Maria, que se encontró con Arnau fuera de la iglesia, los señaló, gritando, y lo obligó a seguir la dirección de su dedo.

– ¡El rey! El rey, Arnau. Míralo. ¡Qué porte! ¿Y su espada?, ¡menuda espada! Y aquel noble. ¿Quién es, Arnau? ¿Lo conoces? Y los escudos, las armaduras, los pendones…

Maria arrastró a Arnau de un extremo a otro de la playa hasta que llegaron a Framenors. Allí, apartados de nobles y soldados, un numerosísimo grupo de hombres, sucios y desharrapados, sin l escudos ni armaduras, sin espadas, vestidos sólo con una camisa larga y raída, polainas y gorros de cuero, estaban embarcando ya en los leños que los llevarían a las naves.

¡Aquellos hombres sólo iban armados con un machete y una lanza!

– ¿ La Compañía? -preguntó Maria a su esposo.

– Sí. Los almogávares.

Los dos se sumaron al silencioso respeto con que los ciudadanos de Barcelona observaban a los mercenarios contratados por el rey Pedro. ¡Los conquistadores de Bizancio! Hasta los niños y las mujeres, impresionados por las espadas y armaduras de los nobles, como le había sucedido a Maria, los miraban con orgullo. Luchaban a pie y a pecho descubierto, confiando única y exclusivamente en su destreza y habilidad. ¿Quién iba a reírse de su indumentaria, de sus camisas o de sus armas?

Lo habían hecho los sicilianos, le habían contado a Arnau: se habían reído de ellos en el campo de batalla. ¿Qué resistencia podían oponer unos desharrapados contra nobles a caballo? Sin embargo, los almogávares los derrotaron y conquistaron la isla. Lo hicieron también los franceses; la historia se contaba por toda Cataluña, allá donde cualquiera quisiera escucharla. Arnau la había oído en varias ocasiones.

– Dicen -le susurró a Maria- que unos caballeros franceses apresaron a un almogávar y lo llevaron a presencia del príncipe Carlos de Salerno, quien lo insultó tachándolo de miserable, pobre y salvaje y se burló de las tropas catalanas.- Ni Arnau ni Maria apartaban la mirada de los mercenarios, que continuaban subiendo a los leños de los barqueros-. Entonces, el almogávar, en presencia del príncipe y sus caballeros, retó al mejor de sus hombres. Él lucharía a pie, armado tan sólo con su lanza; el francés a caballo, con todo su armamento. -Arnau calló unos instantes, pero Maria se volvió hacia él instándolo a continuar-. Los franceses se rieron del catalán, pero aceptaron el desafío. Partieron todos hacia un campo cercano al campamento francés. Allí, el almogávar venció a su oponente tras matar al caballo y aprovecharse de la falta de agilidad del caballero en la lucha a pie. Cuando se disponía a degollarlo, Carlos de Salerno le concedió la libertad.

– Es cierto -añadió alguien a sus espaldas-. Luchan como verdaderos demonios.

Arnau notó cómo Maria se arrimaba a él y le cogía del brazo con fuerza, sin apartar la mirada de los mercenarios. «¿Qué buscas, mujer? ¿Protección? ¡Si supieras! Ni siquiera soy capaz de enfrentarme a mis debilidades. ¿Crees que alguno de ellos te haría más daño del que te estoy haciendo yo? Luchan como demonios.» Arnau los miró: hombres que partían a la guerra contentos, alegres, dejando atrás sus familias. ¿Por qué…, por qué no podía hacer él lo mismo?

El embarque de los hombres se alargó durante horas. Maria se fue a casa y Arnau terminó vagando por la playa, entre la gente; se encontró aquí y allá a algunos compañeros.

– ¿A qué tanta prisa? -le preguntó a Ramon, señalando las barcas que iban y venían sin cesar, llenas a rebosar de soldados-. Hace buen tiempo. No parece que pueda levantarse un temporal.

– Ya lo verás -le contestó Ramon.

En aquel instante se oyó el primer relincho; pronto se sumaron centenares de ellos. Los caballos habían estado esperando fuera de las murallas y ahora les tocaba embarcar. De las siete cocas destinadas al transporte de animales, algunas ya estaban llenas de caballos, aquellas que habían arribado junto a los nobles de Valencia o que se habían embarcado en los puertos de Salou, Tarragona o del norte de Barcelona.

– Vamonos de aquí -lo instó Ramon-; esto se va a convertir en un verdadero campo de batalla.

Justo cuando abandonaban la playa, llegaron los primeros animales de la mano de sus palafreneros. Enormes caballos de guerra que coceaban, piafaban y mordían, mientras sus cuidadores luchaban por controlarlos.

– Saben que van a la guerra -comentó Ramon, los dos guarecidos entre las barcas. -¿Lo saben?

– Claro. Siempre que embarcan es para ir a la guerra. Mira. -Arnau desvió la mirada hacia el mar. Cuatro cocas panzudas, con una quilla de poco calado, se acercaron todo lo que pudieron a la playa y abrieron las rampas de popa; éstas cayeron al agua y mostraron las entrañas de las embarcaciones-.Y los que no lo saben -continuó Ramon- se contagian de los demás.

Pronto la playa se llenó de caballos. Había centenares de ellos, todos grandes, fuertes y poderosos, caballos de guerra entrenados para el combate. Los palafreneros y escuderos corrían de un lado para otro tratando de sortear las coces y los mordiscos de los animales. Arnau vio a más de uno salir despedido por los aires o acabar coceado o pateado. La confusión era enorme y el ruido ensordecedor.

– ¿A qué esperan? -gritó Arnau.

Entonces Ramon volvió a señalar hacia las cocas.Varios escuderos, con el agua a la altura del pecho, llevaban algunos caballos hacia ellas.

– Ésos son los más expertos. Cuando estén dentro servirán de reclamo a la manada.

Así fue. Cuando los caballos llegaron al final de las rampas los escuderos los volvieron hacia la playa. Entonces, empezaron a relinchar frenéticamente.

Aquélla fue la señal.

La manada se metió en el agua levantando tanta espuma que durante unos instantes no se pudo ver nada. Detrás de ella y a los lados, encerrándola y dirigiéndola hacia las cocas, algunos expertos caballerizos hacían restallar los látigos. Los mozos habían perdido las riendas de sus caballos y la mayoría de los animales andaban sueltos por el agua, empujándose unos a otros. Durante un buen rato el caos fue total: gritos y restallar de látigos, animales relinchando y peleando por subir a las cocas y la gente animando desde la playa. Luego la tranquilidad volvió a reinar en el puerto. Cuando los caballos estuvieron cargados en las cocas se izaron las rampas de popa y las panzudas naves estuvieron listas.

La galera del almirante Pere de Monteada dio la orden de partir y los ciento diecisiete barcos empezaron a navegar. Arnau y Ramon volvieron a pie de playa.

– Allá van -comentó Ramon-, a conquistar Mallorca.

Arnau asintió en silencio. Sí, allá iban. Solos, dejando atrás sus problemas y sus miserias. Despedidos como héroes, con la mente en la guerra, sólo en la guerra. ¡Cuánto daría él por estar a bordo de una de esas galeras!

El 21 de junio de aquel mismo año, Pedro III escuchaba misa en la catedral de Mallorca in sede majestatis, ataviado según la costumbre: con las vestiduras, los honores y la corona correspondiente al rey de Mallorca. Jaime III había huido a sus dominios del Rosellón.

La noticia llegó a Barcelona y desde allí se extendió a toda la península: el rey Pedro había dado el primer paso para cumplir su palabra de reunificar los dominios divididos a la muerte de Jaime I.Ya sólo le faltaba reconquistar el condado de la Cerdaña y las tierras catalanas allende los Pirineos: el Rosellón.

Durante el mes largo que duró la campaña de Mallorca, Arnau no pudo olvidar la imagen de la armada real alejándose del puerto de Barcelona. Cuando las naves se encontraban ya a cierta distancia, la gente se disgregó y volvió a sus casas. ¿Para qué iba a volver él? ¿Para recibir un cariño y un afecto que no merecía? Se sentó en la arena y permaneció allí hasta mucho después de que la última vela desapareciera en el horizonte. «Afortunados ellos, que abandonan sus problemas», se repetía una y otra vez. Durante todo el mes, cuando Aledis lo acechaba en el camino de Montjuïc o cuando luego tenía que enfrentarse a los cuidados de Maria, Arnau oía de nuevo los gritos y las risas de los almogávares y veía cómo la armada se alejaba. Un día u otro lo descubrirían. No hacía mucho, mientras Aledis jadeaba encima de él, alguien gritó desde el camino. ¿Los habían oído? Los dos permanecieron en silencio un rato; luego, ella se rió y se volvió a lanzar sobre él. El día que lo descubrieran…, el escarnio, la expulsión de la cofradía. ¿Qué haría entonces? ¿De qué viviría?

Cuando el 29 de junio de 1343 toda la ciudad de Barcelona acudió a recibir a la armada real, congregada en la desembocadura del río Llobregat, Arnau ya había tomado una decisión. El rey tenía que partir a la conquista del Rosellón y la Cerdaña, sólo así cumpliría su promesa, y él, Arnau Estanyol, estaría con aquel ejército; ¡tenía que huir de Aledis! Quizá así se olvidaría de él y cuando regresara… Notó un escalofrío: era la guerra, morían hombres. Pero quizá cuando regresara podría reemprender la vida con Maria, sin Aledis persiguiéndolo.

Pedro III ordenó a las naves que entrasen en el puerto de la ciudad, separadas y por orden jerárquico: primero la galera real, después la del infante don Pedro, luego la del padre Pere de Monteada, a continuación la del señor de Eixèrica y así sucesivamente.

Mientras la flota esperaba, la galera real entró en el puerto y dio una vuelta por él a fin de que toda la gente que se había congregado en la ribera de Barcelona pudiera admirarla y vitorearla. Arnau escuchó los gritos enardecidos del pueblo cuando la nave pasó por delante de él. Bastaixos y barqueros estaban a pie de playa, en la orilla, dispuestos ya a construir el puente por el que debía desembarcar el rey. A su lado, esperando también, estaban Francesc Grony, Bernat Santcliment y Galcerà Carbó, prohombres de la ciudad, flanqueados por los prohombres de las cofradías. Los barqueros empezaron a colocar sus barcas, pero los prohombres les ordenaron que esperaran.

¿Qué sucedía? Arnau miró a los demás bastaixos . ¿Cómo iba a desembarcar el rey si no era por un puente?

– No debe desembarcar -oyó que le decía Francesc Grony al señor de Santcliment-. El ejército debe partir hacia el Rosellón antes de que el rey Jaime se reorganice o pacte con los franceses.

Todos los presentes asintieron. Arnau desvió la mirada hacia la galera real, que seguía su recorrido triunfal por aguas de la ciudad. Si el rey no desembarcaba, si la armada continuaba hacia el Rosellón sin parar en Barcelona… Las piernas le flaquearon. ¡Tenía que desembarcar!