Los consejeros dieron la orden y el ejército del pueblo de Barcelona se puso en marcha. Los pendones de Sant Jordi y de la ciudad iban por delante, después los bastaixos y después las demás cofradías, tres mil hombres para un solo caballero, Elionor y Joan con ellos.

A medio camino, la host de Barcelona aumentó con más de un centenar de payeses de las tierras de Arnau, que acudían gustosos, con sus ballestas, a defender a quien tan generosamente los había tratado. Arnau comprobó que ningún otro noble o caballero se sumó a ellos.

Arnau caminaba serio bajo el pendón, mezclado entre los bastaixos . Joan intentó rezar, pero lo que en otros momentos le salía de corrido ahora se trababa en su mente. Ni él ni Elionor habían imaginado que Arnau llegaría a convocar a la host ciudadana. El estruendo que originaban aquellos tres mil hombres en busca de justicia y satisfacción para una ciudadana barcelonesa ensordecía a Joan. Muchos de ellos habían besado a sus hijas antes de partir; más de uno, ya armado, mientras se despedía de su mujer, la había cogido del mentón y le había dicho: «Barcelona defiende a sus gentes… sobre todo a sus mujeres».

«Arrasarán las tierras del desgraciado Felip de Ponts como si la secuestrada fuera su hija -pensó Joan-. Lo juzgarán y lo ejecutarán, pero antes le darán oportunidad de hablar…» Joan miró a Arnau, que seguía caminando en silencio, con el semblante sombrío.

Al atardecer, la host ciudadana alcanzó las tierras de Felip de Ponts y se detuvo al pie de una pequeña loma en cuya cima se encontraba la masía del caballero. Ésta no era sino una casa de payés sin defensa alguna, excepción hecha de la usual torre de vigilancia que se erguía en uno de sus costados. Joan miró hacia la masía; luego, paseó la vista por el ejército que esperaba las órdenes de los consejeros de la ciudad. Miró a Elionor, que evitó enfrentarse a él. ¡Tres mil hombres para tomar una simple masía!

Joan despertó y corrió al lugar al que se habían desplazado Arnau y Guillem, junto a los consejeros y demás prohombres de la ciudad, bajo el pendón de Sant Jordi. Los encontró discutiendo qué hacer a partir de aquel momento y el estómago se le encogió al comprobar que la gran mayoría eran partidarios de atacar la masía, sin advertencias de tipo alguno y sin dar oportunidad a Ponts de rendirse a la host.

Los consejeros empezaron a dar órdenes a los prohombres de las cofradías. Joan miró a Elionor, que permanecía hieràtica, con la mirada perdida en la masía. Se acercó a Arnau. Fue a hablarle pero no pudo. Guillem, a su lado, erguido, lo miró con un deje de desprecio. Los prohombres de las cofradías empezaron a transmitir las órdenes a sus soldados. El rumor de los preparativos para la guerra se hizo presente. Se encendieron antorchas; se oyó el acero de las espadas y la cuerda de las ballestas al tensarse. Joan se volvió para mirar a la masía y de nuevo al ejército. Se ponía en marcha. No habría concesiones. Barcelona no tendría clemencia. Arnau, como un soldado más, dejó atrás al fraile en dirección a la masía del señor de Ponts; empuñaba el cuchillo. Una nueva mirada a Elionor: seguía impasible.

– ¡No…! -gritó Joan cuando su hermano ya le había dado la espalda.

Su grito, sin embargo, fue acallado por el rumor del ejército entero. De la masía salió una figura a caballo; Felip de Ponts, al paso, lentamente, se dirigía hacia ellos.

– ¡Prendedlo! -ordenó un consejero.

– ¡No! -gritó Joan. Todos se volvieron hacia él. Arnau lo interrogó con la mirada-. Al hombre que se rinde no hay que prenderle.

– ¿Qué pasa, fraile? -inquirió uno de los consejeros-. ¿Acaso vas a mandar sobre la host de Barcelona?

Joan suplicó con la mirada a Arnau.

– Al hombre que se rinde no hay que prenderle -repitió para su hermano.

– Dejad que se rinda -concedió Arnau.

La primera mirada de Felip de Ponts fue para sus cómplices. Después se enfrentó a quienes se hallaban bajo el pendón de Sant Jordi, entre ellos Arnau y los consejeros de la ciudad.

– Ciudadanos de Barcelona -gritó lo suficientemente alto para que le pudiera escuchar todo el ejército-, sé la razón por la que hoy estáis aquí y sé que buscáis justicia para con una conciu-dadana vuestra. Aquí me tenéis. Me confieso autor de los delitos que se me imputan, pero antes de que me prendáis y arraséis mis propiedades os suplico la oportunidad de hablar.

– Hazlo -le permitió uno de los consejeros.

– Es cierto que, contra su voluntad, he secuestrado y yacido con Mar Estanyol… -Un murmullo recorrió las filas de la host barcelonesa interrumpiendo el discurso de Felip de Ponts. Arnau cerró las manos sobre la ballesta-. Lo he hecho aun a costa de mi vida, consciente del castigo por tales delitos. Lo he hecho y volvería a hacerlo si volviera a nacer, pues tal es el amor que siento por esa muchacha, tal la desazón por verla marchitarse en su juventud sin un marido a su lado para disfrutar de los dones que Dios le ha concedido, que mis sentimientos superaron la razón y mis actos fueron más los de un animal loco de pasión que los de un caballero del rey Pedro. -Joan sintió la atención del ejército y mentalmente trató de dictarle al caballero sus siguientes palabras-. Como animal que he sido, me entrego a vosotros; como caballero que me gustaría volver a ser, me comprometo a contraer matrimonio con Mar para seguir amándola toda la vida. ¡Juzgad-me! No estoy dispuesto, como prevén nuestras leyes, a proporcionarle marido de su valor. Antes que verla con otro me quitaría la vida yo mismo.

Felip de Ponts finalizó su discurso y esperó orgullosamente erguido sobre su caballo, desafiando a un ejército de tres mil hombres que se mantenía en silencio tratando de asimilar las palabras que acababan de escuchar.

– ¡Loado sea el Señor! -gritó Joan.

Arnau le miró extrañado. Todos se volvieron hacia el fraile, Elionor incluida.

– ¿A qué viene eso? -preguntó Arnau.

– Arnau -le dijo Joan agarrándole del brazo y en voz lo suficientemente alta para que lo pudieran oír los presentes-, éste no es más que el resultado de nuestra propia negligencia. -Arnau dio un respingo-. Durante años hemos consentido los caprichos de Mar, haciendo dejación de nuestros deberes para con una joven sana y bella que ya debería haber traído hijos a este mundo, como es su obligación; así lo disponen las leyes de Dios y nosotros no somos quiénes para negar los designios de Nuestro Señor. -Arnau intentó replicar, pero Joan lo obligó a guardar silencio con un movimiento de la mano-. Me siento culpable. Durante años me he sentido culpable por ser demasiado complaciente con una mujer caprichosa cuya vida carecía de sentido conforme a las normas de la santa Iglesia católica. Este caballero -añadió señalando a Felip de Ponts- no es más que la mano de Dios, alguien enviado por el Señor para realizar aquello que no hemos sabido hacer nosotros. Sí, durante años me he sentido culpable al comprobar cómo se marchitaba la belleza y salud que Dios había proporcionado a una muchacha que tuvo la fortuna de ser recogida por un hombre bondadoso como tú. No quiero sentirme culpable también de la muerte de un caballero que, a costa de su propia vida, que hoy nos ofrece, ha venido a cumplir lo que nosotros no hemos sido capaces de cumplir. Consiente en el matrimonio. Yo, si de algo te sirve mi opinión, aceptaría.

Arnau guardó silencio durante unos instantes. El ejército entero estaba pendiente de sus palabras. Joan aprovechó el momento para volverse hacia Elionor y le pareció observar una orgullosa sonrisa en sus labios.

– ¿Quieres decir que esto es culpa mía? -preguntó Arnau a Joan.

– Mía, Arnau, mía. Soy yo quien debería haberte advertido de cuáles son las leyes de la Iglesia, de cuál es el designio de Dios, pero no lo he hecho… y lo siento.

Guillem echaba fuego por los ojos.

– ¿Cuál es el deseo de la muchacha? -preguntó Arnau al señor de Ponts.

– Soy caballero del rey Pedro -contestó éste-, y sus leyes, las mismas por las que hoy estáis aquí, no valoran el deseo de una mujer casadera. -Un rumor de aprobación corrió entre las filas de la host-. Estoy ofreciéndome en matrimonio, yo, Felip de Ponts, caballero catalán. Si tú, Arnau Estanyol, barón de Cataluña, cónsul de la Mar, no consientes el matrimonio, prendedme y juzgadme; si consientes, de poco importa el deseo de la muchacha.

El ejército volvió a aprobar las palabras del caballero. Aquélla era la ley, y todos la cumplían y entregaban a sus hijas en matrimonio con independencia de su voluntad.

– No se trata de su deseo, Arnau -terció Joan bajando la voz-. Se trata de tu obligación. Asúmela. Nadie pide la opinión de sus hijas o sus pupilas. Se decide siempre considerando lo más beneficioso para ellas. Este hombre ha yacido con Mar. Poco importa ya cuál sea el deseo de la muchacha. O se casa con él o su vida será un infierno. Tienes que decidir tú, Arnau: una muerte más o la solución divina a nuestra dejadez.

Arnau buscó entre sus allegados. Miró a Guillem, que permanecía con la vista clavada en el caballero, rezumando odio. Encontró a Elionor, su esposa por designio real, y los dos aguantaron la mirada. Con un gesto, Arnau requirió su opinión. Elionor asintió. Por último, se volvió hacia Joan.

– Es la ley -le contestó éste.

Arnau miró al caballero. Después al ejército. Habían bajado sus armas. Ninguno de aquellos tres mil hombres parecía discutir los argumentos del señor de Ponts, ninguno pensaba ya en la guerra. Esperaban la decisión de Arnau. Aquélla era la ley catalana, la ley de la mujer. ¿Qué conseguiría luchando, matando al caballero y liberando a Mar? ¿Cuál sería la vida de la muchacha a partir de entonces, secuestrada y violada como lo había sido? ¿Un convento?

– Consiento.

Hubo un momento de silencio. Luego, un murmullo se propagó entre las filas de los soldados mientras se trasladaba de unos a otros la decisión de Arnau. Alguien aprobó públicamente su postura. Otro gritó. Algunos más se sumaron y la host estalló en vítores.

Joan y Elionor cruzaron sus miradas.

A tan sólo un centenar de metros de donde se encontraban, encerrada en la torre de vigilancia de la masía de Felip de Ponts, la mujer cuyo futuro acababa de decidirse observaba a la muchedumbre que se agolpaba al pie de la pequeña loma. ¿Por qué no subían? ¿Por qué no atacaban? ¿Qué podían estar tratando con aquel miserable? ¿Qué gritaban?

– ¡Arnau! ¿Qué gritan tus hombres?

45

El griterío de la host lo convenció de que lo que acababa de oír era cierto: «Consiento». Guillem apretó los labios con fuerza. Alguien le golpeó la espalda y se unió al griterío. «Consiento.» Guillem miró a Arnau y después al caballero. Su rostro aparecía relajado. ¿Qué podía hacer un simple esclavo como él? Volvió a mirar a Felip de Ponts; ahora sonreía. «He yacido con Mar Estanyol -eso es lo que había dicho-: ¡he yacido con Mar Estanyol!» ¿Cómo podía Arnau…?