como vos la llamáis, pretende a mi marido. ¡Es como tener al diablo en mi propia casa, fra Joan! -Elionor logró que su voz temblase-. Mis armas, fra Joan, son las de una simple mujer que quiere cumplir con el mandato que la Iglesia impone a las mujeres casadas, pero cada vez que lo intento me topo con que mi marido se halla inmerso en una voluptuosidad que le impide fijarse en mí. ¡Ya no sé qué hacer!

¡Por eso no quería casarse Mar! ¿Sería verdad? Joan empezó a recordar: siempre estaban juntos, y cómo se lanzaba en sus brazos. Y aquellas miradas, y las sonrisas. ¡Qué estúpido había sido! El moro lo sabía, seguro que lo sabía; por eso la defendía. -No sé qué deciros -se excusó.

– Tengo un plan… pero necesito vuestra ayuda y, sobre todo, vuestro consejo.

43

Joan escuchó el plan de Elionor y, mientras lo hacía, un escalofrío recorrió su cuerpo.

– Tengo que pensarlo -le contestó cuando ésta insistió en su dramática situación matrimonial.

Esa misma tarde Joan se encerró en su habitación. Excusó su presencia en la cena. Evitó a Arnau y a Mar. Evitó la inquisitiva mirada de Elionor. Fra Joan miró sus libros de teología, pulcramente ordenados en un armario. En ellos debería estar la respuesta a sus problemas. Durante todos los años que había pasado lejos de su hermano, Joan no dejó de pensar en él. Quería a Arnau; él y su padre fueron lo único que tuvo en su infancia. Sin embargo, en ese cariño había tantos pliegues como en su hábito. Agazapada en ellos estaba una admiración que, en los peores momentos, rozaba la envidia. Arnau, con la sonrisa franca y el gesto presto, un niño que afirmaba hablar con la Virgen. Fra Joan hizo un gesto displicente al recordar lo mucho que intentó oír esa voz. Ahora sabía que era casi imposible, que sólo unos pocos elegidos se veían bendecidos con ese honor. Estudió y se disciplinó con la esperanza de ser uno de ellos; ayunó hasta casi perder la salud, pero todo fue en vano.

Fra Joan se enfrascó en las doctrinas del obispo Hincmaro, en las de san León Magno, en las del maestro Graciano, en las cartas de san Pablo y en las de otros muchos.

Sólo la comunión carnal entre los cónyuges, la coniunctio sexuum , puede lograr que el matrimonio entre los hombres refleje la unión de Cristo con la Iglesia, objetivo principal del sacramento: sin la carnalis copula no existe el matrimonio, decía el primero.