Cuando se hubieron apartado, la muchacha del cabello rubio rizado se volvió hacia el interior de la tienda, donde, protegidas del sol de julio que caía a plomo sobre el campamento, otras cuatro chicas, algo más maduras que las de fuera, y la patrona, sentada en un taburete, no apartaban la mirada de Aledis. La patrona había asentido con la cabeza cuando ésta apareció, y consintió en que se le ofreciera comida; desde entonces no había dejado de observarla: harapienta y sucia pero bella… y joven. ¿Qué hacía allí aquella muchacha? No era una vagabunda, no mendigaba como ellas.Tampoco era una prostituta; había retrocedido instintivamente cuando se encontró con quienes sí lo eran. Estaba sucia, sí; llevaba la camisa rasgada, también; su cabello era una maraña de pelo grasiento, cierto. Sin embargo, sus dientes eran blancos como la nieve. Aquella joven no había conocido el hambre, ni las enfermedades que ennegrecían los dientes. ¿Qué hacía allí? Tenía que estar huyendo de algo, pero ¿de qué?

La patrona hizo un gesto a una de las mujeres que la acompañaban en el interior de la tienda.

– La quiero limpia y arreglada -le susurró cuando la otra se inclinó sobre ella.

La mujer miró a Aledis, sonrió y asintió.

Aledis no pudo resistirse. «Necesitas un baño», le dijo al terminar de comer otra de las prostitutas, que había salido del interior de la tienda. ¡Un baño! ¿Cuántos días hacía que no se lavaba? Dentro de la tienda le prepararon un barreño de agua fresca y Aledis se sentó en él, con las piernas encogidas. Las mismas tres muchachas que la habían acompañado mientras comía, se ocuparon de ella y la lavaron. ¿Por qué no dejarse querer? No podía presentarse ante Arnau en aquel estado. El ejército acampaba muy cerca y con él estaría Arnau. ¡Lo había conseguido! ¿Por qué no dejarse lavar? También se dejó vestir. Buscaron para ella el vestido menos llamativo pero aun así… «Las mujeres públicas deben vestir telas de colores», le dijo su madre cuando ella, siendo niña, confundió a una prostituta con una noble e intentó cederle el paso. «Entonces, ¿cómo las distinguiremos?», preguntó Aledis. «El rey las obliga a vestir así, pero les prohibe llevar capa o abrigo, incluso en invierno. Así distinguirás a las prostitutas: nunca llevan nada por encima de los hombros.»

Aledis volvió a mirarse. Las mujeres de su clase, las esposas de los artesanos, nunca podían vestir de color; así lo mandaba el rey, y sin embargo, ¡qué bonitas eran aquellas telas! Pero ¿cómo iba a presentarse ante Arnau vestida de esa forma? Los soldados la confundirían… Alzó un brazo para verse de costado.

– ¿Te gusta?

Aledis se volvió y vio a la patrona junto a la entrada de la tienda. Antònia, que así se llamaba la joven rubia del cabello rizado que la había ayudado a vestirse, desapareció a una señal de la primera.

– Sí…, no… -Aledis volvió a mirarse. El traje era verde claro. ¿Tendrían aquellas mujeres algo para echarse por los hombros? Si se cubría, nadie pensaría que ella era una prostituta.

La patrona la miró de arriba abajo. No se había equivocado. Un cuerpo voluptuoso que haría las delicias de cualquier oficial. ¿Y sus ojos? Las dos mujeres se miraron. Eran enormes. Castaños. Y, sin embargo, parecían tristes.

– ¿Qué te ha traído aquí, muchacha?

– Mi esposo. Está en el ejército y se marchó sin saber que va a ser padre. Quería decírselo antes de que entrase en combate.

Lo dijo de corrido, igual que a los mercaderes que la recogieron en el Besos, cuando el barquero, tras consumar la violación y mientras intentaba deshacerse de ella ahogándola en el río, se vio sorprendido por su presencia y salió huyendo. Aledis había terminado rindiéndose a aquel hombre y sollozó sobre el barro mientras la forzaba o cuando la arrastraba hacia el río. El mundo no existía, el sol se había apagado y los jadeos del barquero se perdían en su interior, mezclándose con los recuerdos y la impotencia. Cuando los mercaderes llegaron hasta ella y la vieron ultrajada, se apiadaron.

– Hay que denunciarlo al veguer -le dijeron.

Pero ¿qué le iba a decir ella al representante del rey? ¿Y si su marido la estaba persiguiendo? ¿Y si la descubrían? Se iniciaría un juicio y ella no podía…

– No. Tengo que llegar al campamento real antes de que las tropas partan para el Rosellón -les dijo tras explicarles que estaba embarazada y que su marido no lo sabía-. Allí se lo contaré a mi esposo y él decidirá.

Los mercaderes la acompañaron hasta Gerona. Aledis se separó de ellos en la iglesia de Sant Feliu, extramuros de la ciudad; el más anciano de ellos negó con la cabeza al verla sola y desastrada junto a los muros de la iglesia. Aledis recordó el consejo de las ancianas: no entres en ningún pueblo o ciudad, y no lo hizo en Gerona, una ciudad de seis mil habitantes. Desde donde estaba podía ver la cubierta de la iglesia de Santa María, la seo, en construcción; a su lado el palacio del obispo y al lado de éste, la torre Gironella, alta y recia, la mayor defensa de la ciudad. Las miró durante unos instantes y volvió a ponerse en marcha hacia Figueras.

La patrona, que seguía observándola mientras Aledis recordaba su viaje, vio que temblaba.

La presencia del ejército en Figueras movía a centenares de personas hacia allí. Aledis se sumó a ellas, acosada por el hambre. No lograba recordar sus rostros. Le dieron pan y agua fresca. Alguien le ofreció alguna verdura. Hicieron noche al norte del río Fluvià, al pie del castillo de Pontons, que protegía el paso del río por la ciudad de Bascara, a medio camino entre Gerona y Figueras. Allí los viajeros se cobraron su comida y dos de ellos la montaron salvajemente durante la noche. ¡Qué más daba ya! Aledis buscó en su memoria el rostro de Arnau y se protegió en él. Al día siguiente los siguió como un animal, algunos pasos por detrás, pero no le dieron comida, ni siquiera le hablaron, y, al final, llegaron al campamento.

Y ahora…, ¿qué miraba aquella mujer? Sus ojos no se apartaban de… ¡su vientre! Aledis notó el vestido ceñido a su vientre, plano y duro. Se movió inquieta y bajó la mirada.

La patrona dejó escapar una mueca de satisfacción que Aledis no pudo ver. ¿Cuántas veces había asistido a aquellas confesiones silenciosas? Muchachas que inventaban historias, incapaces de sostener sus mentiras ante la más leve presión; se ponían nerviosas y bajaban la vista como aquélla. ¿Cuántos embarazos había vivido?, ¿decenas?, ¿cientos? Nunca una muchacha le había dicho que estuviera embarazada teniendo un vientre duro y plano como ése. ¿Una falta? Podía ser, pero era inimaginable que con sólo una falta corriese a contárselo a su esposo, camino de la guerra.

– Vestida así no puedes presentarte en el campamento real. -Aledis levantó la vista al oír a la patrona y volvió a mirarse-. Tenemos prohibido ir allí. Si quieres, yo podría encontrar a tu esposo.

– ¿Vos? ¿Me ayudaríais? ¿Por qué ibais a hacerlo?

– ¿Acaso no te he ayudado ya? Te he dado de comer, te he lavado y te he vestido. Nadie lo ha hecho en este campamento de locos, ¿verdad? -Aledis asintió. Un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar cómo la habían tratado-. ¿Por qué te extraña, pues? -continuó la mujer. Aledis titubeó-.Somos mujeres públicas, es cierto, pero eso no significa que no tengamos corazón. Si alguien me hubiese ayudado a mí hace algunos años… -La patrona dejó la mirada perdida y sus palabras flotaron en el interior de la tienda-. Bueno. Ya da igual. Si quieres, puedo hacerlo. Conozco a mucha gente en el campamento y no me sería difícil hacer venir a tu esposo.

Aledis sopesó la oferta. ¿Por qué no? La patrona pensó en su futura adquisición. No sería difícil hacer desaparecer al esposo, una simple reyerta en el campamento…, le debían muchos favores aquellos soldados, y entonces, ¿a quién acudiría la chica? Estaba sola. Se entregaría a ella. El embarazo, si fuese cierto, no era un problema; ¿cuántos había solucionado por unas monedas?

– Os lo agradezco -consintió Aledis.

Ya estaba. Ya era suya.

– ¿Cómo se llama tu esposo y de dónde viene?

– Viene con la host de Barcelona y se llama Arnau, Arnau Estanyol. -La patrona se estremeció-. ¿Sucede algo? -preguntó Aledis.

La mujer buscó el taburete y se sentó. Sudaba.

– No -contestó-. Debe de ser este maldito calor. Acércame aquel abanico.

¡No podía ser!, se dijo mientras Aledis atendía su ruego. Le palpitaban las sienes. ¡Arnau Estanyol! No podía ser.

– Descríbeme a tu esposo -le dijo, sentada y abanicándose.

– ¡Oh!, debe de ser muy sencillo dar con él. Es bastaix del puerto. Es joven y fuerte, alto y guapo, y tiene un lunar junto al ojo derecho.

La patrona siguió abanicándose en silencio. Su mirada fue mucho más allá de Aledis: a un pueblo llamado Navarcles, a una fiesta de matrimonio, a un jergón y a un castillo…, a Llorenç de Bellera, al escarnio, al hambre, al dolor… ¿Cuántos años habían pasado? ¿Veinte? Sí, debían de ser veinte, quizá más.Y ahora…

Aledis interrumpió su silencio:

– ¿Lo conocéis?

– No…, no.

¿Lo había llegado a conocer? En realidad, qué poco recordaba de él. ¡Entonces sólo era una niña!

– ¿Me ayudaréis a encontrarlo? -volvió a interrumpirla Aledis.

«¿Y quién me ayudará a mí si me encuentro con él?» Necesitaba estar sola.

– Lo haré -afirmó, señalándole la salida de la tienda. Cuando Aledis salió, Francesca se llevó las manos al rostro. ¡Arnau! Había llegado a olvidarlo; se había obligado a hacerlo y ahora, veinte años más tarde… Si la muchacha decía la verdad, aquel niño que llevaba en las entrañas sería… ¡su nieto! Y ella había pensado en matarlo. ¡Veinte años! ¿Cómo sería él? Aledis había dicho que alto, fuerte, guapo. No lo recordaba, ni siquiera de recién nacido. Consiguió para él el calor de la forja pero pronto dejó de poder llegar hasta donde se encontraba su niño. «¡Malditos! ¡Sólo era una niña, y hacían cola para violarme!» Una lágrima empezó a caer por su mejilla. ¿Cuánto tiempo hacía que no lloraba? Entonces, hacía veinte años, no lo hizo. «El niño estará mejor con Bernat», había pensado. Cuando se enteró de todo, doña Caterina la abofeteó y ella terminó arrastrándose entre la soldadesca primero y entre los desperdicios después, junto a la muralla del castillo.Ya nadie la deseaba, y vagaba entre inmundicias y basura, junto a un montón de desgraciados como ella, peleando por los restos de mendrugos enmohecidos y llenos de gusanos. Allí se encontró con una niña, las dos hurgaban. Estaba delgada pero era bonita. Nadie la vigilaba. Quizá si… Le ofreció restos de comida, los que guardaba para sí. La niña sonrió y sus ojos se iluminaron; probablemente no conocía otra vida que aquélla. La lavó en un riachuelo y restregó su piel con arena hasta que gritó de dolor y frío. Después sólo tuvo que llevarla hasta uno de los oficiales del castillo del señor de Bellera. Ahí empezó todo. «Me endurecí, hijo, me endurecí hasta el punto de que mi corazón encalleció. ¿Qué te contó de mí tu padre? ¿Que te abandoné a la muerte?»