– ¿Por qué? -preguntó éste.

– Porque me da la impresión de que necesitaré tus oficios. Elionor y su mayordomo partieron a caballo, ella a la amazona, con las dos piernas al mismo lado de la montura y con un palafrenero que a pie llevaba las riendas de su señora. El escribano y dos doncellas iban montados en muías, y cerca de una docena de esclavos tiraban de otras tantas acémilas cargadas con las pertenencias de la baronesa. Arnau alquiló un carro.

Cuando la baronesa lo vio aparecer, destartalado, tirado por dos muías y cargado con las escasas pertenencias de Arnau, Joan y Mar -Guillem y Donaha se quedaban en Barcelona-, el fuego que salió por sus pupilas podría haber prendido una tea. Aquélla fue la primera vez que miró a Arnau y a su nueva familia; se habían casado, habían comparecido ante el obispo, en presencia del rey y su esposa, y ni siquiera había mirado a uno u otros.

Escoltados por la guardia que el rey puso a su disposición, abandonaron Barcelona. Arnau y Mar montados en el carro. Joan caminando a su lado. La baronesa apretó el paso para llegar cuanto antes al castillo. Lo avistaron antes de la puesta de sol.

Erigido en lo alto de una loma, el castillo era una pequeña fortaleza donde hasta entonces había residido un carlán. Payeses y siervos se habían ido sumando al séquito de sus nuevos señores, de modo que, cuando estaban a escasos metros del castillo, más de un centenar de personas caminaba junto a ellos, preguntándose quién sería el personaje tan ricamente vestido pero montado en aquel carro destartalado.

– Y ahora, ¿por qué paramos? -preguntó Mar cuando la baronesa dio orden de detenerse.

Arnau hizo un gesto de ignorancia.

– Porque nos tienen que entregar el castillo -contestó Joan.

– ¿Y no deberíamos entrar para que nos lo entregasen? -inquirió Arnau.

– No. Las Costumbres Generales de Cataluña establecen otro procedimiento: el carlán debe abandonar el castillo, con su familia y la servidumbre, antes de entregárnoslo. -Las pesadas puertas de la fortaleza se abrieron lentamente y el carlán salió de él, seguido por su familia y sus servidores. Cuando llegó a la altura de la baronesa, le entregó algo-. Deberías ser tú quien recogiese esas llaves -le dijo Joan a Arnau.

– ¿Y para qué quiero yo un castillo?

Cuando la nueva comitiva pasó junto al carro, el carlán dirigió una sonrisa burlona a Arnau y sus acompañantes. Mar se ruborizó. Hasta los sirvientes los miraron directamente a los ojos.

– No deberías permitirlo -volvió a intervenir Joan-. Ahora tú eres su señor.Te deben respeto, fidelidad…

– Mira, Joan -lo interrumpió Arnau-, aclaremos una cosa: no quiero ningún castillo, no soy ni pretendo ser el señor de nadie y desde luego sólo pienso permanecer en este lugar el tiempo estrictamente necesario para ordenar lo que haya que ordenar. En cuanto esté todo en regla, volveré a Barcelona, y si la señora baronesa desea vivir en su castillo, ahí lo tiene, todo para ella.

Aquélla fue la primera vez a lo largo del día en que Mar esbozó una sonrisa.

– No puedes irte -negó Joan.

La sonrisa de Mar desapareció y Arnau se volvió hacia el fraile.

– ¿Qué no puedo qué? Puedo hacer lo que quiera. ¿No soy el barón? ¿Acaso no se van los barones con el rey durante meses y meses?

– Pero ellos se van a la guerra.

– Con mi dinero, Joan, con mi dinero. Me parece que es más importante que sea yo el que me vaya que cualquiera de esos barones que no hacen más que pedir préstamos baratos. Bueno -añadió volviéndose hacia el castillo-, y ahora ¿a qué esperamos? Ya está vacío y estoy cansado.

– Todavía falta… -empezó a decir Joan.

– Tú y tus leyes -lo interrumpió-. ¿Por qué tenéis que aprender leyes los dominicos? ¿Qué falta aho…?

– ¡Arnau y Elionor, barones de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui! -Los gritos resonaron a lo largo del valle que se extendía a los pies de la loma. Todos los presentes elevaron la mirada hacia el más alto de los torreones de la fortaleza, donde el mayordomo de Elionor, con las manos a modo de bocina, se desgañitaba-. ¡Arnau y Elionor, barones de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui! ¡Arnau y Elionor…!

– Faltaba el anuncio de la toma del castillo -apostilló Joan.

La comitiva se puso en marcha de nuevo.

– Por lo menos dicen mi nombre.

El mayordomo continuaba gritando.

– Si no, no sería lega -aclaró el fraile.

Arnau fue a decir algo, pero en lugar de ello meneó la cabeza.

El interior de la fortaleza, como era costumbre, había crecido desordenadamente tras las murallas y alrededor de la torre del homenaje, a la que se le había añadido un cuerpo de edificio compuesto por un enorme salón, cocina y despensa, amén de habitaciones en el piso superior. Alejadas del conjunto se erigían diversas construcciones destinadas a albergar a la servidumbre y a los escasos soldados que componían la guarnición del castillo.

Fue el oficial de la guardia, un hombre bajo, fondón, desastrado y sucio, quien tuvo que hacer los honores a Elionor y su séquito. Entraron todos en el gran salón.

– Muéstrame las habitaciones del carlán -le gritó Elionor.

El oficial le indicó una escalera de piedra, adornada con una sencilla balaustrada también de piedra, y la baronesa, seguida del soldado, el mayordomo, el escribano y las doncellas, empezó a subir. En momento alguno se dirigió a Arnau.

Los tres Estanyol se quedaron en el salón, mientras los esclavos depositaban en él las pertenencias de Elionor.

– Quizá debieras… -empezó a decirle Joan a su hermano.

– No intervengas, Joan -le espetó Arnau.

Durante un rato se dedicaron a inspeccionar el salón: sus altos techos, la inmensa chimenea, los sillones, los candelabros y la mesa para una docena de personas. Poco después, el mayordomo de Elionor apareció en la escalera. Sin embargo no llegó a pisar el salón; se quedó tres escalones por encima de él.

– Dice la señora baronesa -cantó desde allí, sin dirigirse a nadie en concreto- que esta noche está muy cansada y no desea ser molestada.

El mayordomo empezaba a dar media vuelta cuando Arnau lo detuvo:

– ¡Eh! -gritó. El mayordomo se volvió-. Dile a tu señora que no se preocupe, que nadie la molestará… Nunca -susurró. Mar abrió los ojos y se llevó las manos a la boca. El mayordomo volvió a dar media vuelta, pero Arnau lo detuvo de nuevo-. ¡Eh! -volvió a gritar-, ¿cuáles son nuestras habitaciones?- El hombre se encogió de hombros-. ¿Dónde está el oficial?

– Atendiendo a la señora.

– Pues sube donde esté la señora y haz bajar al oficial.Y apresúrate, porque de lo contrario te cortaré los testículos y la próxima vez que vuelvas a anunciar la toma de un castillo lo harás trinando.

El mayordomo, agarrado a la balaustrada, dudó. ¿Era aquél el mismo Arnau que había aguantado todo un día subido en un carro? Arnau entrecerró los ojos, se acercó a la escalinata y desenfundó el cuchillo de bastaix que había querido llevar a la boda. El mayordomo no alcanzó a ver su punta roma; al tercer paso de Arnau, corrió escaleras arriba.

Arnau se volvió y vio a Mar riendo, y el rostro displicente de fra Joan. Aunque no sólo sonreían ellos: algunos esclavos de Elionor habían presenciado la escena y también cruzaban sonrisas.

– ¡Y vosotros! -les gritó Arnau-, descargad el carro y llevad las cosas a nuestras habitaciones.

Llevaban ya más de un mes instalados en el castillo. Arnau había intentado poner orden en sus nuevas propiedades; sin embargo, cuantas veces se enfrascaba en los libros de cuentas de la baronía, terminaba cerrándolos con un suspiro. Hojas rotas, números rasgados y sobrescritos, datos contradictorios cuando no falsos. Eran ininteligibles, totalmente indescifrables.

A la semana de su estancia en Montbui, Arnau empezó a acariciar la idea de regresar a Barcelona y dejar aquellas propiedades en manos de un administrador, pero mientras tomaba la decisión optó por conocerlas un poco más; aunque, lejos de acudir a los nobles que le debían vasallaje y que en sus visitas al castillo lo desdeñaban por completo y se rendían a los pies de Elionor, lo hizo al común, a los payeses, a los siervos de sus siervos.

Acompañado de Mar, salió a los campos con curiosidad. ¿Qué habría de cierto en lo que escuchaba en Barcelona? Ellos, los comerciantes de la gran ciudad, a menudo basaban sus decisiones en las noticias que les llegaban. Arnau sabía que la epidemia de 1348 despobló los campos, eso se decía, y que justo el año anterior, el de 1358, una plaga de langosta empeoró la situación tras arruinar las cosechas. La falta de recursos propios empezó a dejarse notar en el comercio y los mercaderes variaron sus estrategias.

– ¡Dios! -murmuró a las espaldas del primer payés, cuando éste entró corriendo en la masía para presentar al nuevo barón a su familia.

Como él, Mar no podía apartar la mirada del ruinoso edificio y de sus alrededores, tan sucios y dejados como el hombre que los había recibido y que ahora volvía a salir acompañado de una mujer y dos niños pequeños.

Los cuatro se pusieron en fila ante ellos y, torpemente, intentaron hacerles una reverencia. Había miedo en sus ojos. Sus ropas estaban ajadas y los niños… Los niños ni siquiera podían tenerse en pie. Sus piernas eran delgadas como espigas.

– ¿Es ésta tu familia? -preguntó Arnau.

El payés empezaba a asentir justo cuando desde dentro de la masía surgió un débil llanto. Arnau frunció las cejas y el hombre negó con la cabeza, lentamente; el miedo de sus ojos se convirtió en tristeza.

– Mi mujer no tiene leche, señoría.

Arnau miró a la mujer. ¿Cómo iba a tener leche aquel cuerpo? ¡Primero había que tener pechos!

– ¿Y nadie por aquí podría…?

El payés se adelantó a su pregunta.

– Todos están igual, señoría. Los niños mueren.

Arnau percibió cómo Mar se llevaba una mano a la boca.

– Enséñame tu finca: el granero, los establos, tu casa, los campos.

– ¡No podemos pagar más, señoría!

La mujer había caído de rodillas y empezaba a arrastrarse hacia Mar y Arnau.

Arnau se acercó a ella y la cogió por los brazos. La mujer se encogió al contacto de Arnau.

– ¿Qué…?

Los niños empezaron a llorar.

– No le peguéis, señoría, os lo ruego -intervino el esposo acercándose a él-; es cierto, no podemos pagar más. Castigadme a mí.

Arnau soltó a la mujer y se retiró unos pasos, hasta donde estaba Mar, que observaba la escena con los ojos muy abiertos.