– No le voy a pegar -dijo dirigiéndose al hombre-; tampoco a ti, ni a nadie de tu familia. No os voy a pedir más dinero. Sólo quiero ver tu finca. Dile a tu esposa que se levante.

Primero había sido miedo, después tristeza, ahora extrañeza; los dos clavaron en Arnau sus ojos hundidos con expresión de sorpresa. «¿Acaso jugamos a ser dioses?», pensó Arnau. ¿Qué le habían hecho a esa familia para que respondiera de esa forma? Estaban dejando morir a uno de sus hijos y aún pensaban que alguien acudía a ellos para pedirles más dinero.

El granero estaba vacío. El establo también. Los campos descuidados, los aperos de labranza estropeados y la casa… Si el niño no moría de hambre lo haría de cualquier enfermedad. Arnau no se atrevió a tocarlo; parecía…, parecía que fuera a romperse sólo con moverlo.

Cogió la bolsa del cinto y sacó unas monedas. Se las fue a ofrecer al hombre pero rectificó y sacó más monedas.

– Quiero que este niño viva -le dijo dejando los dineros sobre lo que en tiempos debía de haber sido una mesa-. Quiero que tú, tu esposa y tus otros dos hijos comáis. Este dinero es para vosotros, ¿entendido? Nadie tiene derecho a él, y si tenéis algún problema acudid a verme al castillo.

Ninguno de ellos se movió; tenían la mirada puesta en las monedas. Ni siquiera fueron capaces de desviarla para despedirse de Arnau cuando éste salió de la casa.

Arnau volvió al castillo sin decir palabra, cabizbajo, pensativo. Mar compartió con él el silencio.

– Todos están igual, Joan -dijo Arnau una noche, mientras los dos solos paseaban al fresco por las afueras del castillo-. Hay algunos que han tenido la suerte de ocupar masías deshabitadas, de payeses muertos o que simplemente han huido, ¿cómo no van a hacerlo? Esas tierras las dedican ahora a bosque y pastos, lo que les da cierta garantía de supervivencia cuando las tierras no producen. Pero los más… los más están en una situación desastrosa. Los campos no producen y mueren de hambre.

– Eso no es todo -añadió Joan-; me he enterado de que los nobles, tus feudatarios, están obligando a firmar capbreus a los payeses que quedan…

– ¿Capbreus ?

– Son documentos por los que los payeses reconocen la vigencia de todos los derechos feudales que habían quedado en desuso en épocas de bonanza. Como quedan pocos hombres, los sangran para conseguir los mismos beneficios que cuando había muchos y las cosas iban bien.

Arnau llevaba bastantes noches durmiendo mal. Se despertaba sobresaltado tras ver rostros demacrados. Sin embargo, en aquella ocasión ni siquiera pudo conciliar el sueño. Había recorrido sus tierras y había sido generoso. ¿Cómo podía admitir tal situación? Todas aquellas familias dependían de él; primero de sus señores, pero éstos, a su vez, eran feudatarios de Arnau. Si él, como señor de estos últimos, les exigía el pago de sus rentas y mercedes, los nobles repercutirían en aquellos desgraciados las nuevas obligaciones que el carlán había gestionado con absoluta negligencia.

Eran esclavos. Esclavos de la tierra. Esclavos de sus tierras. Arnau se encogió en el lecho. ¡Sus esclavos! Un ejército de hombres, mujeres y niños hambrientos a los que nadie daba importancia alguna… salvo para sangrarlos hasta la muerte. Arnau recordó a los nobles que habían venido a visitar a Elionor, sanos, fuertes, lujosamente vestidos, ¡alegres! ¿Cómo podían vivir de espaldas a la realidad de sus siervos? ¿Qué podía hacer él?

Era generoso. Repartía dinero allí donde lo necesitaban, una miseria para él, pero despertaba alegría entre los niños y hacía sonreír a Mar, siempre a su lado. Pero aquello no podía eternizarse. Si seguía repartiendo dinero serían los nobles quienes se aprovecharían de ello. Continuarían sin pagarle a él y explotarían todavía más a los desgraciados. ¿Qué podía hacer?

Y mientras Arnau se levantaba cada día más y más pesimista, el estado de ánimo de Elionor era muy distinto.

– Ha convocado a nobles, payeses y lugareños para la Virgen de Agosto -explicó Joan a su hermano, que en su calidad de dominico era el único que mantenía algún contacto con la baronesa.

– ¿Para qué?

– Para que le rindan… os rindan homenaje -rectificó. Arnau lo instó a continuar-. Según la ley… -Joan abrió los brazos; tú me lo has pedido, intentó decirle con el gesto-. Según la ley cualquier noble, en cualquier momento, puede exigir de sus vasallos que renueven el juramento de fidelidad y reiteren el homenaje a su señor. Es lógico que no habiéndolo recibido todavía, Elionor desee que se lo presten.

– ¿Quieres decir que vendrán?

– Los nobles y caballeros no tienen obligación de comparecer a un llamamiento público, siempre y cuando renueven su vasallaje en privado, presentándose ante su nuevo señor en el plazo de un año, un mes y un día, pero Elionor ha estado hablando con ellos y parece ser que acudirán. A fin de cuentas es la pupila del rey. Nadie quiere enfrentarse a la pupila del rey.

– ¿Y al esposo de la pupila del rey?

Joan no le contestó. Sin embargo, algo en sus ojos… Conocía aquella mirada.

– ¿Tienes algo más que decirme, Joan?

El fraile negó con la cabeza.

Elionor ordenó la construcción de un entarimado en un llano situado al pie del castillo. Soñaba con el día de la Virgen de Agosto. Cuántas veces había visto a nobles y pueblos enteros prestar vasallaje a su tutor, el rey. Ahora se lo prestarían a ella, como a una reina, como a una soberana en sus tierras. ¿Qué más daba que Arnau estuviera a su lado? Todos sabían que era a ella, a la pupila del rey, a quien se sometían.

Tal era su ansiedad que, cercano ya el día señalado, incluso se permitió sonreír a Arnau, desde muy lejos y débilmente, pero le sonrió.

Arnau dudó y sus labios devolvieron una mueca.

«¿Por qué le he sonreído?», pensó Elionor. Apretó los puños. «¡Imbécil! -se insultó a sí misma-. ¿Cómo te humillas ante un vulgar cambista, un siervo fugitivo?» Llevaban más de un mes y medio en Montbui y Arnau no se había acercado a ella. ¿Acaso no era un hombre? Cuando nadie la miraba observaba el cuerpo de Arnau, fuerte, poderoso, y por las noches, sola en su alcoba, se permitía soñar que aquel hombre la montaba salvajemente. ¿Cuánto tiempo hacía que no vivía aquellas sensaciones? Y él la humillaba con su desdén. ¿Cómo se atrevía? Elionor se mordió con fuerza el labio inferior. «Ya vendrá», se dijo.

El día de la festividad de la Virgen de Agosto, Elionor se levantó al alba. Desde la ventana de su solitario dormitorio observó la planicie dominada por el entarimado que había mandado construir. Los payeses empezaban a congregarse en el llano; muchos ni siquiera habían dormido, para acudir a tiempo al requerimiento de sus señores. Todavía no había llegado ningún noble.

40

El sol anunció un día espléndido y caluroso. El cielo límpido y sin nubes, semejante al que casi cuarenta años atrás acogió la celebración del matrimonio de un siervo de la tierra llamado Bernat Estanyol, parecía una cúpula azul celeste sobre los miles de vasallos congregados en el llano. Se acercaba la hora, y Elionor, con sus mejores galas, paseaba nerviosa por el inmenso salón del castillo de Montbui. ¡Sólo faltaban los nobles y caballeros! Joan, ataviado con su hábito negro, descansaba en una silla, y Arnau y Mar, como si la cosa no fuera con ellos, cruzaban divertidas miradas de complicidad ante cada suspiro de desesperación que surgía de la garganta de Elionor.

Finalmente, llegaron los nobles. Sin guardar las formas, impaciente como su señora, un sirviente de Elionor irrumpió en la estancia para anunciar su llegada. La baronesa se asomó a la ventana, y cuando se volvió hacia los presentes, su cara irradiaba felicidad. Los nobles y los caballeros de sus tierras llegaban a la planicie con todo el boato de que eran capaces. Sus lujosas vestiduras, sus espadas y sus joyas se mezclaron con el pueblo poniendo una nota de color y brillo en los grises, tristes y desgastados hábitos de los payeses. Los caballos, de la mano de los palafreneros, empezaron a reunirse tras el estrado y sus relinchos rompieron el silencio con el que los humildes habían acogido la llegada de sus señores. Los sirvientes de los nobles instalaron lujosas sillas, tapizadas con seda de colores vivos, al pie de la tarima, donde los nobles y los caballeros jurarían homenaje a sus nuevos señores. Instintivamente, la gente se separó de la última fila de sillas para dejar un espacio visible entre ellos y los privilegiados.

Elionor volvió a mirar por la ventana y sonrió al comprobar de nuevo el alarde de lujo y nobleza con que sus vasallos pensaban recibirla. Cuando al fin, acompañada de su séquito familiar, estuvo ante ellos, sentada en la tarima, mirándolos desde la distancia, se sintió como una verdadera reina.

El escribano de Elionor, convertido en maestro de ceremonias, inició el acto dando lectura al decreto de Pedro III por el que se concedía como dote a Elionor, pupila real, la baronía de los honores reales de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui, con todos sus vasallos, tierras, rentas… Mientras el escribano leía, Elionor se deleitaba en sus palabras; se sentía observada y envidiada -incluso odiada, ¿por qué no?- por cuantos vasallos lo habían sido hasta entonces del rey. Siempre deberían fidelidad al príncipe, pero desde aquel momento, entre el rey y ellos habría un nuevo escalón: ella. Arnau, por el contrario, no prestaba atención alguna a las palabras del escribano y se limitaba a devolver las sonrisas que le dirigían los payeses a los que había visitado y ayudado.

Mezcladas con el pueblo llano e indiferentes a lo que allí ocurría, había dos mujeres vistosamente vestidas, como obligaba su condición de mujeres públicas: una, ya anciana; la otra, madura pero bella, mostrando con altanería sus atributos.

– Nobles y caballeros -gritó el escribano, captando, esta vez sí, la atención de Arnau-, ¿prestáis homenaje a Arnau y Elionor, barones de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui?

– ¡No!

La negativa pareció rasgar el cielo. El despojado carlán del castillo de Montbui se había puesto en pie y había contestado con voz de trueno al requerimiento del escribano. Un murmullo sordo salió de la multitud emplazada tras los nobles; Joan movió la cabeza como si ya lo hubiera previsto, Mar titubeó sintiéndose extraña ante toda aquella gente, Arnau dudó qué hacer y Elionor palideció hasta que su rostro se tornó blanco como la cera.