– Cierto, cierto -asintió la primera de ellas.

– ¿Qué puede sucederme? -preguntó ingenuamente Aledis-. El camino está lleno de gente, de buena gente como vosotros.

Tuvo que volver a esperar mientras las ancianas daban algunos pasos en silencio, un poco más largos éstos para no alejarse del grupo de campesinos.

– Aquí sí encontrarás gente. Hay muchos pueblos cerca de Barcelona que, como nosotros, viven de ella. Pero un poco más alia -añadió sin levantar la vista del suelo-, cuando los pueblos se distancian entre sí y no hay ciudad a la que dirigirse, los caminos son solitarios y peligrosos.

En esta ocasión la compañera se abstuvo de hacer ningún comentario; con todo, y tras la espera de rigor, fue ella quien volvió a dirigirse a Aledis:

– Cuando estés sola procura no dejarte ver. Escóndete al menor ruido que oigas. Evita cualquier compañía.

– ¿Incluso si son caballeros? -preguntó Aledis.

– ¡Sobre todo a ésos! -gritó una.

– ¡En cuanto oigas los cascos de un caballo, escóndete y reza! -exclamó la otra.

Esta vez las dos contestaron al unísono, encolerizadas y sin necesidad de respiro alguno; incluso hicieron un pequeño alto, por lo que la comitiva se alejó un tanto. La expresión de incredulidad de Aledis debió de ser lo suficientemente ostensible para que las dos ancianas, una vez que recuperaron el ritmo, volvieran a insistir.

– Mira, muchacha -le aconsejó una de ellas mientras la otra asentía aun antes de saber qué diría su compañera-, yo que tú volvería a la ciudad y esperaría allí a mi hombre. Los caminos son muy peligrosos y más cuando todos los soldados y oficiales están de campaña con el rey. Entonces no existe autoridad, nadie vigila y nadie teme el castigo de un rey que está ocupado en otros menesteres.

Aledis caminó pensativa al lado de las dos ancianas. ¿Esconderse de los caballeros? ¿Por qué debía hacerlo? Todos los caballeros que acudían al taller de su marido se habían mostrado corteses y respetuosos con ella. Nunca, de boca de los numerosos mercaderes que proveían de materia prima a su marido, había oído relatos de robos o desmanes ocurridos en los caminos del principado. En cambio, recordaba las estremecedoras historias con las que solían entretenerlos, acerca de las accidentadas travesías marinas, los viajes por tierras moras o por las más lejanas del soldán de Egipto. Su marido le había contado que desde hacía más de doscientos años los caminos catalanes estaban protegidos por las leyes y por el rey y que cualquier persona que osara delinquir en un camino real recibía un castigo muy superior al que correspondería al mismo delito cometido en otro lugar. «¡El comercio exige paz en los caminos! -añadía-. ¿Cómo podríamos vender nuestros productos a lo largo y ancho de Cataluña si el rey no la proporcionara?» Entonces le contaba, como si fuese una niña, que desde hacía más de doscientos años la Iglesia había empezado a tomar medidas para defender los caminos. Primero hubo las Constituciones de Paz y Tregua, que se dictaron en sínodos. Si alguien atentaba contra esas reglas se le excomulgaba instantáneamente. Los obispos establecieron que los habitantes de sus condados y obispados no podían atacar a sus enemigos desde la hora nona del sábado hasta la hora prima del lunes, ni en las fiestas de precepto; además, la tregua protegía a los clérigos, a las iglesias y a todos aquellos que se dirigieran o regresaran de ellas. Las constituciones, le explicó, fueron ampliándose y protegiendo a mayor número de personas y bienes: mercaderes y animales agrícolas y de transporte, los aperos del campo y las casas de los campesinos, los habitantes de las villas, las mujeres, las cosechas, los olivares, el vino… Al final, el rey Alfonso I concedió la Paz a las vías públicas y a los caminos y estableció que quien la transgrediese cometería un delito de lesa majestad.

Aledis miró a las ancianas, que seguían caminando en silencio, cargadas con sus fardos, arrastrando los pies descalzos. ¿Quién iba a osar cometer un delito de lesa majestad? ¿Qué cristiano iba a arriesgarse a ser excomulgado por atacar a alguien en un camino catalán? En ello estaba pensando cuando el grupo de campesinos se desvió hacia San Andrés.

– Adiós, muchacha -se despidieron las ancianas-. Haz caso a dos viejas -añadió una de ellas-. Si decides continuar, sé prudente. No entres en ningún pueblo ni en ninguna ciudad. Podrían verte y seguirte. Detente sólo en las masías, y sólo en las que veas niños y mujeres.

Aledis observó cómo se alejaba el grupo; las dos ancianas arrastraban sus pies descalzos y se esforzaban por no perder al grueso de campesinos. En pocos minutos se quedó sola. Hasta entonces había avanzado en compañía de aquellos campesinos, charlando y dejando que sus pensamientos volasen tanto como su imaginación, despreocupadamente, anhelando llegar al lado de Arnau, emocionada por la aventura a la que le había llevado su precipitada decisión; sin embargo, cuando las voces y ruidos de sus compañeros de viaje se perdieron en la distancia, Aledis se sintió sola. Tenía un largo camino por delante, que trató de escudriñar poniendo su mano sobre la frente a modo de visera para protegerse de un sol que ya estaba alto en el cielo, un cielo azul celeste, sin una sola nube que empañase la inmensidad de aquella magnífica cúpula que se unía en el horizonte con las vastas y ricas tierras de Cataluña.

Quizá no fuese únicamente la sensación de soledad que asaltó a la muchacha tras verse abandonada por los campesinos o la sensación de extrañeza por hallarse en un paraje desconocido. En realidad, Aledis jamás se había enfrentado al cielo y a la tierra cuando nada se interpone en la visión del espectador, cuando se puede otear el horizonte girando sobre uno mismo… ¡y verlo en todo momento! Y lo miró. Aledis miró al horizonte, hacia donde le habían dicho que estaba Figueras. Las piernas le flaquearon. Giró sobre sí misma y miró hacia atrás. Nada. Se alejaba de Barcelona y sólo veía tierras desconocidas. Aledis buscó los tejados de los edificios que siempre se habían interpuesto ante la maravilla de una realidad desconocida: el cielo. Buscó los olores de la ciudad, el olor a cuero, los gritos de la gente, el rumor de una ciudad viva. Estaba sola. De pronto, las palabras de las dos ancianas acudieron atropelladamente a su mente. Trató de divisar Barcelona desde la distancia. ¡Cinco o seis jornadas! ¿Dónde dormiría? ¿Qué comería? Sopesó su hatillo. ¿Y si fueran ciertas las palabras de las ancianas? ¿Qué haría? ¿Qué podía hacer ella contra un caballero o un delincuente? El sol estaba alto en el cielo. Aledis volvió la vista hacia donde le habían dicho que estaba Figueras… y Arnau.

Redobló la prudencia. Anduvo con los sentidos a flor de piel, atenta a cualquier ruido que perturbara la soledad del camino. En las cercanías de Monteada, cuyo castillo, alzado en la cima del mismo nombre, defendía la entrada al llano de Barcelona, y ya con el sol situado en el mediodía, el camino volvió a llenarse de campesinos y mercaderes. Aledis se sumó a ellos como si fuese parte de alguna de las comitivas que se dirigían hacia la ciudad, pero cuando alcanzó sus puertas recordó los consejos de las ancianas y la rodeó a campo traviesa hasta volver a encontrar el camino.

Aledis se sintió satisfecha al comprobar que cuanto más avanzaba más se disipaban los temores que la habían sobrecogido tras encontrarse sola en el camino. Cuando llegó al norte de Monteada siguió cruzándose con campesinos y mercaderes, la mayoría a pie, otros en carros, muías o asnos. Todos se saludaban amablemente y Aledis empezó a disfrutar de aquella generosidad en el trato. Como había hecho con anterioridad, se sumó a un grupo, esta vez de mercaderes, que se dirigía a Ripollet. La ayudaron a vadear el río Besos, pero nada más cruzarlo los mercaderes se desviaron a la izquierda, hacia Ripollet. Cuando Aledis, de nuevo sola, rodeó y dejó atrás Val Romanas, se encontró con el verdadero río Besos: una corriente de agua que en aquella época del año aún era lo suficientemente caudalosa para que fuera imposible cruzarla a pie.

Aledis miró el río y al barquero que esperaba indolente en la orilla. El hombre sonrió con una absurda expresión de condescendencia y le mostró unos dientes horriblemente negros. A Aledis no le quedaba otro remedio, si quería proseguir su viaje, que utilizar los servicios de aquel barquero de dientes negros. Intentó cerrar el escote tirando de los cordeles que se cruzaban sobre él, pero tenía que sostener el hatillo y no lo consiguió. Aminoró el paso. Siempre le habían dicho lo bonitos que eran sus movimientos; siempre se había recreado en ellos cuando se sabía observada. ¡Todo él era negrura! Desprendía suciedad. ¿Y si soltaba el hatillo? No. Se daría cuenta. No tenía por qué temerlo. La camisa del barquero estaba apergaminada por la mugre. ¿Y sus pies? ¡Dios! Si casi no se le veían los dedos. Despacio. Despacio. «¡Dios, qué hombre más horrible!», pensó.

– Quiero cruzar el río -le dijo.

El barquero levantó la vista desde los pechos de Aledis hasta sus grandes ojos castaños.

– Ya -se limitó a contestar; luego, descaradamente, volvió a fijar la vista en sus pechos.

– ¿No me has oído?

– Ya -repitió, sin ni siquiera levantar la mirada.

El rumor de las aguas del Besos rompió el silencio. Aledis creyó notar el roce de los ojos del barquero sobre sus senos. Su respiración se aceleró, lo que realzó sus pechos, y los sanguinolentos ojos escudriñaron hasta el último rincón de su cuerpo.

Aledis estaba sola, perdida en el interior de Cataluña, a la orilla de un río del que ni siquiera había oído hablar y que ya creía haber cruzado con los de Ripollet y con un hombre fornido que la miraba con lujuria. Aledis miró a su alrededor. No se veía un alma. Algunos metros a su izquierda, algo apartada de la orilla, se alzaba una cabana fabricada con troncos mal dispuestos, tan destartalada y cochambrosa como su dueño. Frente a la puerta de la cabana, entre desechos y desperdicios, un fuego calentaba una olla colgada de un trípode de hierro. Aledis no quiso ni imaginar lo que se estaría cociendo en aquella olla pero el olor que desprendía le pareció repulsivo.

– Tengo que alcanzar al ejército del rey -empezó a decirle con voz titubeante.

– Ya -le contestó otra vez el barquero.

– Mi esposo es oficial del rey -mintió, alzando el tono de voz-, y tengo que comunicarle que estoy embarazada antes de que entre en combate.

– Ya -contestó volviendo a mostrar sus negros dientes.

Un hilillo de baba apareció en la comisura de sus labios. El barquero se la limpió con la manga de la camisa.