Aquella misma noche, cuando los oficiales del rey y los soldados afortunados en las cartas o en los naipes acudieron a la tienda, Francesca preguntó por Arnau.

– ¿El bastaix dices? -le contestó uno de ellos-; claro que lo conozco, todo el mundo lo conoce. -Francesca ladeó la cabeza-. Dicen que venció a un veterano a quien todo el mundo temía -explicó-, y Eiximèn d'Esparça, el escudero del rey, lo recluto para su guardia personal. Tiene un lunar junto al ojo. Lo han entrenado para usar el puñal, ¿sabes? Desde entonces ha competido en varias peleas más y en todas ha vencido.Vale la pena apostar por él. -El oficial sonrió-. ¿Por qué te interesas por él? -añadió ampliando la sonrisa.

¿Por qué no dar alas a una imaginación calenturienta?, pensó Francesca. Era difícil ofrecer otra explicación. Y guiñó un ojo al oficial.

– Estás vieja para tanto hombre -rió el soldado.

Francesca no se inmutó.

– Tú tráemelo y no te arrepentirás.

– ¿Adonde? ¿Aquí?

¿Y si a fin de cuentas Aledis mentía? Nunca le habían fallado sus primeras impresiones.

– No. Aquí, no.

Aledis se apartó unos pasos de la tienda de Francesca. La noche era preciosa, estrellada y cálida, con una luna que teñía de amarillo la oscuridad. La muchacha miraba al cielo y a los hombres que entraban en la tienda y salían acompañados de alguna de las chicas; entonces se dirigían hacia unos pequeños chamizos, de los que salían al cabo de un rato, unas veces riendo, otras en silencio.Y repetían y repetían. Cada vez, las mujeres se dirigían al barreño en que se había bañado Aledis y se lavaban sus partes, mirándola con descaro, como lo hizo aquella mujer a la que en cierta ocasión su madre no le permitió ceder el paso.

– ¿Por qué no la arrestan? -le preguntó entonces Aledis a su madre.

Eulàlia miró a su hija, calibrando si ya era lo suficientemente adulta para recibir una explicación.

– No pueden hacerlo; tanto el rey como la Iglesia les permiten ejercer su oficio. -Aledis la miró incrédula-. Sí, hija, sí. La Iglesia dice que las mujeres públicas no pueden ser castigadas por la ley terrenal, que ya lo hará la ley divina. -¿Cómo explicarle a una criatura que la verdadera razón por la que la Iglesia sostenía aquella máxima era para evitar el adulterio o las relaciones contra natura? Eulàlia volvió a observar a su hija. No, todavía no debía conocer la existencia de las relaciones contra natura.

Antònia, la joven del cabello rubio rizado, se hallaba junto al barreño y le sonrió. Aledis frunció los labios en un amago de sonrisa y la dejó hacer.

¿Qué más le había contado su madre?, pensó, intentando distraerse. Que no podían vivir en ciudad, villa o lugar alguno en que lo hicieran personas honestas, bajo pena de ser expulsadas incluso de sus propias casas si lo pedían sus vecinos. Que estaban obligadas a escuchar sermones religiosos para buscar su rehabilitación. Que no podían utilizar los baños públicos más que los lunes y los viernes, los días reservados a judíos y sarracenos. Y que con su dinero podían hacer caridad, pero nunca oblación ante el altar.

Antònia, de pie en el barreño, con la falda recogida en una mano, continuaba lavándose con la otra, ¡y seguía sonriéndole! Cada vez que se erguía después de coger agua con la mano para llevársela a la entrepierna, la miraba y le sonreía.Y Aledis trataba de devolverle la sonrisa, intentando no bajar la mirada hacia su pubis expuesto a la luz de la luna.

¿Por qué le sonreía? Sólo debía de ser una niña y ya estaba condenada. Algunos años atrás, justo después de que su padre se negara a su matrimonio con Arnau, su madre las llevó, a ella y a Alesta, al monasterio de San Pedro de Barcelona. «¡Que lo vean!», le ordenó el curtidor a su esposa. El atrio estaba lleno de puertas que habían sido arrancadas de sus goznes y estaban apoyadas en las arcadas o tiradas en el patio. El rey Pedro concedió a la abadesa de San Pedro el privilegio para que, con su autoridad y sin implorar el auxilio de nadie, pudiera ordenar a las mujeres deshonestas que saliesen de su parroquia, y luego arrancar las puertas de sus viviendas y llevarlas al atrio del monasterio. La abadesa se puso manos a la obra, ¡vaya si lo hizo!

– ¿Todo esto son desahuciados? -preguntó Alesta mientras agitaba una mano abierta y recordaba cómo les echaron a ellos de su casa, antes de terminar en la de Pere y Mariona: arrancaron la puerta por impago.

– No, hija -contestó su madre-; esto es lo que les sucede a las mujeres que no cumplen con la castidad.

Aledis revivió aquel momento. Mientras hablaba, su madre la miró a ella directamente, con los ojos entrecerrados.

Despejó aquel mal recuerdo de su mente moviendo la cabeza de un lado a otro hasta encontrarse de nuevo con Antònia y su pubis rubio, cubierto de pelo rizado, igual que su cabeza. ¿Qué haría con Antònia la abadesa de San Pedro?

Francesca salió de la tienda en busca de la muchacha. «¡Niña!», le gritó. Aledis observó cómo Antònia saltaba del barreño, se calzaba y entraba corriendo en la tienda. Después su mirada se encontró con la de Francesca unos segundos, antes de que la patrona volviera a sus quehaceres. ¿Qué escondía aquella mirada?

Eiximèn d'Esparça, escudero de su majestad el rey Pedro III, era un personaje importante, bastante más importante por su rango que por su complexión, porque en el momento en que se apeó del imponente caballo de guerra y se quitó la armadura, se convirtió en un hombre bajo y delgado. Débil, concluyó Arnau temiendo que el noble adivinase sus pensamientos.

Eiximèn d'Esparça estaba al mando de una compañía de almogávares que pagaba de su propio peculio. Cuando miraba a sus hombres lo asaltaban las dudas. ¿Dónde estaba la lealtad de aquellos mercenarios? En su mesada, sólo en su mesada. Por eso le gustaba rodearse de una guardia pretoriana, y el combate de Arnau lo había impresionado.

– ¿Qué arma sabes utilizar? -le preguntó a Arnau el oficial del escudero real. El bastaix mostró la ballesta de su padre-. Eso ya lo imagino. Todos los catalanes saben utilizarla; es su obligación. ¿Alguna más?

Arnau negó con la cabeza.

– ¿Y ese puñal? -El oficial señaló el arma que Arnau llevaba al cinto, y estalló en una sonora carcajada, echando la cabeza hacia atrás, cuando éste le mostró el puñal romo-. Con eso -añadió todavía riendo-, no podrías ni rasgar el himen de una doncella. Te entrenarás con uno de verdad, en el cuerpo a cuerpo.

Buscó en un arcón y le entregó un machete, mucho más largo y grande que su puñal de bastaix . Arnau pasó un dedo por la hoja. A partir de entonces, día tras día, Arnau se sumó a la guardia de Eixi-mèn para entrenarse en la lucha cuerpo a cuerpo con su nuevo puñal. También le proporcionaron un uniforme colorido que incluía una cota de malla, un yelmo -que procuraba bruñir hasta que resplandecía- y nos fuertes zapatos de cuero que se ataban a las pantorrillas mediante tiras cruzadas. Los duros entrenamientos se alternaban con combates reales, cuerpo a cuerpo, sin armas, organizados por los oficiales de los nobles del campamento. Arnau se convirtió en el representante de las tropas del escudero real y no transcurrió un día sin que participara en una o dos peleas ante la gente, que se amontonaba en su derredor, gritaba y cruzaba apuestas. Fueron suficientes unas cuantas peleas para que Arnau alcanzase fama entre los soldados. Cuando paseaba entre ellos, en los pocos momentos de asueto que tenía, se sentía observado y señalado. ¡Qué extraña sensación era provocar el silencio a su paso! El oficial de Eiximèn d'Esparça sonrió cuando su compañero le planteó la pregunta.

– ¿Yo también podré disfrutar de una de sus muchachas?-quiso saber.

– Seguro. La vieja está empeñada en tu soldado. No puedes imaginar cómo le brillaban los ojos. Los dos rieron.

– ¿Adonde debo llevártelo?

Francesca escogió para la ocasión un pequeño mesón en las afueras de Figueras.

– No hagas preguntas y obedece -le dijo el oficial a Arnau- hay alguien que quiere verte.

Los dos oficiales lo acompañaron hasta el mesón y, una vez allí, hasta la mísera habitación en la que ya esperaba Francesca. Cuando Arnau entró, cerraron la puerta y la atrancaron por fuera. Arnau se volvió e intentó abrirla; luego, golpeó la puerta.

– ¿Qué sucede? -gritó-. ¿Qué significa esto?

Le respondieron las carcajadas de los oficiales.

Arnau las escuchó durante unos segundos. ¿Qué significaba aquello? De repente notó que no estaba solo y se volvió. Francesca, en pie, lo observaba apoyada en la ventana, tenuemente iluminada por la luz de una vela que colgaba de una de las paredes; pese a la penumbra, su vestido verde brillaba. ¡Una prostituta! Cuántas historias de mujeres había escuchado al calor de las fogatas del campamento, cuántos se jactaban de haber gastado sus dineros con una muchacha, siempre mejor, más bella y más voluptuosa que la del anterior. Entonces Arnau callaba y bajaba la mirada; ¡él había llegado allí huyendo de dos mujeres! Quizá…, quizá aquella jugarreta fuera consecuencia de su silencio, de su aparente falta de interés por las mujeres… ¿Cuántas veces le habían lanzado puyas ante su mutismo?

– ¿Qué broma es ésta? -le preguntó a Francesca-. ¿Qué pretendes de mí?

Todavía no lo veía. La vela no iluminaba lo suficiente, pero su voz…, su voz ya era la de un hombre, y era grande y alto, como le había dicho la muchacha. Notó que las rodillas le temblaban y las piernas le flaqueaban. ¡Su hijo!

Francesca tuvo que carraspear antes de hablar.

– Tranquilízate. No quiero nada que pueda comprometer tu honor. En cualquier caso -añadió-, estamos solos; ¿qué iba a poder hacer yo, una mujer débil, contra un hombre joven y fuerte como tú?

– Entonces, ¿por qué ríen los de fuera? -preguntó Arnau todavía desde la puerta.

– Deja que rían si lo desean. La mente del hombre es retorcida, y por lo general le gusta creer siempre lo peor. Quizá si les hubiera dicho la verdad, si les hubiera contado las razones de mi insistencia por verte, no se hubieran mostrado tan dispuestos como lo han estado cuando la imaginación ha avivado su lujuria.

– ¿Qué iban a pensar de una prostituta y un hombre encerrados en la habitación de un mesón? ¿Qué cabe esperar de una prostituta?

Su tono fue duro, hiriente. Francesca logró reponerse.

– También somos personas -dijo levantando la voz-. San Agustín escribió que sería Dios quien juzgaría a las meretrices.