– ¿Acaso no sabes decir otra cosa?

– Sí -contestó el hombre entrecerrando los ojos-. Los oficiales del rey suelen morir pronto en batalla.

Aledis no lo vio venir. El barquero descargó una terrible bofetada en la mejilla de la muchacha. Aledis se giró, antes de caer postrada a los inmundos pies de su agresor.

El hombre se agachó, la agarró del cabello y empezó a arrastrarla hacia la cabana. Aledis clavó sus uñas en la mano del hombre hasta notar cómo se hundían en la carne, pero él siguió arrastrándola. Intentó levantarse, dio varios traspiés y volvió a caer. Se recuperó y se lanzó a gatas contra las piernas de su agresor, tratando de inmovilizarlas. El barquero se zafó y le propinó una patada en la boca del estómago.

Ya dentro del chamizo, mientras intentaba recuperar el aliento, Aledis sintió que la tierra y el barro arañaban su cuerpo al son de la lujuria del barquero.

Mientras esperaba a las diversas hosts y asambleas del principado, así como los correspondientes víveres, el rey Pedro estableció su cuartel general en un albergue de Figueras, ciudad con representación en Cortes y cercana a la frontera con el condado del Ro-sellón. El infante don Pedro y sus caballeros se instalaron en Pe-relada, y el infante don Jaime y los demás nobles -el señor de Eixèrica, el conde de Luna, Blasco de Alagó, mosén Juan Ximé-nez de Urrea, Felipe de Castro y mosén Juan Ferrández de Luna, entre otros- se repartieron, junto con sus tropas, por los alrededores de Figueras.

Arnau Estanyol se hallaba con las tropas reales. A sus veintidós años jamás había vivido una experiencia como la de aquellos días. El campamento real, en el que se hacinaban más de dos mil hombres exultantes por la victoria obtenida en Mallorca, ávidos de guerra, pelea y botín, sin nada que hacer salvo esperar la orden real de marchar sobre el Rosellón, era el polo opuesto al orden que reinaba en Barcelona. Salvo los momentos en que la tropa recibía instrucción o hacía ejercicios de tiro, la vida en el campamento giraba en torno a las apuestas, las tertulias en las que los novatos escuchaban terroríficas historias de guerra de boca de los orgullosos veteranos y, cómo no, los hurtos y las pendencias.

Junto a tres jóvenes venidos de Barcelona y tan inexpertos como él en el arte de la guerra, Arnau acostumbraba a pasear por el campamento. Le maravillaban los caballos y las armaduras, que los sirvientes se ocupaban de tener bruñidas en todo momento, y las mostraban al sol, frente a las tiendas, en una suerte de competición en la que vencían aquellas armas y pertrechos que más refulgían. Pero si las monturas y las armas lo maravillaban, sufría por el contrario el suplicio de la suciedad, el mal olor y las miríadas de insectos atraídos por los desechos de miles de hombres y animales. Los oficiales reales ordenaron la construcción de unas largas y profundas zanjas a modo de letrinas, lo más alejadas posible del campamento, junto a un arroyo en el que pretendían desaguar los detritos de los soldados. Sin embargo, el arroyo estaba casi seco y los desechos se amontonaban y se descomponían, originando un hedor pegajoso e insoportable.

Una mañana en que Arnau y sus tres nuevos compañeros paseaban entre las tiendas, vieron que se acercaba un caballero que volvía de ejercitarse. El caballo, que se dirigía hacia la cuadra en busca de una comida bien merecida y de que lo descargaran del peso de la armadura que cubría su pecho y sus flancos, piafaba alzando sus patas, mientras el jinete trataba de llegar a su tienda sin causar daño, sorteando a los soldados y los enseres amontonados en las calles que se habían abierto entre las tiendas. Pero el animal, grande y brioso, obligado a someterse a los crueles frenos que lo embocaban, sustituía sus deseos de avanzar por un espectacular baile a cuyo son lanzaba el blanco sudor que empapaba sus costados a cuantos se cruzaban con él.

Arnau y su grupo se apartaron cuanto pudieron al paso del jinete, pero con tan mala fortuna que en ese preciso instante el animal desplazó violenta y lateralmente su grupa y golpeó a Jaume, el más pequeño de los cuatro, que perdió el equilibrio y cayó al suelo. El golpe no dañó al muchacho; el jinete, por su parte, ni siquiera miró atrás y siguió su camino hacia una tienda cercana. Sin embargo, el pequeño Jaume cayó justo en el lugar en que algunos veteranos se jugaban su mesada a los dados. Uno de ellos había perdido una cantidad equivalente a los beneficios que pudieran corresponderle en todas las futuras campañas del rey Pedro, y el altercado no se hizo esperar. El desafortunado jugador se levantó cuan grande era, dispuesto a descargar en Jaume la ira que no podía descargar en sus compañeros. Se trataba de un hombre robusto, con el cabello y la barba largos y sucios y con una expresión en el rostro, fruto de horas de constantes pérdidas, que habría amedrentado al más valeroso de los enemigos.

El soldado agarró al entrometido y lo levantó en volandas hasta la altura de sus ojos. Jaume ni siquiera tuvo tiempo de percatarse de lo que sucedía. En cuestión de segundos, el caballo lo había desplazado, él había caído y ahora lo atacaba un energúmeno que le gritaba y lo zarandeaba hasta que, sin soltarlo, le abofeteó el rostro logrando que un hilillo de sangre apareciese en la comisura de sus labios.

Arnau vio cómo Jaume pataleaba en el aire.

– ¡Déjalo! ¡Cerdo! -Sus palabras lo sorprendieron incluso a él.

La gente empezó a apartarse de Arnau y el veterano. Jaume, que, también sorprendido, había dejado de patalear, cayó sentado cuando éste lo soltó para enfrentarse al que había osado insultarlo. De repente, Arnau se vio en el centro de un círculo formado por los muchos curiosos que se acercaron para presenciar el espectáculo. Él y un enfurecido soldado. Si por lo menos no lo hubiera insultado… ¿Por qué había tenido que llamarle cerdo?

– Él no tenía la culpa… -balbuceó Arnau señalando a Jaume, que todavía no entendía qué había pasado.

Sin mediar palabra el soldado arremetió contra Arnau como un toro en celo; le golpeó el pecho con la cabeza y lo lanzó varios metros más allá, los suficientes para que el círculo de curiosos tuviera que apartarse. Arnau sintió un dolor como si le hubieran reventado el pecho. El aire hediondo que se había acostumbrado a respirar parecía haber desaparecido de repente. Boqueó.Trató de levantarse, pero una patada en el rostro lo lanzó de nuevo a tierra. Un intenso dolor se ensañó con su cabeza mientras intentaba recuperar el aliento, y cuando empezaba a lograrlo, una nueva patada, esta vez en los ríñones, volvió a tumbarlo. Después la paliza fue terrible, tanto que Arnau cerró los ojos y se hizo un ovillo en el suelo.

Cuando el veterano cesó en sus ataques, Arnau creyó que aquel loco lo había destrozado; con todo y pese al dolor que sentía, le pareció oír algo.

Desde el suelo, todavía hecho un ovillo, aguzó el oído.

Entonces lo oyó.

Lo oyó una vez.

Y una vez más, y otra, y otras más. Abrió los ojos y miró a la gente del círculo, que estaba riéndose alrededor de él, señalándolo y volviendo a reír. Las palabras de su padre resonaron en sus maltratados oídos: «Yo abandoné cuanto tenía para que tú pudieras ser libre». En su mente aturdida se confundieron imágenes y recuerdos: vio a su padre colgando de una soga en la plaza del Blat… Se levantó con el rostro ensangrentado. Recordó la primera piedra que llevó a la Virgen de la Mar… El veterano le daba la espalda. El esfuerzo que entonces tuvo que hacer para transportar aquella piedra sobre sus espaldas… El dolor, el sufrimiento, el orgullo al descargarla…

– ¡Cerdo!

El barbudo giró sobre sí mismo. El campamento entero pudo oír el roce de sus pantalones al hacerlo.

– ¡Campesino estúpido! -gritó antes de volver a lanzarse cuan grande era sobre Arnau.

Ninguna piedra podía pesar más que ese cerdo. Ninguna piedra… Arnau se lanzó sobre el veterano, se agarró a él para impedir que lo golpease y ambos rodaron por la arena. Arnau logró levantarse antes que el soldado y, en lugar de pegarle, lo cogió por el cabello y por el cinturón de cuero que vestía, lo levantó por encima de él como si fuese una marioneta y lo lanzó por los aires encima del círculo de curiosos.

El barbudo cayó estrepitosamente sobre los espectadores.

Sin embargo, aquella demostración de fuerza no arredró al soldado. Acostumbrado a pelear, en pocos segundos se halló de nuevo ante Arnau, que estaba firmemente plantado en el suelo, esperándolo. En esta ocasión, en lugar de abalanzarse sobre él, el veterano intentó golpearlo, pero Arnau volvió a ser más rápido: paró el golpe cogiéndolo del antebrazo y, tras girar sobre sí mismo, volvió a lanzarlo a tierra, varios metros más allá. Sin embargo, la forma en que Arnau se defendía no dañaba al soldado y el acoso se repetía una y otra vez.

Al fin, cuando el veterano esperaba que su contrincante volviera a lanzarlo por los aires, Arnau le descargó un puñetazo en el rostro, un golpe en el que el bastaix puso toda la rabia que llevaba dentro.

Los gritos que habían acompañado la reyerta cesaron. El barbudo cayó inconsciente a los pies de Arnau, que deseaba cogerse la mano con la que lo había golpeado y aliviar el dolor que sentía en los nudillos, pero aguantó las miradas con el puño cerrado, como si estuviese dispuesto a golpear de nuevo. «No te levantes -pensó mirando al soldado-. Por Dios, no te levantes.»

Con torpeza, el veterano intentó erguirse. «¡No lo hagas!» Arnau apoyó el pie derecho en la cara del veterano y lo empujó al suelo. «No te levantes, hijo de puta.» No lo hizo, y los compañeros del soldado se acercaron para retirarlo.

– ¡Muchacho! -La voz sonó autoritaria. Arnau se volvió y se encontró con el caballero causante de la pelea, todavía vestido con su armadura-.Acércate.

Arnau obedeció cogiéndose la mano con disimulo.

– Me llamo Eiximèn d'Esparça, escudero de su majestad el rey Pedro III, y quiero que sirvas bajo mis órdenes. Preséntate a mis oficiales.

28

Las tres muchachas callaron y se miraron cuando Aledis se lanzó sobre la olla, como un animal hambriento, sin respirar, de rodillas, metiendo las dos manos en la sopa para coger la carne y las verduras, sin dejar de observarlas por encima de la escudilla. Una de ellas, la más joven, con una cascada de cabello rubio rizado que le caía sobre un vestido azul cielo, frunció los labios hacia las otras dos: ¿cuál de ellas no había pasado por lo mismo?, pareció preguntarles. Sus compañeras asintieron con la mirada y las tres se alejaron unos pasos de Aledis.