En ésas estaban cuando llegaron a la calle de las Dames, un pequeño callejón que desembocaba en la misma playa. En él, más de una veintena de mujeres, jóvenes y ancianas, guapas y feas, sanas y enfermas, todas pobres, paseaban bajo la lluvia.

– ¿Las ves? -intervino Bartolomé señalando a las mujeres-. ¿Sabes qué esperan? -Arnau negó con la cabeza-. En días de temporal como hoy, cuando los pilotos solteros de los pesqueros han agotado todos sus recursos marineros, cuando se han encomendado a todos los santos y vírgenes y sin embargo no han logrado capear el temporal, sólo les queda un recurso. Las tripulaciones lo saben y se lo exigen. Llegado ese momento, el piloto jura ante Dios en voz alta y en presencia de su tripulación, que si logra hacer arribar sanos y salvos a puerto a su pesquero y a sus hombres contraerá matrimonio con la primera mujer que vea nada más pisar tierra. ¿Entiendes, Arnau? -Arnau se fijó de nuevo en la veintena de mujeres que se movían inquietas calle arriba, calle abajo, mirando el horizonte-. Las mujeres han nacido para eso, para contraer matrimonio, para servir al hombre. Así hemos educado a Maria y así te la entregué.

Los días transcurrían y Maria seguía volcada en Arnau, pero él sólo pensaba en Aledis.

– Esas piedras te destrozarán la espalda -comentó Maria mientras daba un masaje, ayudada con un ungüento, en la herida que Arnau mostraba a la altura del omóplato.

Arnau no contestó.

– Esta noche te revisaré la capçana . No puede ser que las piedras te hagan cortes como éstos.

Arnau no contestó. Había llegado a casa cuando ya había anochecido. Maria lo descalzó, le sirvió un vaso de vino y lo obligó a sentarse para darle un masaje en la espalda, como durante toda su infancia había visto hacer a su madre con su padre. Arnau la dejó hacer, como siempre. Ahora la escuchaba en silencio. Nada tenía que ver esa herida con las piedras de la Virgen, ni con la capçana . Estaba limpiando y curando la herida de la vergüenza, el arañazo de otra mujer a la que Arnau no era capaz de renunciar.

– Esas piedras os destrozarán la espalda a todos -repitió su esposa.

Arnau bebió un trago de vino mientras notaba cómo las manos de Maria recorrían su espalda con delicadeza.

Desde que su marido la llamó al taller para mostrarle las heridas del aprendiz que había osado mirarla, Aledis se limitaba a espiar a los jóvenes del taller. Descubrió que en numerosas ocasiones acudían por la noche al huerto, donde se encontraban con mujeres aue saltaban la tapia para reunirse con ellos. Los muchachos tenían acceso al material, las herramientas y los conocimientos necesarios para fabricar una especie de capuchones de finísimo cuero que debidamente engrasados se acoplaban al pene antes de fornicar con la mujer. La certeza de que no iban a quedarse embarazadas, junto a la juventud de los amantes y la oscuridad de la noche, eran una tentación irrefrenable para muchas mujeres que deseaban una aventura anónima.Aledis no tuvo dificultades para colarse en el dormitorio de los aprendices y hacerse con algunos de aquellos capuchones; la ausencia de riesgo en sus relaciones con Arnau dio rienda suelta a su lujuria.

Aledis dijo que con aquellos capuchones no tendrían hijos y Arnau miraba cómo lo deslizaba a lo largo de su pene. ¿Sería la grasa que después le quedaba en el miembro? ¿Sería un castigo por oponerse a los designios de la naturaleza divina? Maria no quedaba encinta. Era una muchacha fuerte y sana. ¿Qué razón que no fueran los pecados de Arnau podía impedir que quedara encinta? ¿Qué otro motivo podía llevar al Señor a no premiarle con el deseado vastago? Bartolomé necesitaba un nieto. El padre Albert y Joan querían ver a Arnau convertido en padre. La cofradía entera estaba pendiente del momento en que los jóvenes cónyuges anunciaran la buena nueva; los hombres bromeaban con Arnau y las mujeres de los bastaixos visitaban a Maria para aconsejarla y cantarle las excelencias de la vida familiar.

Arnau también deseaba tener un hijo.

– No quiero que me pongas eso -se opuso en una de las ocasiones en que Aledis lo asaltó camino de la cantera.

Aledis no se arredró.

– No pienso perderte -le dijo-. Antes de que eso suceda abandonaré al viejo y te reclamaré. Todo el mundo sabrá lo que ha habido entre nosotros, caerás en desgracia, te expulsarán de la cofradía y probablemente de la ciudad y entonces sólo me tendrás a mí; sólo yo estaré dispuesta a seguirte. No entiendo mi vida sin ti, sentenciada de por vida como lo estoy a permanecer al lado de un viejo obseso e incapaz.

– ¿Arruinarías mi vida? ¿Por qué me harías eso?

– Porque sé que en el fondo me quieres -respondió Aledis con resolución-. En realidad, sólo te estaría ayudando a dar un paso que no te atreves a dar.

Ocultos entre los matorrales de la ladera de la montaña de Montjuïc, Aledis deslizó el capuchón por el miembro de su amante. Arnau la miró hacer. ¿Eran ciertas sus palabras? ¿Era cierto que en el fondo deseaba vivir con Aledis, abandonar a su esposa y cuanto tenía para fugarse con ella? Si por lo menos su miembro no se mostrase tan dispuesto… ¿Qué tenía aquella mujer que era capaz de anular su voluntad? Arnau estuvo tentado de contarle la historia de la madre de Joan; la posibilidad de que, si revelaba sus relaciones, fuese el viejo quien la reclamase a ella y la emparedara de por vida, pero en lugar de eso montó sobre ella… una vez mas. Aledis jadeó al ritmo de los empellones de Arnau. El bastaix sin embargo, sólo podía oír sus miedos: Maria, su trabajo, la cofradía, Joan, la deshonra, Maria, su Virgen, Maria, su Virgen…

25

Desde su trono, el rey Pedro levantó una mano. Flanqueado por su tío y su hermano, los infantes don Pedro y don Jaime, de pie a su derecha, y por el conde de Terranova y el padre Ot de Monteada por la izquierda, el rey esperó a que los demás miembros del consejo guardasen silencio. Se hallaban en el palacio real de Valencia, donde habían recibido a Pere Ramon de Codoler, mayordomo y mensajero del rey Jaime de Mallorca. Según el señor de Codoler, el rey de Mallorca, conde del Rosellón y de la Cerdaña y señor de Montpellier, había decidido declarar la guerra a Francia por las constantes afrentas que los franceses inferían a su señorío y, como vasallo de Pedro, lo requería para que el día 21 de abril del siguiente año de 1341, su señor estuviese en Perpiñán, al mando de los ejércitos catalanes, para ayudarlo y defenderlo en la guerra contra Francia.

Durante toda aquella mañana, el rey Pedro y sus consejeros estudiaron la solicitud de su vasallo. Si no acudían en ayuda del de Mallorca, éste negaría su vasallaje y quedaría en libertad, pero si lo hacían -todos estaban de acuerdo- caerían en una trampa: en cuanto los ejércitos catalanes entrasen en Perpiñán, Jaime se aliaría con el rey de Francia en su contra.

Cuando se hizo el silencio, el rey habló: -Todos vosotros habéis estado pensando sobre este hecho, tratando de encontrar la manera de poder negar al rey de Mallorca el requerimiento que nos ha hecho. Creo que la hemos encontrado: vayamos a Barcelona y convoquemos Cortes y, una vez convocadas, requiramos al rey de Mallorca para que el día 25 de marzo esté en Barcelona para las dichas Cortes, como es su obligación. ¿Y qué puede suceder? Que él esté, o no. Si está, habrá hecho lo que le corresponde, y, en ese caso, nosotros, asimismo, cumpliremos con lo que nos pida… -Algunos consejeros se movieron inquietos; si el rey de Mallorca acudía a Cortes entrarían en guerra contra Francia, ¡al mismo tiempo que contra Genova! Alguien incluso se atrevió a negar en voz alta, pero Pedro le pidió tranquilidad con una mano y sonrió antes de proseguir, alzando la voz-:Y buscaremos el consejo de nuestros vasallos, que decidirán lo mejor que debemos hacer. -Algunos consejeros se sumaron a la sonrisa del rey, otros asintieron con la cabeza. Las Cortes eran competentes en materia de política catalana y podían decidir si iniciar o no una guerra. No sería el rey, pues, quien negaría ayuda a su vasallo, serían las Cortes de Cataluña-.Y si no viene -continuó Pedro-, habrá roto el vasallaje, y en dicho caso, no estaremos obligados a ayudarle ni a mezclarnos en guerra por él, contra el rey de Francia.

Barcelona, 1341

Nobles, eclesiásticos y representantes de las ciudades libres del principado, los tres brazos que componían las Cortes, se habían congregado en la ciudad condal, llenando sus calles de color y adornándola de sedas de Almería, de Barbaria, de Alejandría o de Damasco; de lana de Inglaterra o de Bruselas, de Flandes o de Malinas; de Orlanda o de la fantástica ropa de lino negro de Bisso, todos adornados con brocados de hilos de oro o plata formando preciosos dibujos.

Sin embargo Jaime de Mallorca aún no había llegado a la capital del principado. Desde hacía algunos días, barqueros, bastaixos y demás trabajadores portuarios se preparaban, tras ser advertidos por el veguer, para el supuesto de que el rey de Mallorca decidiese acudir a Cortes. El puerto de Barcelona no estaba preparado para el desembarco de grandes personajes, quienes no iban a ir en volandas desde los humildes leños de los barqueros, como lo hacían los mercaderes para no mojarse las vestiduras. Por ello, cuando algún personaje arribaba a Barcelona, los barqueros afianzaban sus leños, uno contra el otro, desde la orilla hasta bien entrado el mar, y sobre ellos construían un puente para que reyes y príncipes accediesen a la playa de Barcelona con la solemnidad que correspondía.

Los bastaixos , Arnau entre ellos, transportaron a la playa los tablones necesarios para construir el puente y, como muchos de los ciudadanos que se acercaban a la playa, como muchos de los nobles de Cortes que también lo hacían, oteaban el horizonte en busca de las galeras del señor de Mallorca. Las Cortes de Barcelona se habían convertido en el objeto de todas las conversaciones; la solicitud de ayuda del rey de Mallorca y la estratagema del rey Pedro estaban ya en boca de todos los barceloneses.

– Es de suponer -le comentó un día Arnau al padre Albert, mientras despabilaba las velas de la capilla del Santísimo- que si toda la ciudad sabe lo que piensa hacer el rey Pedro, también lo sepa el rey Jaime; ¿por qué esperarle entonces?

– Por eso no vendrá -le contestó el cura sin dejar de trajinar en la capilla.

– ¿Entonces?

Arnau miró al cura, que se detuvo e hizo un gesto de preocupación.

– Mucho me temo que Cataluña entrará en guerra contra Mallorca.